Cuatro mujeres adultas, liberadas de compromisos, desinhibidas en lo sexual… y absolutamente esclavizadas por la dictadura de la imagen y el poder de las marcas. Si Simone de Beauvoir resucitara y viera los resultados en taquilla de la película Sexo en Nueva York, volvería deprimida a su tumba. Afortunadamente, la autora de El segundo sexo no ha tenido que contemplar las oleadas de público -sobre todo femenino- que acudía en masa al estreno de una cinta que -al igual que la serie en la que se inspira- recoge una visión de la mujer situada en las antípodas de cualquier tipo de feminismo.
Mientras tantas personas han luchado y siguen luchando para hacer entender al mundo que la dignidad del hombre y la mujer es la misma y, por lo tanto, deben ser iguales sus derechos y deberes, las protagonistas de Sexo en Nueva York se muestran más preocupadas por los efectos del Botox.
Parece que para ellas, la lucha terminó en cuanto adquirieron una tarjeta de crédito para fundir. Una vez conseguida, los graves problemas a los que se enfrentan son dónde meter varias decenas de pares de zapatos, cómo enfrentarse a la mudanza del guardarropa, dónde beber el mejor cóctel o cómo disimular las patas de gallo (los michelines no entran en la categoría de problema sino directamente en la de drama, y me remito a la película).
A las protagonistas de la cinta no les interesa la política, ni tampoco les quita el sueño sus derechos y deberes, no se las ve leyendo un libro (como mucho hojean revistas) y, aunque se supone que trabajan, no hablan jamás de temas profesionales (en realidad, de lo único que hablan es de ropa y de hombres, y de esto último como camioneros, quizás sea por lo de la igualdad).
La única liberación que conocen les viene por la vía del consumo: ante un desplante, una enfermedad o una dificultad, compran. Y la propia película se convierte así en un enorme catálogo publicitario: coches, vestidos, muebles de diseño, zapatos, accesorios, viajes y hoteles. Una revista de 140 minutos con cientos de anuncios adosados en forma de fotogramas. Todo lo que una persona necesita para ser feliz o al menos para no pensar (que en la película parecen sinónimos). En definitiva, el encumbramiento de la frivolidad. Y la paradoja de convertir una de las más feroces y patentes tiranías –la del consumismo compulsivo– en símbolo de liberación.
Por supuesto, ante este planteamiento, la industria de la moda y el lujo se frota las manos. La lucha por la cultura, por los derechos, por la conciliación no da excesivo dinero, pero la competición brutal de las marcas, la carrera desenfrenada por envejecer sin arrugas, la olimpiada para adquirir el mejor ático o el deportivo más moderno reportan beneficios, y muchos.
Y la prueba es el aluvión de marcas que se han sumado a la película. Por ejemplo, uno de los personajes abandonará su cóctel favorito para beber vodka Skyy, una de las marcas que han llegado a un acuerdo con la productora New Line Cinema para promocionarse mutuamente. Contratos parecidos han firmado Bag Borrow or Steal (bolsos y joyas), Coty (perfumes), Glacéau Vitaminwater (agua perteneciente a Coca-Cola) y Mercedes-Benz. Estas marcas son las verdaderas protagonistas de la película. Ellas y los 300 vestidos que Patricia Field elaboró para la película (de paso ha lanzado una página web donde vende los artículos de la cinta en formato low cost).
La protagonista y coproductora de la película, Sarah Jessica Parker, sostenía hace unos días que Sexo en Nueva York haría historia en el cine. Lo dudo. Igual que dudo que contribuya a mejorar un ápice la situación de las mujeres, que, vistas en este espejo, acaban deformadas. Otra cosa es que haga historia enterrando bajo kilos de frivolidad cualquier pensamiento serio sobre el papel de la mujer en la sociedad.