Gregorio Luri (Azagra, Navarra, 1955) es un pensador, en el mejor sentido de la palabra: inquieto, honesto, claro. Filósofo y pedagogo de formación, ha impartido clases en todas las etapas educativas, desde primaria a la universidad. Como ensayista, varias de sus obras tratan sobre educación, aunque también ha escrito sobre familia, filosofía o sociología.
Por sus conocimientos antropológicos, por su sentido común, y por su resistencia a los clichés, Luri se ha convertido en una de las voces más respetadas en el debate educativo. Tenemos la oportunidad de entrevistarle sobre el llamado “enfoque competencial” del currículum, una expresión que se ha puesto de moda cuando se habla de para qué sirve la escuela, y de la que hace bandera la última ley española de educación (“ley Celaá”).
— Una de las propuestas más repetidas por la llamada “pedagogía progresista” es esta apuesta por una educación más competencial (saber hacer), que se supone contraria a otra memorística o centrada en los conocimientos. ¿Cuál es tu opinión al respecto?
— Sinceramente, creo que depende mucho de lo que se entienda por competencias. En la nueva ley de educación, que en general es bastante vaga, se dice que las competencias son la unión de conocimientos, destrezas y aptitudes; es decir, conocimientos más hábitos. Yo, ante eso digo: perfecto, no tengo nada que objetar. Adelante con las competencias. Pero habrá que ver, por un lado, si esta es la última palabra del Ministerio al respecto.
La enseñanza no debe reducirse al saber cómo hacer algo: antes de eso tendremos que decidir qué queremos saber
Por otro lado, puede ocurrir, como indicas, que la enseñanza se reduzca al saber puramente instrumental, al saber cómo hacer algo, cuando antes de eso tendremos que decidir qué queremos saber. De hecho, la ambición teórica es precisamente lo que caracteriza al hombre libre. Etimológicamente, la palabra skholè significa ese deseo de saber por saber que caracteriza al hombre libre, y que cualquier sistema educativo debe cultivar.
En cualquier caso, creo que el propio Ministerio está bastante confuso respecto a lo que quiere. Además, las comunidades autónomas decidirán la mitad de los contenidos, así que habrá que esperar a sus decretos para ver en qué queda esto de las competencias.
Problemas de lectoescritura
— Entre las competencias más citadas suelen estar algunas llamadas “transversales”, como el espíritu crítico, la creatividad, aprender a aprender o la capacidad para el trabajo colaborativo, auténticas piedras de toque de la “nueva escuela”. ¿Cómo descender estos términos a la práctica docente? ¿A cuál habría que dar prioridad?
— Cuando uno oye estos términos, tiende a pensar que faltan ideas claras. En ese sentido, la Ley General de Educación de Villar, de 1970, no sé si era mejor o peor que la LOMLOE, pero tenía ideas claras. Todas esas expresiones que mencionas están vacías, son puros brindis al sol, si no somos capaces, por ejemplo, de enseñar a leer. Y resulta que en nuestro sistema educativo actual uno de cada cuatro estudiantes termina la secundaria siendo incapaz de entender un texto mínimamente complejo. Entonces, ¿de qué sirve hablar de “aprender a aprender”? Las escuelas tienen el deber, diría que ontológico, de llenar de contenido real esas expresiones.
Por ejemplo, se habla mucho de pensamiento crítico, pero para eso primero es necesario el pensamiento riguroso, tal y como lo entendía Kant. Tenemos que saber –y enseñar– cómo se crea el pensamiento riguroso. No basta con decir a los alumnos, como hacemos con frecuencia los profesores, que justifiquen o razonen sus respuestas. Hay que darles herramientas para hacerlo. Se trata de un problema pedagógico, que no soluciona ninguna ley por sí misma. El alumno que razona bien, ¿qué estructuras utiliza?; ¿cuáles no conoce el que no razona bien? Hay que llegar a ese punto de concreción, apoyándonos en el proyecto educativo del centro y la autonomía curricular que la ley nos brinda. Si no, nos quedamos en frases grandilocuentes pero vacías.
La “revolución” de la gramática
— Pero hacer esto que propones lleva mucho tiempo. Te lo digo por mi experiencia de profesor, y profesor de Lengua. Es mucho más cómodo apelar a la creatividad del estudiante o a las bondades del trabajo colaborativo…
— Tienes razón. Lleva trabajo, pero hay que hacerlo. Igual que cuando surgió el virus: producir una vacuna necesitaba mucho tiempo y esfuerzo, pero había que hacerlo. Los problemas de lectoescritura suponen una urgencia pedagógica. Muchas veces, cuando nos encontramos con ellos, nos apresuramos a señalar que se trata de un trastorno del aprendizaje. Y puede serlo en ocasiones. Pero en Corea, que tan buenos resultados obtiene en las pruebas internacionales, tienden a pensar que se trata de un problema pedagógico no resuelto.
Tenemos que ver cómo hacemos de la gramática un instrumento curricular de todas las materias. Porque expresarse bien no es solo un problema del profesor de Lengua. Ahora que tan en boga está la “interdisciplinariedad” –otro de los términos preferidos de la pedagogía moderna–, aquí tenemos un ámbito que realmente requiere de un enfoque interdisciplinar. Hay que trabajar la comprensión –oral y escrita– y la expresión –oral y escrita– en todas las asignaturas.
