El lector español puede por fin disfrutar de la primera novela del estadounidense del sur de Luisiana Tim Gautreaux (1947), recientemente descubierto en nuestro país: El paso siguiente del baile, publicada en Estados Unidos en 1999. Este título demuestra que este cuentista y profesor de Escritura Creativa, perfecto en su colección El mismo sitio, las mismas cosas, arma las piezas de una novela valiosa, honda y divertida.
Dicen que la premisa para narradores principiantes “Escribe bien sobre tu aldea y serás universal” hay que atribuírsela a León Tolstoi. Pero más que el origen de la recomendación, importan los efectos: los también sureños William Faulkner y Flannery OʼConnor probaron el alcance antropológicamente fecundo de esa observación. Más fértil, para hacer narrativa, que apoyarse en esa otra versión, similar pero amarga, de “pueblo pequeño, infierno grande”. Gautreaux no narra el infierno, pero no se limita a fijarse en personajes celestiales ni sin manchas. La mayoría es más bien gente normal que habita en el sur de Luisiana, con sus raíces cajún, descendientes de franceses, hombres y mujeres de barro y algún que otro granuja tirando a pícaro.
La historia se despliega caudalosa –y, según cuándo, lenta– a lo largo casi medio millar de páginas. El jovencísimo matrimonio formado por Paul “T-Bub” Thibordeaux y por Collete, la chica más guapa de esa comarca, vive en Tiger Island, una población pequeña de Luisiana. Paul es un portentoso mecánico, capaz de arreglar cualquier máquina –sobre todo antiguas–, aficionado a las peleas a puñetazos en bares y un entusiasta bailarín que se marca con cualquier otra muchacha unos pasos de baile los sábados. Colette, hija tardía del director del instituto, trabaja de cajera en un banco. A ella, ni el estrecho estilo de vida de su pueblo ni las aficiones de su apuesto marido la entusiasman.
Por varias razones, Colette, harta, decide cambiar de vida y marcharse sola a California. Paul, hasta entonces conformista y poco ambicioso, la sigue, y comienzan a desatarse las peripecias, los contratiempos, percances y estrecheces económicas. Y el cortejo minucioso, y el deseo y la voluntad de la pareja de reconciliarse o no.
Las cualidades innegables del Tim Gautreaux narrador chisporrotean en esta amplia novela con la que se estrenó hace veinte años, cuando él tenía cincuenta. Ha confesado que aprendió del magisterio de Walker Percy en la Universidad Loyola de Nueva Orleans, en 1977, a preguntarse qué buscan los personajes y qué les podría hacer felices. Esa orientación marca la novela y explica la atención casi sobrehumana de este novelista a los detalles y a la viveza expresiva, bien trasladada por el traductor.
La simbología y el acierto de cerrar cada capítulo echan chispas de brillo en esta historia repleta de humanidad y vidas corrientes. Y además Gautreaux sabe que no puede faltar un conflicto, ni lo que él llama “territorio personal del escritor” –un entorno familiar, experiencias particulares, historias heredadas de sus mayores–, que permite un repertorio nutrido de figuras novelescas, idas y venidas. Gautreaux, cuentista por encima de todo, perfila escenas perfectas, secuencias de naturaleza y angulación cinematográficas. Si encima añade emotividad y humor, fino o no siempre tan fino, el entretenimiento queda asegurado, así como la plasmación de la vida y de una sociedad casi completa.
No obstante, Gautreaux, ampliando el camino que aprendió en las aulas de Escritura Creativa, no modela personajes que buscan a todo trance ser felices, sino seres que eligen dar felicidad y están convencidos de que “odiar es una pérdida de tiempo”. El final de la novela es de sobresaliente.