Ciudadanos del mundo. Hacia una teoría de la ciudadanía

Adela Cortina

GÉNERO

Alianza. Madrid (1997). 265 págs. 2.200 ptas.

El concepto de ciudadanía es complejo y debatido, incluso cuando la discusión se reduce al contexto de las sociedades democráticas occidentales. Distintas interpretaciones de la ciudadanía podrían ilustrarse con referencia a cuatro rasgos: la identidad que confiere a un individuo; las virtudes que son requeridas para ser ciudadano; el compromiso político que implica, y los requisitos sociales necesarios para una efectiva ciudadanía.

Adela Cortina trata de elaborar un concepto de ciudadanía que sea capaz de armonizar las diversas facetas -política, social, económica, civil e intercultural- de este rico concepto. Su idea de ciudadanía «pretende sintonizar con dos de nuestros más profundos sentimientos: el de pertenencia a una comunidad y el de justicia de esa misma comunidad».

Pero, ¿cómo se combinan ambas realidades? En su intento de clarificar la cuestión, acude la autora a la doble raíz griega y latina de ciudadanía, más política en el primer caso, y jurídica en el segundo, que son la base de las tradiciones republicana y liberal, o sea de democracia participativa y representativa, respectivamente.

Pasa después a tratar de la noción de ciudadanía social, tal como T.H. Marshall la definió y que se ha realizado, aunque con deficiencias, en el Estado del Bienestar. Desde este punto de vista, el Estado social de derecho constituye una exigencia ética. Advierte también también la autora sobre los peligros que aquí se pueden esconder, ya que no sólo el despotismo ilustrado genera ciudadanos dependientes, sino también el Estado benefactor, con las consiguientes secuelas psicológicas. Así, la cuestión estaría en «delimitar qué necesidades y bienes básicos han de considerarse como mínimos de justicia, que un Estado social de derecho no puede dejar insatisfechos sin perder su legitimidad» y no empeñarse en garantizar el bienestar.

Aparece entonces en el discurso del libro otro aspecto de la ciudadanía, de no menor importancia: el económico, la dimensión pública de la economía, su legitimación social. Destaca la importancia de un imperio de la ética sobre la economía y la vida de las empresas.

La sociedad civil es la siguiente perspectiva que Adela Cortina adopta en su discurso, como auténtica escuela de ciudadanía, usando la curiosa expresión de «ciudadanía civil». Difiere de los teóricos de la sociedad civil ya que éstos «siguen pensando en ella -la sociedad civil- más que como una esfera autónoma, como un ámbito que debemos potenciar para que sea posible la democracia» (p. 138). Queda clara en este capítulo, como a lo largo de toda la obra, su filiación y querencia kantiana-habermasiana.

La ciudadanía intercultural es el último de los enfoques. La autora busca superar las miserias del etnocentrismo y deja constancia a la vez de los problemas básicos que encierra un proyecto intercultural, desde el punto de vista ético y político. Kymlicka, Walzer, Taylor, Young, son algunos de los autores a los que acude en este punto. Coincide con sus aportaciones en torno a la construcción de la identidad personal, al reconocimiento y al tratamiento de las diferencias culturales, a la política de las diferencias, etc. De todos modos, la autora se inclina claramente por un universalismo, que a la vez conserve «la sensibilidad ante lo diferente» (p. 186).

La apuesta de Adela Cortina es por una ciudadanía cosmopolita que viene a dar luz al propio título del libro -Ciudadanos del mundo- y que no deja de encerrar su dificultad. Concluye con la afirmación de que a ser ciudadano se aprende, como se aprende a vivir conforme a los valores morales, entre los que elige los siguientes: la libertad, la igualdad, la solidaridad, el respeto activo y el diálogo.

Da la impresión de que Adela Cortina depende quizá demasiado de las obras de Rawls y Habermas, de la ética dialógica. También llama la atención la conexión que la autora hace de su línea de pensamiento universalista con el liberalismo y el socialismo, como herederos políticos del universalismo ético -cristiano en su origen- y que «convienen con Kant en que la humanidad tiene un destino, el de fijar una ciudadanía cosmopolita, posible en una suerte de república ética universal» (p. 252). Sus propuestas pueden sonar a posiciones socialdemócratas, a mesuradas aportaciones de justicia social.

Es significativo que, al tratar de aunar sentimiento y razón, recurra, en el terreno de la educación moral y cívica, a Kant, cuando para este autor, la educación moral tiene una marca racionalista al separar la educación del carácter (de las emociones, afectividad, etc) de la educación moral propiamente dicha.

Estas últimas consideraciones no empañan el valor que este libro tiene al proponer un concepto más pleno de ciudadanía. Quizá su principal acierto sea subrayar el papel de la educación en la construcción de esta nueva ciudadanía y de una cultura de paz y de comprensión internacional, que no establece disyuntivas entre identidad ciudadana y lealtad cultural.

Concepción Naval

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