Trotta. Madrid (2001). 182 págs. 12,02 €.
Es posible compartir bastantes tesis y conclusiones de un libro sin compartir por ello sus argumentos. Entre muchos otros temas, Adela Cortina se pronuncia claramente sobre la necesidad de trascender esa falacia según la cual en el espacio público uno debería silenciar sus convicciones éticas a favor de un discurso presuntamente neutral. En esta línea, Cortina continúa de una manera original la crítica contemporánea al liberalismo, proponiendo completar el relato del contrato -sobre el que pivota buena parte de la teoría política moderna- con el relato de la Alianza, de amplias resonancias bíblicas. Entiende la autora que con este último relato se puede suplir el déficit de fundamentación que se registra en el primero, ya que, como reitera numerosas veces a lo largo del libro, el contrato no puede fundamentarse a sí mismo.
Ahora bien, si desde el punto de vista de las conclusiones no tendría inconveniente en suscribir el noventa por ciento de las tesis de este libro, no ocurre lo mismo con sus argumentos y su fundamentación. Por de pronto, asume desde el principio una primera tesis discutible, a saber, que las construcciones de teoría política de las que eventualmente nos servimos para interpretar la realidad política han sustituido completamente a la reflexión filosófico-política destinada a esclarecer la naturaleza de esa misma realidad.
Ciertamente, el relato de un pacto o contrato original se ha constituido desde Hobbes en el gran relato legitimador del poder político moderno. Pero todo relato acusa una perspectiva limitada, y por eso se presta fácilmente a la crítica desde otras instancias. Ya en su momento, Hume criticó la versión lockeana del contrato original. En este caso, Adela Cortina vuelve a tomar nota de la insuficiencia de este relato y -recordando aquello de que los fundamentos del pacto no pueden ser pactados- nos remite a otro relato, el de la Alianza, en el que lo fundamental no es el contrato sino el reconocimiento recíproco de las partes, reconocimiento -dicho sea de paso- que se constituye a su vez en fuente de una serie de obligaciones que ya no son de estricta justicia, pero que siguen siendo obligaciones. Cortina entiende que en nuestro tiempo es preciso y aun urgente recordar la historia de la Alianza, porque corremos el peligro de olvidar cuál es la fuente última del contrato. Una vez que hemos asumido la perspectiva de los relatos, nadie, pienso yo, discutirá este punto.
Con todo, este planteamiento, con el que Cortina se prepara para defender la relevancia de la religión en la vida pública, adolece de ciertas limitaciones. Pues al situar el fundamento del contrato en el reconocimiento recíproco, no queda claro que la capacidad de reconocimiento abarque de hecho a todos los seres humanos, y que lo haga a lo largo de todas las etapas de su existencia. Se trata de una limitación aneja a las éticas del discurso, con las que desde hace años está comprometida la autora.
Por otro lado, no deja de resultar paradójico que Cortina invoque el relato de la Alianza para defender su propuesta de una ética civil. Con esta última expresión, como es sabido, la autora intenta rescatar unos mínimos éticos capaces de informar la vida en una sociedad pluralista. No acierto a comprender cuál habría de ser el lugar y la función de esta ética civil, que ni es ética sin más ni es tampoco Derecho. Toda adjetivación de la ética -para llamarla civil, religiosa, profesional- me resulta desconcertante, porque contribuye a desplazar el acento del estudio del dinamismo de la acción humana -que es el propiamente ético- a otro tipo de consideraciones de carácter más sociológico.
Por lo demás, el libro demuestra la habitual familiaridad de la autora con los debates contemporáneos en la filosofía práctica. En el contexto de estos debates, Cortina sabe siempre definir con sensatez su propia posición, y enunciarla con palabras que con toda seguridad llegarán a un público muy amplio.
Ana Marta González