Fotos: Santi G. Barros
José Carlos Ruiz (Córdoba, 1975) es un dandi sin nombre artístico, pero con forma sustancial. Filósofo. Profesor universitario. Divulgador del pensamiento crítico. Autor de libros de éxito que envuelven de asfalto y actualidad las grandes preguntas del ser humano, también a esta hora en punto del siglo que disfrutamos. Carles Francino le echó el ojo hace un tiempo para la radio y colabora con él en la sección de Más Platón y menos WhatsApp en La Ventana de la SER.
Hace unos meses ha regresado a nuestras librerías más cercanas con Incompletos (Destino), un texto a cuatro bandas y diversos planos donde el sentido común se desliza con gracia analizando y acariciando los grandes temas de nuestra sociología vital con originalidad.
En sus páginas se acuñan nuevos términos gráficos, como la posfelicidad o la otrofagia en la década de la omnipantalla. Sugerente. Medular. Materia prima para conocerse y conocer el mundo más allá de la piel y con su punto elegante e inteligente de sentido del humor.
De todo el libro, ponemos los cinco sentidos en su ensayo segundo, que versa sobre la elegancia con sutileza, gentileza y acierto. Hace tres lustros le picó la curiosidad por meterse en la harina de esa virtud luminosa viendo una película de Jeremy Irons. Un actor. Unos andares. Un no sé qué. Aquel afán quasiadolescente de descifrar la materia prima de la elegancia revivió gracias a los escritos sobre el corazón educado de Javier Gomá. Entonces, con “la sensación de que no se había trabajado suficientemente desde la perspectiva filosófica el concepto de elegancia, entendida como ese enigma y esa capacidad de entender la elección exacta en el contexto exacto”, metió la excavadora.
Vio que había mucha filoliteratura sobre prudencia y poco sobre elegancia, y las referencias generales a la almendra de su interrogación tenían que ver “con la estética, el maquillaje o la moda”, pero no asomaban los pespuntes de la ética, “porque, claro, tú puedes tener una estética elegante y maravillosa y después abrir la boca y ser un zopenco integral. Entonces se derrumba cualquier asomo de elegancia e incluso la dermis estética se desvanece para siempre ante los ojos de quien admiraba un oasis”.
De la curiosidad bullen las respuestas, y de ahí surge un minicompendio de pasarela y aplauso que ya hemos puesto en la pole de sus producciones de divulgación filosófica. Porque la elegancia es un temazo.
“La persona elegante no tiene prisa y es consciente del tiempo que requiere un recorrido”
— ¿Vivir con elegancia es una revolución o una contrarreforma?
— Me encantaría que fuera una contrarreforma, pero sospecho que hoy sería más bien una revolución. Se ha implementado tanto el estilo de vida que contemplamos en lo contemporáneo que no creo que se pueda reformar…
— En términos de elegancia, ¿el tiempo pasado fue mejor?
— Antes, sobre todo, existía en la sociedad un reconocimiento más uniforme del valor de la elegancia. Se palpaba una contemporaneidad en esa elegancia. En el libro menciono una frase de Giorgio Agamben, que destacaba que, en el siglo XIX, cuando hacía acto de presencia una mujer elegante, se decía que era “contemporánea de todo el mundo”. Es una expresión preciosa. Antes era más fácil reconocer al unísono la elegancia, porque existía contemporaneidad, es decir, una línea temporal que nos unía a todos en una especie de consenso, porque compartíamos el reconocimiento de la elegancia como algo colectivo. En la actualidad, lo contemporáneo no existe.
— ¿El individualismo ha matado a lo contemporáneo?
— No es solamente el individualismo. Es una cuestión también del sentir temporal. Ahora experimentamos una especie de tempo subjetivo desde lo simultáneo y no desde lo contemporáneo. Y esa simultaneidad no nos une, sino que hace de cada uno un microcosmos. Se atomiza el tiempo en las acciones individuales y eso hace que perdamos la capacidad de reconocernos en cuestiones comunes, como el proceso de la elegancia. Sería revolucionario que la elegancia volviera a situarse como foco aspiracional integral, porque significaría que hemos vuelto a tener un sentido comunitario en torno a algo que es sublime, porque es la verdad.
