Juan Rulfo ha dejado una marca profunda en la literatura hispanoamericana y universal. Con una narración que prima las vivencias sobre el acontecer externo, abrió una vía en la que se adentraron otros grandes escritores después de él.
(Actualizado el 16-05-2017)
Juan Rulfo (Jalisco, 1917-1986) tuvo una infancia y adolescencia duras; sus padres fueron asesinados durante la Revolución mexicana y luego pasó cuatro años en un orfanato, de los diez a los catorce. Dejó pronto sus estudios de Derecho y ejerció diversos empleos. Con 35 años, trabajando de oficinista, publicó El llano en llamas, una colección de quince relatos que pasaría desapercibida, a los que se añadirían dos en las ediciones posteriores a 1970.
Dos años después, en marzo de 1955, publicó Pedro Páramo, novela llena de novedades y que, ahora sí, acaparó la atención de la crítica. Desde entonces enmudeció literariamente. Permaneció en sus empleos gubernamentales, evitó a los demás todo lo que pudo como hombre tímido e introvertido que era, disfrutó de sus dos éxitos literarios y falleció en 1986, ya convertido en mito literario.
“Pedro Páramo” es un impresionante monumento de condensación narrativa, un libro construido de silencios, de hilos colgantes y de escenas cortadas
La literatura de Rulfo es triste. Escribe sobre la desolación, el fatalismo, la soledad y la violencia sorda; se fija en una realidad campesina que sufre los abusos del poder del gobierno o del cacique de turno, una realidad de personajes primarios cuyos instintos apenas pueden ser contenidos por una inteligencia debilitada por el hambre y el odio, o por una fe sentimental y hasta supersticiosa. Cuando la ambición moral está minimizada por la ignorancia y la apatía, casi todo se reduce al juego de sentimientos básicos: los remordimientos, la venganza, la pasión amorosa, la defensa de la sangre, nada más cuenta y casi inevitables se suceden los robos, los incestos, los asesinatos, los suicidios, los abusos y las pendencias. Rulfo parecía no ser capaz de ver otra cosa y todo le salía sórdido y desolado. Al menos tuvo la elegancia al mostrar estas actuaciones de no explicitar detalles morbosos.
Dicho esto, queda lo literario. Y aquí reside su importancia.
Vivencias interiores
Los personajes de Rulfo, en el fondo universales, sin rostro ni apellido, están dominados por un tiempo subjetivo que se impone a toda la realidad externa. Frente al clásico realismo de acción fluyente, encontramos sobre todo difusas vivencias interiores; la vida queda como en suspenso y sólo hay una mínima representación exterior de los personajes y de los hechos. No es raro que se escatimen hasta sus nombres; los hablantes quedan difuminados en monólogos y diálogos donde cada cierto número de frases vuelve a reproducirse un comienzo o una palabra; el discurso parece que flota monótono y machacante, en un laconismo repetitivo de ideas y palabras. Y, así y todo, el conjunto resulta de una expresividad poco frecuente, mezcla de lenguaje poético y de recreación del habla popular.
Los relatos de El llano en llamas, algunos descriptivos, sin acción, otros dramático-dialogados, resultan sencillos técnicamente, sólo en alguno se mezclan varias voces narrativas y los saltos espacio-temporales resultan controlables sin gran dificultad. En Pedro Páramo la cosa cambia. Anticipa modos que no serán corrientes en la novela hispanoamericana hasta mediados de los sesenta. Su característica técnica más acusada y expresiva es la fragmentación. La narración viene dividida en setenta fragmentos y su sucesión no es ni mucho menos lineal en cuanto a tiempo, espacio y personajes. La realidad, porque ella también es así, se cuenta de un modo extraño y aparentemente confuso. Además, este modo de narrar no da respiros, no hay momentos muertos.
Rulfo logra una expresividad poco frecuente, mezcla de lenguaje poético y de recreación del habla popular
Pedro Páramo es el cacique de Comala. Muerto su padre, toma las riendas de su propiedad, la Media Luna, y ya no habrá en la región otra voluntad que la suya. Se dedica a aumentar su patrimonio a base de asesinatos, y el censo haciendo hijos a diestro y siniestro. Todos aceptan el imperio de su personalidad, incluido el cura del pueblo, quien, al menos, sufre por ello. Juan Preciado, uno de sus bastardos, acude a Comala a pedir cuentas a su padre por encargo de la madre recién muerta. Se enterará bien de quién fue y de qué hizo, de los desmanes de uno de sus hermanos de sangre y del único auténtico amor que tuvo: el que lo engendró (y que fue lo único que no pudo conseguir en esta vida). Casi toda la novela está dominada por una inquietante ambigüedad provocada por la difusa frontera entre el reino de los vivos y el de los muertos. Esta ambigüedad incrementa las posibilidades de interpretaciones simbólico-míticas del libro (búsquedas de padre, del origen, del paraíso perdido, etc).
Quizás resulte más complicado explicar la novela que leerla. Ni los abundantes americanismos y términos rurales del texto, ni las evidentes circunstancias históricas y personales que inspiran los libros de Rulfo hacen de ellos libros locales: su tratamiento de personajes y asuntos los convierten en universales.
La temática de Rulfo no es original en la narrativa hispanoamericana; sí lo es su tratamiento estilístico y la atmósfera angustiosa que inventa con ese modo de narrar. Pedro Páramo es un impresionante monumento de condensación narrativa, un libro construido de silencios, de hilos colgantes y de escenas cortadas. Por esto merece la pena ser leído, a pesar de que la desesperanza de sus historias, justo lo que permite dar vuelo al ambiente que crea con su técnica, es a la vez su lastre y su derrota.