RBA. Barcelona (2002). 379 págs. 19,23 €. Traducción: Jordi Fibla.
Entre Mark Twain con Huck Finn y Matt Groening con Los Simpson hay una larga tradición norteamericana de relatos picarescos y sarcásticos. En ella se sitúa esta novela, la primera de un autor con gran talento narrativo y una voz propia que logra transmitir a su tragicómico relato un infrecuente tono alentador.
El mestizo Edgar Mint, hijo de una mujer apache y alcohólica, cuenta su vida posterior a una grave lesión de cerebro que sufre a los siete años y de la que se recupera milagrosamente. Primero, el tiempo en el hospital, donde conoce a tipos estrambóticos y adquiere la costumbre de teclearlo todo en una máquina de escribir que le regalan. Luego, el internado para chicos de origen indio -«la última parada de la línea para los alborotadores, abandonados, delincuentes, vagabundos, casos mentales y huérfanos como yo»-, donde padece y gasta toda clase de bromas pesadas y crueles. Después, ya con doce años, su bautizo como mormón y su vida con la familia Madsen, donde descubre un mundo de comodidades desconocidas, asiste a un nuevo colegio -en el que «las inscripciones de las mesas no eran tan interesantes ni mucho menos»-, y sufre un furioso despertar sexual. Por último, su escapada para evitar a los Madsen una desgracia y para encontrar a la persona que involuntariamente le atropelló y decirle que se salvó.
En esta clase de relatos que superponen sucesos que se acumulan, resulta óptimo un narrador capaz de recordarlo todo, «cada nombre, cada mirada, cada palabra, cada instante fugitivo». Esto funciona de manera espléndida durante las etapas del hospital y del internado, en las que abundan personajes asombrosos, descripciones excelentes, consideraciones jugosas, e incidentes hilarantes, por más que algunos coincidan con tantos de novelas de internados.
El relato pierde fuelle, sin embargo, en el periodo mormón del protagonista y cuando se dirige hacia el desenlace: pormenorizar todo minuciosamente no es el recurso perfecto para cualquier cosa, y la evolución final de argumento y protagonistas no resulta coherente. A favor del autor se puede decir que sus dotes para la ironía no vician del todo el genuino sentimiento religioso del protagonista, y que los acentos guiñolescos y grotescos redimensionan las actuaciones de adolescente descontrolado.
Luis Daniel González