Desde hace siglos, la teoría política vive acomplejada, como si tuviera que demostrar su viabilidad científica en un entorno epistemológico dominado por el naturalismo. Cabe, por ello, diferenciar dos grupos entre quienes se arriesgan a entrometerse en su campo de estudio: por un lado, están los que, deseando emular al científico natural, se inclinan a hilvanar estadísticas e hipótesis incontrastables; por otro, se encuentran aquellos que se alejan de la ciencia y buscan dar un nuevo esplendor a esa vieja disciplina en cuyo seno se desarrolló, por vez primera, la preocupación sobre la condición política del ser humano: la filosofía política.
Si tenemos en cuenta estas clasificaciones, es evidente en qué grupo hay que situar a Pierre Manent (Toulouse, 1949), uno de los pensadores más interesantes de hoy. De hecho, quizá su principal contribución haya sido la de rebatir, casi sin pretenderlo, la propensión cientificista, cuyo discurso, aunque importante, no deja de ser superficial. Dicho de otro modo: no se puede decir que el marketing electoral, la comunicación política o la estrategia partidista sean temas de ínfimo valor, pero si no nos empeñamos en alzar el vuelo –si no nos replanteamos el bien humano, el anclaje antropológico de la política o la ferviente pugna entre la pasión y la ley moral–, no podremos salir del atolladero ideológico en que nos encontramos.
Manent reivindica la política no tanto como saber especializado, sino como praxis prudencial. A su juicio, si andamos desencaminados es por un error de base metodológica, que transformó lo político en un campo ancho y abierto para la técnica, para la dominación. Por esos desaguaderos epistemológicos se nos fue la naturaleza. Y, al cabo del tiempo, también el bien y la justicia. El pensador francés nos narra aquí la historia de este abandono y lleva al lector, reflexión tras reflexión, cita tras cita, de la polis clásica hasta la contemporánea y asfixiante burocracia estatal.
El primado de la técnica otorga, inexorablemente, un plus al artificio. La posmodernidad avanza un poco más: no solo conocemos lo que creamos; ahora somos fruto de nuestra propia voluntad. Los derechos humanos nacen ahí: no son expresiones o encarnaciones de fines naturales, sino que recogen el infinito anhelo de un animal siempre insatisfecho. O sea, meros deseos. Con valentía, Manent cuestiona el ideal de autonomía, que aleja al ser humano de Dios y, al mismo tiempo, lo desnaturaliza. Lo que se descubre, a la postre, es que para ahondar en la política se requiere, antes que nada, despejar los misterios de lo humano y saber a qué aspiramos como personas.
Los disparos de Manent dan en el blanco: el ensayo es un ataque a la línea de flotación de la filosofía política posmoderna, en el que, sin prejuicios, se reivindica la ley natural como una síntesis de las aspiraciones humanas más arraigadas y objetivas. Si perdemos de vista eso que estamos llamados a ser, ¿qué criterio nos queda para enjuiciar el ordenamiento jurídico? Manent repasa algunos fenómenos recientes –el matrimonio homosexual, la política identitaria, la eutanasia…– para explicar qué hay detrás de todos ellos y proponer replanteamientos.