Pocas explosiones de creatividad se han producido como la de 1922, año en que se publicaron Las elegías de Duino, de Rilke; el Ulises de Joyce y La tierra baldía, la principal obra de T. S. Eliot, entre otros libros. El último venía con un apéndice lleno de notas para facilitar la lectura, lo que dice mucho del desafío que supone embaularse estos versos.
Transcurrido apenas un siglo desde que viera la luz, el significado de este largo poema, sumamente enigmático y sugestivo, con ecos de Dante y culturas ancestrales, quizá no se ha perdido irremediablemente, pero sí cabría decir que parece más oscuro y lejano.
Eliot es un poeta sui generis, inteligente, próximo a la poesía metafísica y filosófica. Combina registros insospechados y sus versos se hallan trufados de alusiones. Tal y como pone de manifiesto Ignacio García de Leániz en este breve ensayo lleno de inteligencia, el poeta nacido en América deja atrás el sentimentalismo febril y refleja un peregrinaje –de nuevo la resonancia dantesca–, que no es solo religioso, sino vital.
A medida que se lee La tierra baldía y se conecta con el resto de la producción de Eliot, resulta más diáfana su intención de superar el pesimismo. Es verdad que, al principio, no es capaz de ver clarear el sol en la primavera (“Abril –afirma en su famoso comienzo– es el mes más cruel”), pero poco a poco en sus estrofas plasma el descubrimiento del agua salvífica en lo que antes era una rocalla estéril. Y muda, completamente muda.
García de Léaniz también detecta que hay un Eliot capaz de entonar canto más esperanzador; asimismo, desenreda sus influencias, aviva alguna discusión y –sobre todo– lo lee en el marco de la recuperación de la cultura occidental. Para Eliot la suerte de esta última está unida a la de la religiosidad y, en especial, al destino de la fe cristiana. Por este motivo, la alborada desesperanzada y gris a la que saluda en La tierra baldía, llena de nostalgia y sumamente crítica con las chimeneas y las fundiciones fabriles, contrasta con el deseo de hallar en un mundo devastado –en el que solo hay, en efecto, un “montón de imágenes rotas”– el eco tierno y jubiloso del hogar.
Lo que Eliot dijo empleando símbolos en ocasiones inciertos y un lirismo estremecedor, que hiere y horada nuestras fibras más profundas, lo han dicho –peor– filósofos y pensadores varios, como aquí consigna García de Leániz. El americano afincado en Europa como en casa prístina y nutricia, elevó la poesía a cotas más antiguas, configurando una salmodia sapiencial que hay que saborear poco a poco. Era consciente de que el lenguaje a veces era un arcano, pero supo, como muy pocos, emplear la bella conmoción de las imágenes para transmitir algo más que ideas, o sea, vivencias de sentido.
Todavía hoy habitamos en tierra reseca, pero por suerte contamos con obras como esta, que nos descifran el lenguaje de otras para vivificar nuestro paisaje.