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¿Y si la época actual ofreciera más oportunidades que motivos de disgusto? ¿Y si el deseo de comprenderla nos llevara a apreciarla? Ambas preguntas son audaces y el solo hecho de plantearlas, cortocircuita el pesimismo imperante. Es lo que hacen Armando Zerolo y Ana Marta González en sendos ensayos.
El cambio social suele debilitar unos valores y poner otros de moda. En ese proceso, es lógico que quienes ven retroceder su forma de entender el mundo y de vivir, terminen sintiéndose como bichos raros en una sociedad en la que cada vez se reconocen menos. ¿A quién le resulta fácil encajar que las convicciones que dan sentido a su existencia ya no se consideran aptas para la vida moderna?
Lo paradójico es que a menudo quienes se sitúan en el otro lado –el de las ideas y los valores al alza– tampoco están satisfechos, e insisten en que sus conquistas están bajo amenaza.
El resultado es una visión hipercrítica del propio tiempo. Hay quienes asisten perplejos al desencuentro y piden soluciones, como hizo el lector de un diario a sus colegas de trifulca en la sección de comentarios: “Discutid, pero proponed algo. Lo que sea”.
Hacer algo juntos
Lo que propone Armando Zerolo en Época de idiotas es que dejemos de centrarnos en la sensación de pérdida y que nos abramos a ver “las oportunidades de nuestra época”, sin renunciar al sentido crítico. Esta actitud permite reconocer tendencias positivas en la cultura contemporánea y, a la vez, estimula a contrarrestar aquello que va mal. Todo lo contrario de lo que hace el pesimismo: ahogar la vida, matar el entusiasmo, paralizar, bloquear…
A lo largo del libro, Zerolo, profesor de Filosofía Política y del Derecho en la Universidad CEU San Pablo, analiza algunas de las encrucijadas que plantea una época de cambio. Una decisiva es qué vamos a hacer con la idea de identidad: ¿vamos a entenderla como algo inmutable o como algo crecedero? La respuesta condicionará nuestra manera de participar en el espacio público: “No se defiende la propia identidad metiéndola en cloroformo –dice Zerolo–. La identidad es algo que está en permanente construcción”; es fruto de “una tarea común, que mira más a lo que es posible realizar juntos, que a lo que hay que defender”.
Y pone como ejemplo la reconstrucción de Europa tras la Segunda Guerra Mundial. La visión de los padres fundadores de la UE, articulada por Robert Schuman cinco años después de la contienda, fue poner a Francia y a Alemania a trabajar juntos en la producción de carbón y acero. Así, el sueño de una Europa unida fue el resultado de una combinación de ideales y de “realizaciones concretas”, que fueron creando una “solidaridad de hecho”, en palabras de Schuman.
El principio de “hacer algo juntos” sigue inspirando iniciativas en la actualidad. Otros ejemplos que cabe añadir al de Zerolo son:
— El proyecto Fairer Disputations, que reúne a pensadoras y escritoras feministas de diversas tendencias ideológicas en torno a la defensa del sexo biológico.
— La campaña Stop Surrogacy Now, que une contra los vientres de alquiler a conservadores, activistas LGTB, socialistas, verdes, creyentes, ateos… Toda una demostración de que, para impulsar una causa, no hace falta ponerse de acuerdo en una infinidad de temas: basta encontrar un punto común y hacer palanca sobre él.
— O tantas iniciativas de inspiración cristiana que ven en la cultura y el arte dos ámbitos donde personas con distintas maneras de pensar pueden ponerse cara, mirarse a los ojos, conversar…
Límites que dan vida
Nada garantiza que la época actual vaya a llevarnos a cotas más altas de progreso. Pero uno intuye que se construye mejor desde la apertura a lo posible que reivindica Zerolo que desde el pesimismo crónico.
Hoy hacen falta –dice– “hacedores de mundo”; personas de honda humanidad, que vivan y propongan sus valores, que no renuncien a la bondad ni al idealismo. Son los “idiotas” a los que alude el título de su libro, como Don Quijote o el príncipe Myshkin, el protagonista de la novela de Dostoievski. Gente que va a contracorriente; que prefiere los “actos poéticos que construyen el mundo” a las pataletas; que elige juzgar su época no “por la ausencia de agua”, sino “por la sed que despierta”.
