En 2021, cuando se estrena la primera parte de Dune, el director canadiense Dennis Villeneuve (La Llegada, Sicario, Blade Runner 2049) advirtió que convendría esperar a ver la segunda parte para juzgar la primera. Y sabiendo que es un director competente, le hice caso. La Parte Dos es una película más sólida y amena, mejora sensiblemente. La narrativa y la potencia dramática son superiores a las del inicio de la trilogía. Y es lógico, porque en las novelas de Frank Herbert, publicadas entre 1965 y 1985, eso ocurría.
Presentados los personajes principales, conocidos los secundarios, desplegados los conflictos internos y los de acción y relación, se evita el plúmbeo tono didáctico de la primera entrega. Permanece –incluso crece– la espectacularidad de la puesta en escena, con un diseño de producción de altísimo nivel, que en una sala de cine recuerda la grandiosidad del cine de David Lean (Lawrence de Arabia, Doctor Zhivago).
El joven Paul Atreides ya está instalado en Arrakis con Chani cerca, y la chispa romántica ha saltado. Las tramas mesiánicas, el asunto del Elegido, las profecías, el ansia de una vida fresca de los Fremen, tras tantos años de desierto y gusanos, se apoderan de la película, que fluye bien. Villeneuve alterna la intimidad lírica con la épica tumultuosa. Atreides sabe el precio que tiene que pagar para liderar a los Fremen, que aborrecen a reyes y emperadores. Su madre conspira usando sus dotes de vidente, sacerdotisa.
Villeneuve maneja todo con soltura y los defectos de ritmo obedecen a la fidelidad a una novela que, a ratos, me pareció plúmbea. Le van al canadiense las road movies y los conflictos desgarradores: los personajes tienen que mirarse dentro para encontrar la mejor manera de actuar fuera en situaciones muy complejas.
La planificación, los movimientos de cámara, el montaje de sonido, la música de Zimmer y la forma de meter al espectador en una especie de atención admirativa salpicada de episodios de sopor son señas de identidad de un gran director que coloca las historias ajenas en su molde.
Dune no deja de ser un culebrón dinástico que introduce en la batidora el ciclo artúrico, Shakespeare, el Kurosawa de Ran y Trono de sangre. Hay una propuesta interesante –aunque ciertamente esquemática– sobre el precio del poder, las ventajas y los inconvenientes del modelo dinástico, la relación del líder con la religión, el lado oscuro del mesianismo laico que usa la religiosidad natural que se tiñe de gnosticismo fanático, el matriarcado, etc. Herbert en ocasiones es brillante, aunque pague el peaje de la retórica grandilocuente.
Es previsible, a novela leída, que en la última entrega cambiará bastante el tono. La primera entrega de Dune recaudó 433 millones. Veremos si Zendaya y Chalamet, ambos cada vez más populares entre los jóvenes, llevan la taquilla a los 500 millones.