Cuando una de las dos hijas del matrimonio formado por Wade y Jenny muere de forma violenta, sus biografías quedan partidas y la reconstrucción será casi imposible. Al marido, Wade, intenta ayudarle Ann, una profesora con la que comienza una tímida relación tras separarse de su esposa.
Idaho es un estado rural norteamericano en el que no es raro quedarse incomunicado por la nieve, así que la nueva pareja pasa meses en soledad. Wade, unos 15 años mayor que Ann, empieza a perder la memoria y a sufrir cambios bruscos en el comportamiento, y ella permanece a su lado para impedir que pierda sus recuerdos. Esta especie de ángel abnegado, en torno al cual se desenvuelve la trama, recompone lo que sucedió aquel día para que al menos conste en sus recuerdos, pese al mutismo de Wade.
Si las tragedias pudieran compararse, la muerte de un hijo sería, quizá, la mayor. Si, además, esta ocurre en unas circunstancias que destruyen sin remedio a la familia, las vidas que queden después se encontrarán siempre al borde del abismo. Una historia tan atroz podría convertirse en un canto a la amargura, en un relato tremendista o en un desfile de sentimentalismos; sin embargo, en Idaho no ocurre nada de todo esto.
En la novela hay dureza, sin duda, y mucho sufrimiento, pero también hay contención emocional, sensatez y una oda al amor realista que no es frecuente encontrar. Los capítulos, en los que va avanzando y retrocediendo en el tiempo, desvelan la información de un modo inteligente, como si cada una de las capas ayudase a profundizar y elaborar un retrato completo.
Partiendo de 2004, años después de aquella desgracia, las biografías de los que acabarán resultando afectados por ella se despliegan poco a poco, y revelan “con qué facilidad nos desmoronamos. Con qué rapidez la vida de otra persona penetra por grietas cuya existencia desconocíamos hasta que esa cosa extraña ya está dentro de nosotros”.