Dentro del serial sobre la drogadicción publicado por The Lancet (ver artículo relacionado), los expertos Pamela Das y Richard Horton firman un comentario introductorio en el que aportan cifras. Unos 271 millones de personas, el 5,5% de la población mundial, dijeron en 2017 haber consumido drogas el año anterior, y más de 70 millones padecían un trastorno provocado por su hábito.
Hubo, además, medio millón de personas que no vivieron para participar de la encuesta, debido, por una parte, a las sobredosis, y por otra, a la infección por la hepatitis C, asociada al uso de dispositivos utilizados para inocularse el estupefaciente.
La revista médica británica subraya que, desde su última serie sobre la difusión de las drogas en el mundo, en 2012, el escenario se ha oscurecido aún más: la producción y el consumo han ido al alza, mientras que han aparecido otros cientos de sustancias de más difícil erradicación: las conocidas como NPS (nuevas sustancias psicoactivas), drogas sintéticas que en algunos casos son letales.
“El paso –señalan Das y Horton– de las drogas obtenidas a partir de plantas, a drogas sintéticas, ha derivado en un mayor acceso a sustancias más baratas y potentes, más dañinas para la salud de los usuarios. Las NPS presentan mayores desafíos […], especialmente en los países de ingresos bajos y medios, con insuficientes recursos para responder a ellas”.
En 2017, el 5,5% de la población mundial dijo haber consumido drogas
Una de las regiones que mencionan, y que no ha concitado la atención necesaria, es África. Según los expertos, se calcula que para 2050 habrá 14 millones de personas más haciendo uso de drogas en las naciones al sur del Sahara: “El incremento del uso de las drogas inyectables será, en las próximas décadas, un reto sustancial para los países africanos, que cuentan con limitados recursos humanos y una insuficiente infraestructura en el sector de la salud”.
Adicción letal
Entre las drogas de mayor difusión mundial, un grupo específico de ellas ha sembrado de muertes la geografía de EE.UU.: los opioides. Entre 2014 y 2017, el impacto de estos estupefacientes fue tal, que se verificó un retroceso de la esperanza de vida por primera vez en décadas.
El repunte del consumo, con todas sus consecuencias, se ha constatado también en otros sitios, como el Reino Unido, Canadá, Australia, Rusia y otras naciones de Europa del Este. Pero es en EE.UU. donde se ha registrado el mayor número de fallecimientos, con el 43% del total del mundo en 2017, que ascendió a 109.500.
De las drogodependencias conocidas, la de los opioides es la tercera más importante –por detrás del tabaquismo y el alcoholismo– en cuanto a su huella social, con importantes índices de mortalidad.
Dicha adicción –explica la Dra. Louisa Degenhardt en “Global patterns of opioide use and dependence”, otro artículo del serial– se caracteriza por períodos de uso frecuente, seguidos por otros de abstinencia, y recaídas. En los momentos de transición entre ellos, la persona corre los mayores riesgos de mortalidad por sobredosis cuando interrumpe la terapia, o cuando la tolerancia a la sustancia se ve reducida tras una temporada de abstinencia, o cuando el afectado sale en libertad tras un período en la cárcel.
La investigadora describe minuciosamente el daño, que comienza con la modificación del ritmo respiratorio y la reducción de la respuesta de los quimiorreceptores. Como resultado, aumenta la concentración de dióxido de carbono en la sangre, sobreviene la hipoxia (insuficiencia de oxígeno), y la respiración disminuye paulatinamente hasta detenerse. La existencia de una enfermedad sistémica puede incrementar los riesgos, por ejemplo, si el individuo padece una insuficiencia renal o hepática que le impide metabolizar la sustancia.
Cabe decir que no toda sobredosis tiene un desenlace fatal, pero de ninguna manera deja indemne el cerebro, pues afecta la materia blanca –la ubicada en el interior, y de la que depende el modo en que aprende y funciona ese órgano, así como la protección de las fibras nerviosas–, altera la conectividad entre las diversas regiones, y hace disminuir la densidad de la materia gris o corteza cerebral, que posibilita el pensamiento.
Romper una lanza por los afectados
Un criterio común a los investigadores de la serie de The Lancet es tratar a los adictos como enfermos, no como delincuentes. Las personas afectadas por la dependencia de narcóticos son, antes que adictos, justamente eso: personas. Así quieren ser vistas (“Somos humanos; somos padres, buenos y malos, como todos; no somos demonios: amamos, somos creativos, tenemos faltas como otros”, le dice un francés sexagenario a una investigadora) y como tales desean ser tratadas, dato imprescindible para cualquier estrategia que persiga su rehabilitación social y, principalmente, que les preserve la vida.
Das y Horton subrayan que la comunidad médica debe romper una lanza por los derechos de esas personas, de modo que reciban los cuidados pertinentes y se evite causarles daño, para que puedan dar el necesario salto positivo en sus vidas. “Es el momento –dicen– de que se reconozca la humanidad de quienes consumen drogas, de ofrecerles solidaridad y protección frente a los peores excesos de las políticas populistas”, y de que los gobiernos renuncien a medidas como el encarcelamiento de los adictos y la militarización de las regulaciones antinarcóticos.
Un enfoque más constructivo es emplear agonistas como la metadona o la buprenorfina, opioides sintéticos de potencia algo mayor que la morfina y de menor efecto euforizante. La terapia, denominada OAT (de Opioid Agonist Treatment), posee una eficacia reconocida por la Organización Mundial de la Salud.
Según explica la Dra. Degenhardt en otro artículo de la serie (“Strategies to reduce drug-relates harm”), el uso de estas sustancias es altamente efectivo en la reducción de la mortalidad y de sus causas (las sobredosis, el VIH, la hepatitis C, el suicidio, etc.), al tiempo que, indirectamente, incide en la disminución de delitos como los robos.
“Modelos matemáticos sugieren que haber incrementado el uso de los OAT –incluyendo entre los beneficiarios a los reclusos adictos– pudo hacer disminuir un 7,7% las muertes en Kentucky, un 10,7% en Kiev y un 25,9% en Teherán, en un período de 20 años, en comparación con los sitios donde no se aplicaron. Los mayores efectos se registraron en Teherán y en Kiev, debido a la reducción de la mortalidad por VIH, dada la alta prevalencia del virus entre quienes se inyectan drogas en esos sitios”, aseguró la experta.