Cuando el Tribunal Supremo de Estados Unidos sentenció en 2022 que la Constitución no obliga a permitir el aborto, muy lejos de allí hubo quienes percibieron no solo un mal ejemplo venido de la primera potencia mundial, sino un peligro en casa, como si hubiera aparecido un virus jurídico contagioso.
En especial, el presidente francés Emmanuel Macron propuso elevar el aborto a derecho constitucional, lo que las dos cámaras del Parlamento han aprobado por gran mayoría, aunque escogiendo el término “libertad garantizada” en vez de “derecho”.
Nadie diría que la práctica del aborto está amenazada en Francia. En 2022 se la facilitó aún más ampliando el plazo legal para abortar a petición de 12 a 14 semanas de embarazo. Aquel año –último del que se dispone de datos– se alcanzó el máximo histórico: 234.000 abortos. También subió en términos relativos, hasta 31,5 abortos por cien nacimientos, la tasa más alta desde 1981.
Se puede pensar, en cambio, que el descenso de la natalidad es la verdadera emergencia nacional, y en esto tenemos el apoyo del mismo Macron, que la ha declarado. En 2022, Francia registró el menor número de nacimientos desde la Segunda Guerra Mundial, y el año pasado bajó a un nuevo mínimo: 678.000. Tuvo especial impacto psicológico la correspondiente tasa de nacimientos, porque bajó del umbral de los 10 por mil habitantes.
Las deprimentes estadísticas movieron a Macron en enero pasado a llamar a un “rearme demográfico”, metáfora bélica que expresa bien la alarma y la urgencia con que quiere movilizar a la nación. La grandeur no tiene futuro con tan pocos petits. Ante semejante carestía, resulta natural reparar en que el aborto priva a Francia de un tercio adicional de niños, y se podría recuperar una parte de ellos si se ayudara a sus madres a superar las dificultades que se les presentan para tenerlos. Pero no parece haber caído en la cuenta el presidente francés. Uno se pregunta si Macron, con su política espasmódica, asiduo a convocar “estados generales” y a lanzar campañas en favor de grandes objetivos, es capaz de pensar en dos de ellos a la vez.
La reforma constitucional aprobada no hará nada por el “rearme demográfico” ni es necesaria para que se siga practicando legalmente el aborto libre. Es, sobre todo, una medida de valor simbólico, pensada para emitir un mensaje: el aborto no se toca. La justificación invocada es prevenirse contra la eventualidad de que algún día llegare al poder un partido con mayoría parlamentaria suficiente para revocar la ley del aborto. Lo que solo sucedería por efecto del voto popular en unas elecciones: son cosas que tiene la democracia.
Para excluir el aborto del debate
Pero la mayoría actual ha decidido excluir el asunto del debate. Se trata de que no se pueda discrepar. De hecho, los abortistas no creen haber conseguido la victoria final: como ha declarado una dirigente de Planning Familiar (Planned Parenthood en francés), aún falta un paso: suprimir la objeción de conciencia de los médicos. Es un objetivo compartido con organizaciones internacionales que mantienen una campaña contra este derecho.
El empeño de este movimiento intolerante augura malos tiempos para las libertades de quienes no se pliegan a la “doctrina oficial”. Pero los disidentes no serán las únicas víctimas. No se puede creer que las más de 200.000 mujeres que abortan en Francia lo hagan todas con la convicción de ejercer un derecho o una libertad garantizada, o –por mejor decir– una libertad real. La inmigrante en paro o con trabajo precario, la joven estudiante, cualquier mujer desfavorecida a la que abandona el padre de la criatura que gesta (porque la posibilidad de abortar, de rebote facilita al hombre lavarse las manos), ejerce su libertad en la medida de las opciones que tiene. Si se le facilita el aborto pero no se le da ayuda para dar a luz y criar, el enfático discurso que dice defenderla es hueco.
La mayoría parlamentaria francesa se atribuye un avance histórico en el reconocimiento de los derechos de la mujer. Pero esta reforma constitucional, que cambia un papel pero no la situación de las mujeres en dificultad, parece más bien un ejemplo de “la majestuosa igualdad de las leyes, que prohíben al rico como al pobre dormir bajo los puentes, mendigar en la calle y robar pan”, como escribió Anatole France en su novela El lirio rojo (1894). La mujer pobre ya no es inferior a la rica en Francia: tiene desde ahora el mismo derecho constitucional.