Ian McEwan (1948), uno de los novelistas británicos de mayor prestigio en la actualidad, se dio a conocer con su libro de relatos Primer amor, últimos ritos, galardonado con el premio Somerset Maugham. Entre su obra posterior destacan sus novelas Niños en el tiempo, Los perros negros o El inocente. McEwan destaca como agudo analista de los sentimientos de los personajes, cuyo mundo interior de emociones, miedos y sensaciones no constituye un simple aderezo, sino materia principal de la trama. En su última novela, Amor perdurable, McEwan lleva al extremo el tratamiento de los sentimientos.
Intentando socorrer a un niño en apuros que ha quedado atrapado en un globo aerostático sin control, Joe Rose, el protagonista de la novela, conoce a un joven desequilibrado llamado Jed Parry, que también ha acudido a echar una mano. Ese encuentro trivial –apenas un cruce de miradas– es interpretado por Parry como la revelación de que Joe se ha enamorado de él. Parry comienza entonces un obsesivo acoso telefónico, epistolar y personal que comienza a desquiciar a Joe. Este acoso resulta más insoportable todavía cuando Clarissa, la mujer con la que vive Joe desde hace años, parece no percibir la gravedad de la situación.
La novela está concebida como un thriller. Sin embargo, los peculiares ingredientes con que McEwan adereza el argumento dan a la novela un tono más serio, aunque ciertamente peculiar. Joe trabaja como divulgador científico y es la clara encarnación del hombre ateo que busca explicar toda la realidad sólo con la razón. Frente a él se alza Parry, quien en sus mensajes le dice una y otra vez que está equivocado, que Dios existe, que le ama, y que precisamente es él quien le ha de llevar hacia Dios. Pero estas reflexiones, aunque muchas sean acertadas y magníficamente expuestas, se revelan tramposas debido a que la cordura de los dos personajes no se sitúa en el mismo plano. Quizá una de las lecturas de Amor perdurable sea que la concepción religiosa de la vida no es sino una demencia que nos acecha y que hay que eliminar.
Por otra parte, McEwan –como ya hizo en su novela Niños en el tiempo– ofrece interesantes reflexiones acerca de la paternidad. Junto a esto, el autor alardea a veces de un naturalismo erótico, que, aunque parco en descripciones, no deja de empañar algún pasaje. La narración en primera persona y la estructura narrativa –continuas interrupciones en el desarrollo de los hechos para dar lugar a elaboradas reflexiones– confieren a la novela una notable dosis de suspense.