Anagrama. Barcelona (2005). 218 págs. 15 €.
Los días de la infancia son «como un libro cerrado, todavía no hojeado por nadie, ni siquiera por nosotros mismos; pero el texto está ahí, esperando que lo descubramos al pasar las hojas». Muchos escritores se han acercado desde diversos ángulos a esa Arcadia feliz de la ingenuidad. Paloma Díaz-Mas elige un punto de vista bastante original: rastrear las huellas de la educación que recibió en su futura vocación literaria. La espoleta que hace estallar los recuerdos de infancia es la vuelta a su ciudad natal, Madrid: muchos retazos de la niñez que creía perdidos se despiertan de pronto y así nace este libro.
Se llenan estas páginas de memoria y añoranza, entre anécdotas menudas de aquellos años sesenta y setenta del pasado siglo en España. Las primeras letras dan paso a las primeras lecturas y a los primeros maestros, que ocupan un lugar destacado y agradecido, sobre todo aquellos que trataron a sus alumnos como seres inteligentes, capaces de entender el «Cantar del Cid» o fragmentos del «Quijote» sin haber cumplido los diez años. La inquieta mente infantil se va nutriendo de enseñanza y experiencia, de relatos orales y aprendizaje de los nombres de las cosas. La educación cristiana de sus primeros años aparece también llena de simpatía (asegura que aprendió en el rosario la poética del texto), desmintiendo que lo literario sea estar resentido con la fe recibida. Llenas de color se dibujan sus relaciones con los tenderos, los diccionarios o las historias leídas en clase, que prepararon en buena parte su interés por la Edad Media. Tebeos, enciclopedias, juegos de palabras, bromas familiares: los cimientos de su inquietud por sacarle todo el jugo al léxico y por disfrutar leyendo y escribiendo.
Unas cuantas fotografías ilustran el libro y sirven a veces de punto de partida para reflexionar desde la distancia de los años. Paloma Díaz-Mas ha hecho, con apabullante sencillez, una personalísima crónica de las últimas décadas del franquismo desde una perspectiva literaria, aunque llena de vida.
Pedro de Miguel