El futuro económico: luces en la niebla

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Como los meteorólogos, sociólogos, y muchos otros profesionales, la mayoría de los economistas son capaces de prever acertadamente el escenario futuro en su propio campo de interés. Sólo existe una condición: que las previsiones se limiten al corto plazo.

Encender las luces largas, tratando de esclarecer un futuro más dilatado en el tiempo, resulta, sin embargo, bastante frustrante y a veces descorazonador. El horizonte a largo aparece envuelto en brumas, y siempre puede ser distorsionado por acontecimientos imprevistos, que alterarían seriamente el resultado que se esperaba.

En el campo de la Economía (quizá también en los demás) basta con recurrir a la hemeroteca, para comprobar que la inmensa mayoría de las “profecías” respecto a un largo futuro temporal resultaron después fallidas, a pesar del interés social y la honda preocupación política que en su día despertaron. En ese sentido, el anecdotario de los fracasos proféticos es tan variopinto, que dedicarse a él constituye toda una diversión personal. A ello los animo.

A pesar de todo, cabe aventurarse, una vez más, a señalar algunos elementos básicos que parecen dibujar la economía del futuro, a modo de luminarias que hagan algo menos espesa la niebla de un camino que, en cualquier caso, tendremos que recorrer.

En el momento actual, parece existir cierta unanimidad entre los economistas al señalar cuatro fenómenos básicos que pueden condicionar el futuro a largo plazo. En su denominación convencional, los cuatro empiezan por la misma letra, lo que lleva a señalarlos como “las cuatro D’s que condicionan la economía del futuro”: Demografía, Digitalización, Desglobalización y Descarbonización. Tratemos de asomarnos a cada una de ellas y comprender sus interacciones.

En el ámbito de la Demografía, el pensamiento de los economistas ha ido cambiando gradualmente, a golpe de realidad. En 1968, Paul & Anne Ehrlich (Universidad de Stanford) publicaron un best seller mundial, bajo el título The Population Bomb. Con un contenido de exagerado alarmismo, el libro situó la cuestión demográfica en el centro del pensamiento político.

De acuerdo con las tesis de los Ehrlich, la humanidad se vería abocada a una hambruna general ya durante la década de los 70, con una previsión de cientos de millones de muertos y convulsiones sociales apocalípticas, especialmente en los países menos desarrollados. A su juicio, todo ello resultaría inevitable, dada las altas tasas de fertilidad entonces vigentes.

Tales previsiones, muy cercanas a las que Thomas Robert Malthus había formulado ciento setenta años antes, resultaron desmentidas en la realidad. Ciertamente, resulta muy difícil saber cuántos de los fallecimientos que se producen cada día tienen su origen en el hambre o la desnutrición, pero todas las estadísticas apuntan a una drástica disminución de la pobreza extrema en el mundo durante las tres últimas décadas y, desde luego, las convulsiones sociales asociadas a la pobreza han disminuido en intensidad. En un giro de 180 grados, la preocupación parece más bien haberse trasladado a los riesgos de obesidad en la mayor parte de la población global.

Naciones Unidas señala que la población mundial alcanzó los 8.000 millones de personas el 5 de noviembre de 2022, cifra muy inferior a la que resultaría de una simple proyección en los postulados de Ehrlich. En cuanto a sus previsiones demográficas, estima que los incrementos en el número de habitantes siguen hoy una curva de clara desaceleración, de forma que la población total del mundo se estabilizará en poco más de 10.000 millones a finales de este siglo, para iniciar un proceso de disminución en las décadas siguientes, hasta un suelo difícil de prever.

Las bajas tasas de natalidad previstas por Naciones Unidas (2,1 a nivel mundial, con niveles inferiores al 2,0 en el mundo desarrollado), así como el incremento de la esperanza de vida, darán lugar a una población global no sólo menor en número, sino mucho más envejecida, con serias consecuencias económicas, a las que más adelante se hace mención.

La segunda “D” se refiere a los espectaculares avances –logrados y previsibles– en el ámbito de la digitalización. Son muchas las vertientes en las que el “homo oeconomicus” resulta afectado por las nuevas tecnologías, con consecuencias finales muy difíciles de adivinar. Una y otra vez, la realidad parece desbordar las previsiones más imaginativas, lo que nos lleva a esperar un mundo fascinante y no exento de serias inquietudes.

El futuro tecnológico parece integrado por grandes capacidades de comunicación global, el internet de las cosas, las computaciones distribuidas (blockchain y otras), el llamado “metaverso”, la robotización generalizada y la inteligencia artificial, por citar algunos fenómenos de gran interés en el momento actual. Tales innovaciones se nos muestran impulsadas por el increíble aumento en la capacidad de computación, a través de la tecnología cuántica.

