Anagrama. Barcelona (1999). 300 págs. 2.400 ptas. Termanence et révolution du féminin. París (1997). Traducción: Rosa Alapont.
El siglo que ahora acaba se salda con una serie de cambios que dibujan una nueva situación de la mujer. Su interpretación y el balance final pueden realizarse desde muy diversas perspectivas. Gilles Lipovetsky, popular ensayista francés con títulos como La era del vacío, El imperio de lo efímero y El crepúsculo del deber, realiza en su último libro, La tercera mujer, un análisis desigual y contradictorio. No se sabe bien si trata de demostrar o bien de defender la «diferencia» entre sexos o simplemente la desigualdad. Divide su estudio en cuatro capítulos: sexo, amor y seducción; belleza; hogar; y, por último, el poder.
Constata en el primero que el amor (entre hombre y mujer) no es contemplado por uno y otro sexo del mismo modo: que tanto las expectativas como el valor concedido a las relaciones afectivas son distintas. Que la carga sentimental es mayor en las mujeres que en los hombres. Es posible. Lo que sorprende entonces es el balance que realiza a continuación respecto a la evolución reciente. Porque el autor parece otorgar más importancia a ser seducido o seducir que a amar o ser amado: algo que tiene que ver no con su condición de hombre, sino con su visión antropológica. Pero es que tampoco queda claro qué sea la seducción: ¿el ligue, el cortejo, la coquetería?; ¿se salda en la simple atracción mutua, en una relación o en un intercambio de fluidos? En cualquier caso, resulta chocante que el vaciamiento sentimental de la seducción, hoy entendida como estrategia de captación momentánea, sea observada con tanto entusiasmo. Y mucho más sus consideraciones sobre la pornografía y las mujeres.
El segundo capítulo sigue en la misma línea. Que hombres y mujeres otorgan a la belleza un valor distinto es evidente. Otra cosa es pasar de puntillas sobre las patologías evidentes del culto al cuerpo y a la apariencia en nuestra sociedad. O atribuir al afán estético femenino una única finalidad: la seducción. De nuevo, más de lo mismo.
Familia, trabajo y «poder» político o empresarial son los otros reductos de la pervivencia de la «diferencia» femenina. Diferencia que se mantiene en el ámbito de lo privado, porque la mujer sigue teniendo un protagonismo fundamental: ya sea porque no le quede otro remedio o porque no quiere perderlo. Y en el campo de lo público, porque el famoso techo o muro de cristal sigue ahí: tanto por el peso que el rol privado tiene en las mujeres como por el hecho de que el área pública está edificada sobre la competición, propia (¡!) de los varones y ajena a la naturaleza y cultura de las mujeres.
Si simple es el recorrido histórico que ofrece Lipovetsky, más simple es su consideración actual. La primera mujer era esa mitad maldita de la humanidad hasta que llega el Renacimiento. La segunda es la mujer icono que recibe el prestigio de su padre o marido. Y ahora tenemos, por fin, a la tercera mujer. Es autónoma, es libre (sobre todo sexualmente), es capaz de trabajar fuera de casa, de casarse o no, de divorciarse y de abortar. Pero, a la vez, capaz de ser femenina: esto es, seguir atendiendo a la esfera familiar y doméstica de forma preferente, no molestar demasiado en el área pública y seguir preocupada por su belleza como arma de seducción. La tercera mujer que propone Lipovetsky produce, en definitiva, una profunda decepción.
Aurora Pimentel