Publicadas en Londres, en 1846, en una edición de nada menos que seis mil ejemplares, tienen enseguida una segunda reimpresión. Esta traducción, tan buena, está hecha sobre esa primera edición con algunas correcciones que Dickens introdujo en la edición posterior de 1859.
Al escribir este libro, Dickens tenía treinta y tres años, edad que le invita a participar activamente en ruidosas fiestas populares, como los carnavales de Roma; y en aventuras de montañero, como la escalada nocturna al Vesubio; así como en larguísimos trayectos en carruaje por lugares cuya miseria y suciedad parece complacerse en resaltar -pueblos sin duda excluidos de toda ruta turística- por su «actitud perversa respecto a los lugares de interés preparados e impuestos como tales».
Su actitud ante esta miseria que visita no es en absoluto la de un quijote que fraterniza con cualquier persona, sino la de un turista que juzga mejores sus propias comodidades y su riqueza en Londres. Parece olvidar que Gran Bretaña está viviendo la época victoriana, y la dividida Italia, con graves problemas agrarios y hambre en los pueblos, va a iniciar el Risorgimento.
Viaja Dickens con su media naranja y con otras personas, que no presenta ni dice cuántas son. La excursión atraviesa Francia en pleno verano de 1844: Lyon, Avignon…, contra cuya suciedad echa pestes, como si él viniera del país de los elfos…, Génova, Parma, Módena, Bolonia, Ferrara, Mantua, Milán… Pisa, Siena y, a mediados de enero, Roma. Y termina en primavera con un «Diorama rápido»: Nápoles, Pompeya, Vesubio, Monte Cassino, Florencia…
Dickens, que había sido corresponsal parlamentario hacía diez años, tiene páginas expresivas y muy plásticas: a veces es sólo la vegetación o el paisaje urbano el sujeto, pero otras tantas centra la descripción en una persona a la que retrata con vigor y eficacia. Pero va más allá: diría que en Estampas de Italia hay largos textos de factura verdaderamente moderna, actual, que son un especial goce literario, de belleza. Sólo esto bastaría para recomendar la lectura del libro.
Ese toque desdeñoso al que aludí se quiebra de cuando en cuando ante la alegría y la radiante vitalidad de los italianos, ante su capacidad de disputar y de ser felices…, y entonces Dickens abandona su actitud displicente y valora y echa de menos ese color y esa luz humanos en su gris y monótona patria. Y aun así, en el colofón, y desde una ingenua superioridad, anima a Italia a superarse, con una palmadita en la espalda. Tampoco se muestra muy comprensivo con las manifestaciones populares de piedad; y sus juicios rotundos sobre determinadas obras de arte -«¡execrable!»- son muy propios de un neogótico del buen gusto.
Pero esos roces entre una idiosincrasia lectora mediterránea y lo escrito por un observador sentimental del buen tono no hacen sino echar sal y pimienta a este interesante libro.