Esos progresos digitales son claramente disruptivos, con efectos favorables en cuanto a la innovación, la productividad, el comercio, el diseño de nuevos productos, los procesos de fabricación, la investigación científica, y la revolución en el mundo de los servicios. Pero a la vez, el avance digital suscita también preocupaciones en cuanto al mercado de trabajo, y provoca serias inquietudes morales en su posible conexión con la ingeniería biológica.

En el terreno estrictamente económico, la combinación entre demografía y digitalización (las dos primeras D’s) dio lugar, hace ya un lustro, a previsiones de crecimiento nulo o, incluso negativo, en el PIB mundial a largo plazo.

Así, Larry Summers et alii explicaron que el consumo global se vería afectado a la baja por el estancamiento de la población, más aún si ésta resultaba integrada por individuos de mayor edad quienes, por definición, demandan menos bienes y servicios que los adultos más jóvenes.

Por su parte –argumentaban–, las revoluciones industriales de los siglos XIX y XX, concretadas en ferrocarriles, automóviles, aviones etc., exigían grandes stocks de capital, lo que estimulaba una fuerte inversión en bienes de equipo. Sin embargo –añadían– la revolución tecnológica del siglo actual se centra más bien en un desarrollo continuo de software y algoritmos matemáticos, lo que ciertamente supone retos muy serios para la inteligencia humana, pero no requiere gran inversión material.

La conclusión de los pesimistas era clara: si el consumo tiende a retraerse por motivos demográficos, y la inversión material lo hace por razón tecnológica, la demanda agregada (suma de ambos) estará condenado en el futuro a una notable contracción. A ello –sugerían otros profetas de calamidades– habrá que añadir problemas de oferta por dos razones: en primer lugar, porque una población mundial envejecida será menos productiva e innovadora y, en segundo término, porque las relaciones económicas internacionales están, en su opinión, sometidas a un claro proceso de des-globalización. Ello nos lleva a considerar la tercera de nuestras D’s.

¿Es cierto que el mundo está condenado a des-globalizarse? Depende de cómo entendamos el fenómeno. Ya en la década de los 90, el FMI describía la globalización como “la acelerada integración de las economías a través del comercio, la producción, los flujos financieros, la difusión tecnológica, las redes de información y las corrientes culturales”. Tan completa definición venía a subrayar que el fenómeno globalizador tiene claras dimensiones económicas (comercio, producción, finanzas), pero también otras de carácter extraeconómico (extensión de la tecnología, facilidad de contactos humanos, , interacción cultural, etc.), que no son menos importantes para entender la internacionalidad que caracteriza nuestra época.

Desde los principios de la administración Trump en 2017, estamos asistiendo a restricciones en el comercio internacional, relocalización de ciertas industrias, e interrupción de algunos flujos financieros. Todo ello vendría a agravar la tendencia a crecimiento cero, antes descrita, si no fuera por dos razones: a) los datos objetivos prueban que las distorsiones económicas así creadas son mucho menos intensas de lo que su difusión en los medios parece implicar, y b) las dimensiones tecnológicas, sociológicas y culturales de la globalización no han experimentado ningún retroceso ni parece probable que lo hagan.

No existe, pues, razón para profundizar en el catastrofismo económico. Menos aún si a este aparente rompecabezas le añadimos, como pieza fundamental, la cuarta de nuestras “D’s:” la procedente de una descarbonización de la economía mundial, a la que se vienen dedicando tantos esfuerzos.

En esta materia, el objetivo declarado tras la última cumbre de París es lograr cero emisiones netas de carbono en 2050. Para una mayoría de expertos, la energía renovable y la electrificación son los pilares fundamentales de esa transición y deben acelerarse de inmediato. Otros añaden que el hidrógeno, la captura de carbono y las nuevas plantas nucleares modulares son, por su parte, herramientas emergentes que deberían ser implementadas lo antes posible para lograr la neutralidad energética antes de mediados de siglo.

De acuerdo con Bloomberg en su New Energy Outlook, la inversión en suministro de energía, así como en infraestructuras de transporte y almacenamiento sumará entre 92 y 173 billones de dólares de dólares en los próximos veinticinco años. Se requerirá, por tanto, aumentar la inversión desde los 1,7 billones actuales a cifras entre 3,1 y 5,8 billones cada año. No existen, pues, pocas oportunidades empresariales, ni la actual revolución industrial parece demandar menos inversión material que la de siglos pasados, si completamos adecuadamente el juego de las “D’s”.

La niebla del futuro tiene también sus zonas de brillo.

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