Alba Editorial. Barcelona (2000). 165 págs. 2.100 ptas. Traducción: Isabel Ferrer Marrades.
Anne Fadiman lleva en la sangre el amor a los libros. Es hija de escritores, está casada con un escritor y es escritora ella misma. Pero es, por encima de todo, una voraz lectora. Este libro es el relato apasionado, vibrante y, sobre todo, muy divertido de una mujer que ha leído mucho, para quien los libros son parte de su vida.
Frente a la imagen del famoso ratón de biblioteca, Fadiman muestra a lo largo de dieciocho capítulos que el mundo de los lectores, al menos el de algunos, es un ámbito vital rico, dinámico y abierto: lo menos parecido al silencio y severidad que se supone debe reinar en las bibliotecas. No es solo el primer capítulo, en el que cuenta con gran sentido del humor el día en que ella y su marido decidieron «fundir» sus bibliotecas individuales tras varios años de matrimonio: un momento crucial en el que la autora sintió verdaderamente que «aquello» era para siempre. Es también su descripción sobre los «tratos» que ella y su familia dispensan a los libros, algo que pondrá los pelos de punta a esos otros muchos lectores para quienes su «amor» por los libros es sinónimo de cuidado exquisito. Mención aparte merece la descripción de los cazadores de erratas, una perversa secta entre los cuales la autora y su familia se cuentan.
Una gran lectora como Fadiman confiesa también que, cuando no hay nada a mano que leer, es capaz de hincar el diente a la aleccionadora literatura de catálogos de venta por correo (uno de los capítulos más hilarantes), o que, en último caso, hasta sirve un viejo manual sobre la verdadera feminidad. La corrección política imperante (él/ella, ya se sabe) hace reflexionar a la autora -feminista, quede claro- sobre el difícil equilibrio entre el lenguaje no sexista, la buena escritura y el sentido común. Las librerías de viejo, las dedicatorias, el descubrimiento de plagios entre escritores famosos y reconocidos son algunos otros aspectos en los que la autora se adentra con muchísimo humor. A veces, el humor propicia algunas salidas de tono en comentarios sobre el sexo, y no faltan ciertos alardes de frialdad religiosa. Pero ya se sabe que una de las funciones sociales de la religión es dar pie a que también los cultos puedan gozar las delicias del prejuicio.
Este libro, en definitiva, hará reconocerse en él a muchos -ávidos, voraces- lectores con sus propias manías, obsesiones y peculiaridades. Y cuando el lector sea, por así decirlo, «accidental», al menos le hará reírse un buen rato y entender algo de esa pasión de quienes son lectores «crónicos».
Aurora Pimentel