El Observatorio para la Violencia Doméstica y de Género, organismo dependiente del Consejo General del Poder Judicial, ha publicado recientemente un informe sobre los homicidios de ese tipo cometidos en España entre enero de 2003, cuando comenzaron a contabilizarse según los actuales criterios, y abril de 2019, momento en que se llegó a la víctima número 1.000 (a fecha de hoy la cifra asciende a 1.050). Basándose en los expedientes judiciales, el estudio analiza factores como el tipo de relación entre agresor y agredida, o la existencia de denuncia previa.
No obstante, faltan algunos datos que podrían ser relevantes, como el estrato socioeconómico y cultural de víctimas y victimarios. Por otro lado, los autores se limitan a proporcionar las cifras sin tratar de establecer relaciones que apunten a factores de riesgo. Hay que tener en cuenta, además, que solo se contabilizan los casos en que la agresión termina en muerte y se produce de hombre a mujer en el contexto de una relación de pareja. Otros estudios apuntan a que las características de estos casos no pueden extrapolarse sin más a la violencia doméstica en general.
Con todo, el informe permite trazar un cierto “retrato robot” de este tipo de agresiones. En los 16 años analizados, hubo una media de 61 asesinatos anuales, aunque en los últimos ocho años se percibe una tendencia descendente. Estos casos supusieron cerca de la mitad de todos los homicidios perpetrados contra mujeres en el periodo cubierto por el estudio.
Diferencia de edad en la pareja y pocas denuncias
La edad promedio de la víctima era de 42 años. No obstante, en términos relativos a la población, la franja de los 26 a los 35 años fue la más golpeada. En cambio, a partir de los 50, la probabilidad desciende bruscamente.
En cuanto a la nacionalidad, uno de cada tres agresores no era español, una proporción que triplica la de extranjeros en el conjunto de la población. La diferencia es muy acusada entre los latinoamericanos, no existe entre los africanos, y en el caso de los europeos, la proporción entre los agresores es menor que en la población total. El informe no ofrece datos que permitan comprobar si la sobrerrepresentación de algunos extranjeros se debe no a la nacionalidad, sino a condiciones socioeconómicas frecuentes entre inmigrantes, como muestran análisis realizados en otros países.
Algunos de esos estudios permiten completar el perfil del agresor. Tres rasgos se repiten en casi todos ellos: el consumo habitual de drogas y especialmente de alcohol, el bajo nivel de estudios y la presencia de experiencias traumáticas y generalmente violentas en la familia de origen.
Volviendo a las víctimas, tres de cada cuatro eran madres. En algo menos de la mitad de los casos, alguno o algunos de los hijos eran fruto de relaciones diferentes a la que mantenía o había mantenido con su agresor.
Poco más del 40% de las víctimas estaban casadas con sus asesinos, el 30% tenían otro tipo de relación con ellos y cerca del 25% murieron a manos de un exnovio
Por otro lado, solo un cuarto de las víctimas había denunciado previamente a quien acabaría con su vida. El porcentaje es especialmente bajo entre las mayores de 55 años y las menores de 25. Además, apenas un 12% de las mujeres asesinadas gozaban de medidas de protección o distanciamiento. Es decir, solo la mitad de las denuncias derivaron en este tipo de actuación. El informe no explica por qué: si no se dio credibilidad o se infravaloró el riesgo, o si la aplicación de esas medidas llegó tarde. Sea como sea, la triste realidad es que incluso entre las mujeres que habían denunciado, aproximadamente un 40% seguía viviendo con su agresor.
Mayoría de convivientes, pero no de casados
Si la mayoría de las víctimas compartía techo con sus asesinos, apenas un 40% estaban casadas con ellos. En otro 30% de los casos, existía “otro tipo de relación afectiva”, mientras que a un 25% las mató un “ex”, casi siempre un exnovio y no un exmarido. Así pues, en menos de la mitad de los casos existía o había existido matrimonio, lo que indica que este tipo de unión es menos propensa a casos de violencia, pues de todas las parejas que hay en España, las casadas son más del 80%, según el INE. No obstante, el informe no incluye datos suficientes para hacer una interpretación sobre el mayor riesgo de violencia entre las parejas no casadas, a diferencia de otros estudios.
Por ejemplo, uno publicado en 2014 señalaba una mayor frecuencia de episodios de violencia física en parejas de novios que en matrimonios. Según los autores, esto podía deberse a la dinámica de “lucha por el control de la relación” que caracteriza a muchos noviazgos. En cambio, en muchos matrimonios la pareja ha ido aprendiendo a tolerar mejor los aspectos negativos de la otra persona, o bien una de las dos partes ha terminado por resignarse al dominio de la otra. Estos últimos casos explicarían, de acuerdo con la interpretación del informe, que mientras las personas casadas reportan menos violencia física que los novios, de media también acusen más violencia emocional.
La teoría del compromiso
Otros estudios sobre violencia en pareja se centran en las personas que conviven, comparando las que están casadas con las que no. Uno publicado en 2016 señala una mayor prevalencia de episodios violentos en estas últimas. Los autores, además, explican que los factores sociodemográficos, a pesar de que influyen notablemente, no explican totalmente este fenómeno, por lo que parecen apuntar a algunos elementos estructurales diferentes en un tipo de relación y otra. A la vez, el estudio constata que la violencia es más frecuente en parejas donde al menos una de las dos personas ha convivido varias veces con anterioridad.
Otros autores que han analizado esta misma cuestión consideran que la diferencia se explica por lo que denominan la teoría del compromiso. En cualquier pareja, señalan, se da una interacción entre dos factores: el compromiso y las restricciones. En realidad, se trata de dos caras de la misma moneda: mientras el compromiso expresa la parte positiva (lo que cada miembro de la pareja invierte en la relación porque quiere que prospere), las restricciones se refieren al coste negativo que tendría la ruptura. Según esta teoría, en las parejas que conviven se da, estadísticamente, un menor nivel de compromiso, mientras que, en cambio, existen restricciones parecidas. Esto provoca una asimetría que favorece la violencia.
Otro tipo de asimetría, también más común en parejas que conviven sin estar casadas, es que una parte muestre un mayor interés por la permanencia a largo plazo de la relación que la otra, lo que también está relacionado con una mayor frecuencia de episodios violentos.
Por otro lado, siempre de acuerdo con esos autores, la cohabitación actuaría como un imán para personas que acumulan rasgos que favorecen verse implicados en agresiones violentas: por ejemplo, una mayor precariedad económica o una historia personal o familiar marcada por la violencia o la inestabilidad emocional.
Sería interesante que en próximos estudios realizados en España sobre el fenómeno de la violencia en pareja se proporcionaran más datos en este sentido, para poder comprobar la validez o no de estas teorías.