Con este título, tomado de un verso de Quevedo, el autor, ingeniero con experiencia empresarial y docente y con una excelente formación humanística, ha reunido treinta y siete cartas dirigidas a poetas muertos. El término “poeta” lo usa en un sentido amplio, pues lo aplica a quienes de algún modo se han acercado a la Belleza. Por esto, entre los destinatarios de esas cartas, figuran escritores (Antonio Machado, Miguel Hernández, Oscar Wilde, Chesterton, Tolkien, Gertrud von Le Fort…); pensadores (Sartre, Guitton, Toynbee, Simone Weil y Edith Stein); pintores y escultores (Tintoretto, Miguel Ángel, Sert, Grünewald, Marc Chagall…); músicos (Mozart, Poulenc, Wagner, Verdi, Beethoven, Mahler…); e incluso científicos (Einstein, Darwin…).
En cada carta, el autor narra su encuentro con el destinatario -así nos desvela aspectos de su vida- y suele añadir alguna información interesante, bien sobre la biografía, bien sobre la obra de aquel al que dirige su epístola. Son esclarecedores, por poner algunos ejemplos, los datos sobre Oscar Wilde o Tolkien o Simone Weil… Después, expone las preguntas que le gustaría plantearle, y, a veces, sugiere incluso una respuesta, a la espera de encontrarse con él en el Paraíso.
Porque un rasgo esencial del libro es que está escrito por una persona creyente, con una sólida formación teológica, que busca en cada uno de los destinatarios los rasgos que piensa que los acercan de algún modo a Dios. En bastantes casos, se trata de católicos coherentes; en otros, sus puntos de vista son menos ortodoxos, aunque Alfaro trata de desvelar aquello que tal vez los haya llevado al encuentro con la Verdad. No hay ninguna pose ni pedantería en esas cartas, incluso al final el autor confiesa que no ha sido capaz de escribir ni a Dante ni a Bach, a quienes admira y considera cumbres de nuestra cultura.
Algunas cartas van dirigidas a más de un destinatario, con lo que se establecen interesantes conexiones, por ejemplo, entre Tolkien y Beethoven, entre Piero Della Francesca y Jerónimo Espinosa, entre Verdi y Gabriel Fauré o entre Gertrud von Le Fort, Georges Bernanos y Francis Poulenc, entre otros. El estilo, ágil y cuidado, hace muy amena la lectura. Como dice Alfaro en la despedida, Al sueño de la muerte hablo despierto es un original y sugerente “himno a la misericordia de Dios”.