— El cóctel de la elegancia incluye ingredientes muy sugerentes que destacas en Incompletos y que, a la vez, son provocaciones para las categorías con más eco en nuestro tiempo. Por ejemplo: subrayas la armonía, contra la tiranía del libertinaje de este siglo.
— La armonía significa el equilibrio. Cuando hablamos de elegancia, necesitamos verla personificada en alguien equilibrado en todos los sentidos, porque si la balanza se descompensa, pierde brillo. La armonía es la esencia del equilibrio en cualquier concepto de la elección. La persona elegante ni es histriónica, ni se ubica en los extremos. La elegancia es el tempo adecuado de la música, que no precisa irse al mundo maniqueo que polariza la sociedad contemporánea: el de o conmigo o contra mí; o la derecha o la izquierda… Elegir con sentido común exige tener en cuenta el punto medio entre los polos.
— La serenidad, contra el ritmo vertiginoso de esta época.
— La serenidad es un ejercicio de desprendimiento del sentir temporal contemporáneo. El sujeto sereno siempre piensa que hay tiempo y que se precisa tiempo. Además, asume que, para entrar a fondo en el conocimiento de cualquier realidad, es necesario dedicar tiempo. La persona elegante no tiene prisa, porque se siente en medio de un proceso. En una sociedad donde consumimos resultados y nadie nos habla de la espera, la persona elegante es consciente del tiempo que requiere un recorrido.
— Dices que la elegancia estética demanda “un ejercicio de control y contención”, y eso del control y la contención va en contra del individualismo y de la dictadura de la espontaneidad.
— Cuando se habla de control o contención se está poniendo en valor la faceta menos emocional de las personas en medio de una sociedad donde el emotivismo y el exhibicionismo de la intimidad son señas identitarias primordiales. La contención es un ejercicio básico de la persona elegante, porque refleja que sabe controlar la exteriorización de la intimidad. Lo vemos, por ejemplo, en Roger Federer, que no evidencia malos gestos, ni éxtasis triunfales, y es reconocido por la elegancia en su manera crónica de estar en público. Hasta en los grandes momentos de alegría de sus éxitos deportivos manifiesta una contención bárbara, reflejo de un control emocional.
“Reivindico la figura del dandi e integrar los buenos modales en la categorización de la elegancia”
— La elegancia, señalas, “se evidencia mostrando una seguridad que evita la vacilación”. ¡La elegancia es el ansiolítico más estructural!
— No te quepa duda de que el sujeto que ha alcanzado la elegancia vive la vida con calma, porque ya tiene el criterio formado. La seguridad guarda relación con haber superado la obsesión por estar evaluando constantemente cada opción que se presenta a nivel social en una sociedad emocional. La persona elegante, como ya ha forjado su criterio, tiene muy clara la jerarquía de la elección sin necesidad de perder tiempo e intensidad en investigar todas las opciones posibles. El criterio honesto, coherente, equilibrado y profundo da esa calma. La persona elegante no titubea.
— La cortesía, en el imperio catódico del zasca y la zafiedad.
— Si quieres integrar la ética en la elegancia, necesitas la cortesía, porque implica generosidad en el criterio atencional hacia el otro. La persona elegante es capaz de hacer todos los esfuerzos oportunos para que el otro se sienta cómodo en la interrelación. Por eso se puede ser elegantemente cortés tomando una cerveza en una tasca de barrio o disfrutando de un cóctel junto a un catedrático de universidad. La persona elegante adapta su registro a los demás para hacer amable su presencia siendo el otro el centro de sus acciones. Ante la elegancia encarnada siempre estamos cómodos, y por eso admiramos las dotes de la persona que la evidencia.
— La sutileza, en un mundo con poca sensibilidad por la sencillez, el pudor o la modestia.
— La sutileza implica un especial cuidado en el detalle y una clara capacidad de desprendimiento que nos hace ser sutiles y, en ese sentido, ligeros. La elegancia nunca conlleva pesadez, por eso no nos cansamos de observarla y disfrutarla. Un buen cuadro, una buena ópera, un buen actor o un coche elegante nunca hastían, porque son eternos. Representan la sutilidad sin aristas que generen malestar en el proceso de observación o deleite. La sutileza hay que trabajarla, porque parece una meta sencilla, pero conlleva el esfuerzo de la virtud.
— El encanto y el decoro, en una sociedad que tiende a tachar el recato de monjil.
