Meritocracia y mediocridad

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Gregorio Luri, Meritocracia y mediocridad

Ser pobre no es ningún chollo. No es lo mismo nacer en un palacio que debajo de un puente. Es cierto que algunos que nacen en palacios acaban viviendo bajo puentes y que algunos que nacen en puentes acaban viviendo en palacios, pero lo indudable es que unos y otros se encuentran al nacer en posiciones de salida muy distintas. La vida no se inicia de manera meritocrática. Al nacer nos recibe lo que no hemos merecido, pero que dibuja la trayectoria cognitiva con la que llegamos a la escuela.

Los datos son tercos: los ingresos familiares poseen un valor estadísticamente predictivo de los logros escolares y a mayores logros, mayores ingresos futuros.

Las desigualdades de origen comienzan a manifestarse escolarmente con rotundidad a los 9-10 años, y no se detienen aquí. Incluso en un país como Noruega, que posee un sistema educativo homogéneo y un Estado del bienestar consolidado, las brechas en el rendimiento asociadas al nivel económico de las familias pueden suponer una diferencia de 2,5 años de conocimientos escolares al terminar la educación obligatoria. En España el 20% de nuestros jóvenes concluye su escolarización obligatoria sin poder leer con fluidez un texto mínimamente complejo. ¿Hace falta decir de dónde proviene la mayoría?

Si los 9-10 años marcan un punto de fractura es porque en ellos la desigualdad económica se manifiesta como desigualdad lingüística. Nunca resaltaremos lo suficiente la importancia que para un niño tiene el paso de aprender a leer a aprender leyendo. Los que poseen un vocabulario más rico leen con más facilidad y, por lo tanto, adquieren también con más facilidad nuevos conocimientos; mientras que cuando más pobre es el vocabulario de un niño con más dificultad lee y más arduo le resulta ampliar sus conocimientos escolares, hasta el punto que puede sentirse cada vez más alienado ante textos incomprensibles. Aquí es donde divergen las trayectorias escolares de unos y otros.

El lenguaje de una persona es su cultura en acto. En él se manifiesta la amplitud de su mundo. Es comprensible, pues, que leamos de manera más efectiva aquellos textos con cuya temática estamos familiarizados. Sin embargo, solemos ordenar la lectura infantil por edades, como si fuera evidente que este libro es para niños de 12 años y este otro para niños de 9. Lo útil –pero muy difícil– sería clasificarlos de acuerdo con la extensión del vocabulario del lector. Es su repertorio lingüístico el que condiciona tanto su comprensión como la confianza en sí mismo como lector o su capacidad para encarar serenamente las dificultades que le presenta un texto.

La carga cognitiva de un aprendizaje nuevo es tanto mayor cuanto más pobre es el vocabulario del aprendiz. A los niños pobres, precisamente porque suelen ser pobres en conocimientos previos, no les podemos pedir que hagan lo que no les hemos enseñado a hacer y esperar que resuelvan sus dificultades por sí mismos. Nos exigen un currículo sistemático basado en la instrucción directa. No es siempre cierto que la comprensión genere motivación (no basta disponer de un amplio vocabulario para ser un lector asiduo), pero es siempre cierto que la falta de comprensión lastra el interés. Sin la ayuda del profesor, el niño pobre tiende a eludir las dificultades. Lo vemos tanto la lectura como en el uso de internet o en las matemáticas. Los de mayores ingresos utilizan internet –también– para buscar información o leer noticias, mientras que los de ingresos más bajos prefieren chatear, jugar o ver vídeos divertidos. Respecto a las matemáticas es fácilmente perceptible que la inseguridad es mayor en los niños de mayor pobreza conceptual.

Frente a los pesimistas que afirman la existencia de limitaciones con respecto a lo que un sistema educativo puede lograr con los pobres, yo sigo creyendo en la escuela. Mejor dicho, en la buena escuela. Y frente a quienes, como el sociólogo francés François Dubet, afirman que la escuela está contribuyendo a incrementar las diferencias sociales, sostengo que ninguna persona honesta, mirando a la cara a un niño de 6 años y teniendo delante los ingresos de su familia puede prever sus resultados en matemáticas.

Hay escuelas altamente eficientes en barrios muy pobres que obtienen resultados admirables. La pobreza condiciona, y condiciona mucho, pero no determina. Lo que debemos hacer es aprender de las escuelas eficientes y hacer bien visible el ejemplo del alumno que con su esfuerzo ha mejorado sus resultados, teniendo claro que la cultura del esfuerzo no dice “esfuérzate y lo conseguirás”, sino “esfuérzate y lo mejorarás”. La pobreza nos pone la vida cuesta arriba, pero no nos hace indigentes morales. Los que niegan al pobre toda responsabilidad sobre su capacidad de esfuerzo están haciendo de la moralidad una función de los ingresos, como si el pobre careciera de voluntad y, por lo tanto, fuera amoral.