La instrucción directa, es decir, dirigida por el profesor, da muy buenos resultados cuando se hace bien
Pero, insisto, con herramientas concretas. No vale con decirle al estudiante que tiene un 3,5 en expresión; igual que si voy al médico no me sirve que me diagnostique un 3,5 en salud. ¿Qué análisis hacemos del error del alumno y cómo transformamos la lógica de su error en conocimiento? A veces les pedimos a los estudiantes respuestas desarrolladas, pero ¿les enseñamos primero a construir frases, y a utilizar las conjunciones adecuadas para expandirlas y formar un discurso? Es muy interesante, por ejemplo, lo que están haciendo en algunas escuelas de Nueva York, como la New Dorp High School: han desarrollado un programa riguroso, profesional, para enseñar la escritura analítica. Se llama The Writing Revolution, y ha dado muy buenos resultados, visibles en todas las asignaturas.
— Yo diría que algunos profesores son los primeros que deberían trabajar la expresión. Pero, por otro lado, parece que la clase magistral es algo pasado de moda, y que los alumnos deben llevar el peso de su propio aprendizaje, con el docente solo como “asistente”…
— La investigación demuestra que la instrucción directa, es decir, dirigida por el profesor, da muy buenos resultados cuando se hace bien. Pero hay que hacerla bien. Todos hemos sufrido al típico profesor plúmbeo, que dictaba la lección sin interés alguno, y que solo provocaba sueño y desdén en los estudiantes. Y también hemos disfrutado de ese otro profesor que era capaz de ir dando forma a una idea delante de ti, poco a poco, partiendo de unas premisas, desarrollándolas y llegando a unas conclusiones coherentes. Esa experiencia es maravillosa, y totalmente necesaria para cualquier alumno. Ahora bien, esto es un problema pedagógico, no legal o administrativo. Debemos exigir buenas leyes de educación, y buenos desarrollos normativos por parte de las comunidades, pero primero debemos conocer qué problemas pedagógicos tenemos enfrente. Debemos ser exigentes con los profesores.
Currículum menos extenso, pero más desarrollado
— Como contrapartida al enfoque competencial, cada vez se habla más de la necesidad de reducir los contenidos del currículum. Se dice, incluso, que en algunos países con buenos sistemas educativos, como Corea, ya se ha hecho, y sin rebajar la exigencia.
— Respecto a esto se han dicho muchas medias verdades. Es cierto que en Singapur o Corea se ha reducido el currículum, pero también lo es que partían de un nivel de exigencia muy superior al nuestro. Incluso después de la reducción siguen estando claramente por encima. En Corea había una auténtica patología nacional con el currículum. Muchos alumnos, cuando terminaban sus clases, acudían a academias privadas para seguir estudiando. Y eso es una locura.
Quien ataca el papel de la memoria en la educación frecuentemente parte de una imagen simplista de la memoria, como si fuera un archivo estático
Reducir el currículum tiene un sentido didáctico, que es poder desarrollar paso a paso, y sin perder a ningún estudiante, los conceptos necesarios para llegar a otro concepto más global. Por ejemplo, para explicar la raíz cuadrada, primero tendré que asegurarme de que los estudiantes entienden lo que es el número cuadrado. Y lo mismo para la expresión: antes de escribir un texto de dos folios, el profesor debe enseñar a construir frases simples, y a unirlas correctamente. Así pues, lo que se pierde en extensión, se gana en profundidad, y te aseguras de que los estudiantes no se pierdan por el camino, porque hay más “peldaños” en el aprendizaje, y de menor tamaño. Ahora bien, no tendría sentido rebajar el currículum para dedicar más tiempo a tareas de “cortar y pegar”, o hacer murales, ya me entiendes. No hay que reducir el tiempo dedicado a la instrucción directa o explícita, que ha demostrado ser muy beneficiosa.
La memoria, aliada del conocimiento
— El filósofo francés Francois-Xavier Bellamy señalaba en su libro Los desheredados que la escuela había renunciado a su labor de inculturación por el miedo a las connotaciones negativas de la palabra cultura (elitismo, tradición), creando generaciones de “huérfanos culturales”. Tú publicaste hace dos años una defensa de la “imaginación conservadora”. ¿Debe ser la escuela un lugar esencialmente conservador? ¿Qué papel hay que conceder a la memoria? Sé que es una pregunta más antropológica, pero…
— Las preguntas antropológicas son las verdaderas preguntas pedagógicas, o al menos las más interesantes. Por desgracia, en los debates educativos nos centramos demasiado en el cómo y nos olvidamos del para qué. Dejamos de lado la antropología, que debería ser la base de cualquier proyecto educativo, y nos quedamos con la psicología y el bienestar emocional de los alumnos. Hay como un intento por reducir la complejidad del ser humano.
Yendo a tu pregunta, uno de los fines de la educación es elevar la cultura común de la población, porque esta es el lenguaje que nos permite comunicarnos con precisión. El ser humano no es un ser aislado, forma parte de una comunidad, y la cultura nos permite saber de dónde venimos y reconocernos en un “texto” común. Por eso, saber quién es Cervantes no sobra; haber leído algo de Lope tampoco sobra. Y además es que la reducción de los conocimientos lleva implícita una reducción del lenguaje. Nuestro lenguaje es nuestra cultura en acto, y si mutilamos nuestra cultura hacemos daño también al lenguaje.
Por otro lado, quien ataca el papel de la memoria en la educación frecuentemente parte de una imagen simplista y anticientífica de lo que es la memoria, como si fuera un archivo, algo estático y con tendencia a llenarse de inutilidades. Pero no. La memoria es más bien como una ameba: según va fagocitando nuevos alimentos, va creciendo y cambiando su propia estructura. Eso de lamentarse por todo lo que he olvidado, como si no hubiera valido la pena aprenderlo, es falso: no sabes a qué conocimientos dio lugar aquello que aprendiste en su momento, aunque lo hayas olvidado después. No he conocido a nadie que quiera tener menos memoria de la que tiene.