— El decoro se pierde cuando miramos la vida a través de una pantalla. Significa que hay un orden, que cada cosa está en su sitio. La decoración, desde el punto de vista esencial, asume la esencia de algo y la mejora. El decoro mantiene una esencia equilibrada y se combina muy bien con el adorno, que sublima el encanto.
— La gentileza, en un contexto influyente en el que ser amable puede sonar a ser más frágil de la cuenta.
— Me gusta mucho la definición de “dandi” del diccionario de la Real Academia Española: “Hombre que se distingue por su extremada elegancia y buenos modales”. Este concepto destaca, a la vez, el porte y la manera de tratar al otro para integrarlo en el concepto de elegancia. El sujeto hipermoderno está tan ocupado en la construcción del yo que se ha olvidado de que la construcción nutritiva del yo tiene que ver con la relación con los demás. Reivindico la figura del dandi en ese sentido literal, porque me parece muy sano para toda la sociedad integrar los buenos modales en la categorización de la elegancia.
— La profundidad, en una sociedad líquida, a punto de inventar un nuevo estado de la materia…
— La profundidad tiene que ver con la profunda verdad. La elegancia aparenta ligereza, pero lleva detrás un trabajo ingente de equilibrio que no se percibe, aunque que se intuye. El revés de Roger Federer parece natural y fácil, porque antes no hemos visto los miles de entrenamientos en los que ha pulido el toque hasta hacerlo suyo como una extensión de su identidad. El afán de profundidad desaparece porque perdemos la curiosidad por conocer cómo es el proceso al que conducen los éxitos. Profundizar, quitar toda la hojarasca de la realidad, requiere activar la curiosidad para conocer hasta el extremo mediante la limpieza de la búsqueda. Pero eso necesita un tiempo, una distancia y una intención sosegada.
“La elegancia envuelve un secreto que la erotiza, por eso tiene mucho que ver con resguardar la intimidad”
— El buen gusto, en una comunidad en la que a mí nadie me dice qué es bueno y a mí nadie me dice qué es buen gusto.
— Hoy, el buen gusto se asume con muchas limitaciones, aunque todavía tengamos la capacidad de reconocer grandeza en el sujeto que entiende que el gusto es un factor colectivo y no individual. Hay cuestiones sobre las que mantenemos el consenso del buen gusto y sobre las que no habría reproches, ni morales, ni epistemológicos, dentro de la sociedad. Por ejemplo: estamos de acuerdo en que el cuidado hacia los demás es de buen gusto. Todos valoramos la entrega incondicional hacia quien necesita ser cuidado. Y el cuidado tiene que ver con la curiosidad. Yo creo que hay una estética del buen gusto que está muy relacionada con el aseo, con el equilibrio, con la armonía. Es posible que alguien me lo discuta, y yo argumentaría, aunque tampoco voy a gastar mucho tiempo en perderme en la parte más superficial y subjetiva de la estética. Además, estamos en una sociedad muy delicada en la que el sentimiento de ofensa está empezando a prevalecer sobre el derecho a la libertad de expresión.
— La erótica, en el fango del porno sin fronteras…
— En ese terreno estamos muy perdidos, porque hemos sepultado el misterio de la insinuación y el secreto de la capacidad de seducción. Hoy todo es muy literal y muy homogéneo al hacer pornográfico lo oculto del sexo. La elegancia siempre guarda un secreto, porque si no, sería imitable, y la elegancia no se puede imitar, por mucho que se quiera. La elegancia envuelve un secreto que la erotiza. Por eso reivindico también valorar de nuevo la intimidad. Resguardar la intimidad está en los pilares de la elegancia y forma parte de su poderosa atracción.
— La elegancia “tiene por costumbre cautivar” en un contexto polarizado donde las opiniones y los modelos se imponen a empujones. ¿La elegancia es un diálogo de verdad?
— La elegancia podría ser la argamasa del diálogo sincero. Las personas elegantes con un diálogo elegante facilitan la interlocución y el acercamiento. No me cabe la menor duda de que cuando estás ante alguien que entiende esa integración del otro en el bienestar del diálogo, entonces sí se puede llegar a una conversación productiva. Muchos de los grandes entrevistadores de este país tienen esa capacidad elegante de facilitar que el otro se sienta en libertad de expresar lo que opina sin temor a ofender, destacar lo que suma, y abrir las ideas constructivas al resto de la opinión pública.