Una escuela comprometida con la compensación de las dificultades familiares sabe que los mejores profesores suelen ser aquellos que tienen una formación sólida y disfrutan enseñando; analiza con rigor la conveniencia o inconveniencia de que un niño de 9-10 años repita curso para ayudarle a ampliar de manera significativa su vocabulario ante el reto de aprender leyendo. En definitiva, ofrece instrucción excelente, un currículo excelente, unos profesores excelentes, etc.

El principal enemigo de la meritocracia no es la pobreza, sino la pobreza y la mediocridad pedagógica. Escuchar un poema destrozado por lectores vacilantes es más perjudicial que beneficioso, pero escucharlo en la voz de un lector habilidoso con dominio de la prosodia, puede ser una experiencia lingüísticamente muy enriquecedora porque permite penetrar en un texto complejo acompañado por los ojos de otro.

¿A qué se debe el incremento del gasto de las familias españolas, especialmente de las pobres, en actividades extraescolares, sino a la sensación de que con lo que sus hijos aprenden en la escuela no tienen suficiente para desenvolverse con una cierta holgura en la vida?

La moderna socialdemocracia, con la excepción de Tony Blair, no sabe muy bien qué hacer con el ideal meritocrático. De hecho, el término meritocracia es un neologismo creado en 1957 con una intención claramente peyorativa por el sociólogo laborista Michael Young en su obra The rise of the meritocracy. Young se dio cuenta de que, al impulsar la promoción del mérito, a menudo no sabemos qué hacer con la veteranía, ni con los que no tienen méritos que lucir, mientras que podemos estimular el individualismo agresivo de las élites. El meritócrata, precisamente porque ha llegado arriba gracias a su esfuerzo, puede creer que no le debe nada a nadie y que, por lo tanto, está legitimado para blindar sus privilegios.

Efectivamente, la excelencia técnica no garantiza la moral. Hay un nuevo elitismo arrogante y avaricioso que no parece conocer ningún límite mientras tiende a perpetuarse en lo que Young llamaba the lucky sperm club. Recientemente Michael J. Sandel ha reactualizado las suspicacias de Young en un libro de gran éxito, La tiranía del mérito.

¿Pero cuál es la alternativa a la meritocracia?

El mérito es irrenunciable porque cuando necesitamos un profesional, no nos contentaremos con chapuzas. El mérito no dejará nunca de ser un factor en la asignación de trabajos y roles sociales porque todos queremos servicios de calidad.

Pero debemos reivindicar la asociación que el artículo 6 de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789 establecía entre virtud y talento. Y el fundamento de todas las virtudes es el coraje, el esfuerzo. No debemos esperar que un título de Harvard para conferir estatus, venga acompañado de una nota en virtud, pero sí hemos de entender que la meritocracia solo puede sobrevivir si está imbuida de un ethos solidario.

La meritocracia es una noble causa imperfecta. Es imperfecta, pero es noble porque al estimularnos a dar lo mejor de nosotros mismos nos impide caer en el fatalismo pesimista que suele ir asociado a la pobreza. La alternativa a la meritocracia imperfecta no es un sistema político idílico, sino una meritocracia crítica con sus imperfecciones y vigilante contra la calcificación de la movilidad social.

La meritocracia, que es uno de los instrumentos más potentes del arte político democrático, es también una utopía razonable. Es cierto, ser pobre no es ningún chollo, pero prefiero ser pobre en una sociedad dinámica que en una sociedad estamental. No debiéramos olvidar que la meritocracia cumple dos funciones: Reconocer el mérito y –la más importante–, estimular el esfuerzo que nos ayuda a romper con la inercia que empuja hacia lo más bajo, allá donde se encuentra el denominador común cultural de la población. La meritocracia nos anima a no fomentar el rencor a lo difícil y a no despreciar lo que no se deja entender a la primera.

El precio a pagar por el olvido de la meritocracia es la dignificación de una equitativa mediocridad. ¿Quién puede creer, honestamente, que fomentando la mediocridad y el miedo al riesgo se ayuda a los pobres?

Si el siglo XXI nos demanda un redescubrimiento de la meritocracia como un ethos, debemos recordar que una meritocracia efectiva exige una buena educación, por lo cual tenemos que dedicar más recursos a aquellos que corren el riesgo de quedarse atrás. ¿Por qué, entonces, no desgravar fiscalmente el gasto en actividades extraescolares de las familias pobres? ¿Por qué no avanzar de manera decidida hacia una renta básica universal?

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