El número de menores que ha recibido tratamiento por disforia de género para inhibir la pubertad ha aumentado mucho en la última década. Pero ese rápido incremento contrasta, advierte The Economist, con la incertidumbre del diagnóstico a esas edades.
Según los datos del NHS (la sanidad pública británica), 2.590 menores recibieron tratamiento durante 2019 en GIDS, el hospital especializado en este tipo de trastornos en el Reino Unido. A muchos de ellos se les prescribieron bloqueadores hormonales, una práctica que, pese al riesgo que comporta, es frecuente para tratar la disforia y que precede al tratamiento con testosterona o estrógenos, así como a la cirugía.
Los inhibidores se suelen administrar a menores de 9 a 14 años con el fin de frenar la aparición de los rasgos sexuales y hacer menos complicado, desde un punto de vista médico, el posterior cambio de sexo.
Pero algunos estudios han mostrado que los problemas de identidad sexual en esa etapa son temporales. Así, el 85% de los menores en edad prepuberal diagnosticados con disforia de género que no han recibido tratamiento superan el trastorno gracias a terapia psicológica y desarrollan con normalidad su vida adulta como personas de su sexo biológico.
De hecho, prescribir fármacos inhibidores puede resultar contraproducente, como ha explicado Paul Hruz, endocrinólogo de la Universidad de Washington, porque se interrumpe la activación de los procesos hormonales que, precisamente en el periodo puberal, son determinantes para la configuración natural de la identidad sexual.
Pero también los numerosos casos de “detransición de género” –el proceso por el que personas que se habían sometido a tratamiento hormonal o quirúrgico para cambiar de sexo se arrepienten y deciden volver a su condición de nacimiento– muestra la dificultad de diagnosticar la disforia en edades tan tempranas.
El semanario británico recomienda, por estas razones, extremar la cautela cuando los niños presentan problemas de identidad sexual e informa de los diversos proyectos de ley que se debaten en seis estados norteamericanos para prohibir esa práctica cuando no se ha alcanzado aún la mayoría de edad.
Por otro lado, constata que “en la actualidad ni los niños ni los padres reciben toda la información sobre las consecuencias potencialmente graves del tratamiento con los inhibidores de la pubertad”. Se trata de fármacos que pueden, por ejemplo, afectar a la larga a la densidad ósea y, a pesar de que muchas de sus secuelas son reversibles, las que resultan de la combinación con las hormonas que se administran en los procesos de reasignación de sexo, pueden no serlo: según algunas investigaciones, pueden provocar infertilidad.
Ante la falta de pruebas científicas que permitan diferenciar a quienes realmente sufren disforia de los que padecen crisis de identidad pasajeras, The Economist invita a tener en cuenta los datos de los estudios y mejorar la información que reciben las familias.
Cree, en este sentido, que es necesario un debate público menos ideologizado y centrado sobre todo en el interés del menor. “El peligro de convertir los derechos trans en uno de los campos de batalla de las guerras culturales –señala– es que impide la discusión sobre los peligros de prescribir bloqueadores de la pubertad y hormonas en los niños que sufren disforia de género” y, por tanto, pueden terminar perjudicando a quienes supuestamente se pretende ayudar.