— Si lo elegante atrae y tú dices que la elegancia “no precisa reconocimiento”, ¿qué son los followers horteras?
— Los followers son tendencias que ni siquiera son moda. Al ritmo de la sociedad actual, son los nuevos fanáticos del siglo XXI. Antes, al menos, podías encontrarte con un fan que quería ser el primero en comprar tu libro, escuchar tu canción o ver tu película. Hoy, los followers lo único que hacen es darle al like a tus novedades y es probable que ahí acabe todo su proceso de identificación. Su grado de curiosidad no conlleva más pasos. Su superficial curiosidad no le conduce, después, a abrir el libro y leer tus aportaciones. Los fans de las redes sociales han perdido la calidad de la profundidad en el seguimiento de las figuras a las que supuestamente antes se admiraba con más fundamento.
— Si las cosas buenas no cuentan con un eco social, ¿cómo pueden convertirse en modelo para los demás?
— Es muy difícil en esta sociedad contemporánea. La elegancia no se exhibe. Se mantiene al margen, y eso es muy interesante, pero se percibe y esa coherencia llama nuestra atención.
— La elegancia, dices, “es saber elegir” y “escoger bien”. La elegancia también es pura libertad.
— La elegancia es pura libertad ordenada. Elegir bien implica jerarquía y serenidad. Frente a ese sujeto hipermoderno que anda siempre imbuido de histrionismo y que vive todo con mucha intensidad demandado una energía que termina agotando a cualquiera por culpa del relativismo del caos, la persona elegante tiene un criterio sobre el que se asientan sus decisiones y el orden de las mismas. La elegancia favorece la salud mental.
— ¿Hay alguna relación entre espiritualidad y elegancia?
— La espiritualidad es una condición humana que aporta serenidad. En la sociedad actual se configuran nuevas espiritualidades a través de lo que ahora se llama el bienestar emocional. Con ejercicios de coaching, con yoga, con pilates y otras variantes de nuestro tiempo, se busca una espiritualidad que no trasciende. Puede haber personas que consigan la elegancia desde la inmanencia, pero creo que es más sencillo llegar a ese proceso de elecciones íntegras desde la trascendencia.
— ¿La elegancia puede ser un reflejo de la trascendencia?
— Desde el momento en que la elegancia tiene un secreto que no es inmanente, porque no se puede definir, podríamos encontrar alguna conexión con aquello que trasciende a lo que está presente. Se puede pensar que ese no sé qué que tiene la elegancia y que no se puede definir desde la inmanencia, es algo que va más allá. La elegancia se observa como algo que trasciende a la persona, a su mundo y a su modo de ser.
— La persona elegante –explicas– escucha, presta atención, se expresa con tino y sabe estar. La elegancia es una vacuna muy potente contra la sociedad de masas.
— La elegancia es el principal criterio pedagógico de lo social, porque genera comunidad desde el momento en que anima a prestar atención y a ser cuidadosos con los otros.
— ¿Y si hemos puesto el listón tan alto para ser elegantes? ¿Hay riesgo de desesperanza?
— Cuando uno contempla la elegancia, desde la primera vez nota que se le queda anclada una pequeña semilla aspiracional a la mimesis con vocación de germinar más tarde o más temprano. Esa semilla también puede incluir la desesperanza de no conseguirlo. De todas formas, las personas que se plantean la elegancia como objetivo vital tienen la madera suficiente para sortear la desesperanza, porque se conocen y saben diferenciar entre qué es una aspiración, qué es una conquista real, y cuánto esfuerzo supone unir ambos puntos con realismo.
— Nos hartamos de la hipermodernidad, pero no nos cansamos de la elegancia. Después de leer Incompletos me he descubierto deseando una pandemia de elegancia para esta sociedad en la que dices que “apenas quedan dandis”…
Hay una gran cantidad de personas con aspiración a la elegancia, aunque no sean elegantes. Se nota en el trato cotidiano o en los gestos bondadosos. Se ve en la entrega incondicional al otro y en la importancia creciente que le damos a los cuidados. Junto a esta sociedad donde engordan los ciudadanos hipermodernos y desconectados del resto, ganan los que están en el bando de los indigentes mentales, pero también vemos muchas personas elegantes que persiguen un ideal.
Álvaro Sánchez León
@asanleo