“Discutid, pero proponed algo. Lo que sea” (Un lector)
Esta actitud constructiva es la que ha llevado a Zerolo a abrir una grieta de esperanza en la macilenta visión que hoy tenemos de nuestro tiempo. Venimos de una época –la modernidad– en que pensábamos que el poder de la técnica iba a permitirnos controlarlo todo, explica. Pero ahora que la historia reciente –desde los totalitarismos del siglo XX a la crisis financiera del XXI– nos ha hecho tomar conciencia de la necesidad de limitar ese poder, estamos en un momento propicio para descubrir que la grandeza de la condición humana reside más bien en categorías como la fragilidad, el cuidado, la bondad, la humildad o la necesidad de Dios. “Hemos sido vencidos, y lo vivimos como derrota, cuando en realidad es una victoria. (…) Es la época del idiota, el nuevo tipo histórico que se hace pequeño para que suceda lo grande”.
Amar la cultura, amar el mundo
Experimentar el cambio social como una derrota puede llevar a desentenderse del mundo. ¿Por qué atender a una cultura que juzgo contraria a mis valores? ¿Por qué tratar de comprender lo que me agrede? Manifestaciones de esta actitud bien podrían ser el desencanto que esconden frases como “yo no leo los periódicos porque todos mienten” o el refugio en lecturas que miran únicamente al crecimiento personal y espiritual.
En El deseo de saber, Ana Marta González, catedrática de Filosofía en la Universidad de Navarra e investigadora del Instituto Cultura y Sociedad, recorre el camino inverso e invita a descubrir que el afán por conocer “constituye una forma básica de amor al mundo, que lo vuelve más interesante a nuestros ojos” y que “otorga profundidad” a nuestro modo de habitarlo.
No se trata de lanzarse a una loca acumulación de conocimientos, sino de estar atentos –cada cual según su edad y sus posibilidades– a lo que se está gestando fuera del estrecho ámbito de nuestra experiencia personal: las corrientes de pensamiento, el arte, la ciencia, la economía, la historia… A modo de ejemplo, González menciona el lanzamiento del telescopio James Webb, la técnica de edición genética CRISPR o los avances en inteligencia artificial. Estos descubrimientos nos hablan de un mundo en transición “que no nos puede resultar ajeno, porque es el nuestro, por mucho que los detalles más técnicos de esos avances se nos escapen”.
Es una de las preocupaciones que suscitó el debate “¿dónde están los intelectuales cristianos?”, abierto por Diego S. Garrocho, animado por Miguel Ángel Quintana Paz y secundado por otros. ¿Qué formación cultural están recibiendo hoy los jóvenes en las parroquias, colegios o universidades de inspiración cristiana? ¿No podrían hacer más para despertar el deseo de conocer y las ganas de pensar sobre cuestiones existenciales, debates públicos, temas de actualidad…?
Formar en clave admirativa
De las tres conferencias que reúne el libro de Ana Marta González emerge una visión tremendamente atractiva de la formación intelectual. A la cultura vamos no para cambiar el mundo, sino para conocerlo y vivirlo de modo personalísimo, con un criterio propio forjado a base de leer, estudiar, pensar y conversar con los demás. Lo que pasa es que un mundo con más personas sabias –no solo cultas–, seguramente acabará siendo mejor.
Pero en la raíz de la tarea formativa está –debería estar– el “interés desinteresado por el mundo”. En cierto sentido, la cultura es “un lujo de la personalidad libre”, que se atreve a “perder el tiempo” en el reino de lo no productivo; a abrirse al mundo “en clave admirativa”, que es todo lo contrario de la formación concebida “en clave pragmática o utilitaria”. Por eso, entre los enemigos de la cultura siempre estará la atolondrada presión por hacer caja de todo: “Queremos resultados y los queremos rápido”.
En el contexto actual, esta obsesión por la productividad y la eficiencia a corto plazo va de la mano del peso creciente de las emociones en la ordenación del espacio público. La mezcla es explosiva y corremos el riesgo de convertirnos en “emotivistas eficientes”, dice González. Ponemos la utilidad por encima de todo. Pero “en cuestiones vitales, la norma socialmente aceptada más bien parece ser donde el corazón te lleve”.
Aquí es donde González ve la oportunidad de nuestro tiempo. Si el deseo de saber siempre cumple la crucial tarea de abrirnos al mundo, en la época actual nos espolea de forma especial a interesarnos por aquello que está “más allá de las propias emociones”, pero también por aquello que sorprende a unas convicciones que, de tan manidas y tan poco pensadas, empiezan a ponerse tiesas.