La última novela de José Saramago, Todos los nombres, certifica el excelente momento narrativo que atraviesa uno de los autores más importantes de la literatura portuguesa actual. José Saramago no sólo es su escritor más internacional, sino que su nombre sale a la palestra todos los años como candidato al Premio Nobel, galardón que todavía no ha recaído en ningún autor de lengua portuguesa. El mensaje pesimista de toda su producción, acentuado en sus dos últimas novelas, Todos los nombres y Ensayo sobre la ceguera, es una de las principales señas de identidad de un escritor que, a pesar de los pesares, sigue creyendo en el ideario comunista.
José Saramago nace en 1922 en Azinhaga, un pequeño pueblo de la provincia de Santarém, en el seno de una familia de trabajadores rurales. A los dos años su familia se traslada a Lisboa; con bastantes penurias, consigue finalizar los estudios del Liceo, para después acceder a la formación profesional de cerrajero, profesión a la que se dedica durante tres años.
Desde muy joven se interesa por la literatura, que cultiva de manera autodidacta. Durante doce años es director literario de una editorial, ejerce también de crítico, y desde 1972 trabaja en el Diário de Lisboa como comentarista y director de su suplemento literario. Saramago compagina sus actividades literarias con su dedicación a la política como militante y dirigente del Partido Comunista. En 1975, después del golpe de Estado que dio paso a la democracia, es el director del Diário de Notícias. Una frustrante experiencia como diputado del Parlamento Europeo, que le distanció del Partido Comunista -al que sigue perteneciendo, ahora de una manera más emotiva-, y un fuerte fracaso sentimental le llevaron a ver en la literatura su tabla de salvación.
Hasta entonces, Saramago sólo había publicado en 1947, a los 25 años, una novela, Tierra de pecado, que pasó completamente inadvertida.
Tras su alejamiento de la política y abandonar el puesto de director del Diário de Notícias, se multiplica su actividad literaria con traducciones, relatos y varios libros de poesía que le sirven para encontrar su voz literaria. En 1977 publica su segunda novela, Manual de pintura y caligrafía, el pórtico de su tardía trayectoria como novelista. A diferencia de los escritores de su generación, Saramago participa más de las inquietudes de los novelistas portugueses que empiezan a darse a conocer a partir de 1980: Lidia Jorge, Almeida Faria, Mário de Carvalho, Hélia Correia…, aunque su literatura siempre transita por un territorio muy personal.
Desde fuera de Portugal
En 1992, su polémica novela El Evangelio según Jesucristo fue vetada por el ministro de Cultura para participar entre las candidatas al premio literario de la Comunidad Europea para el que había sido seleccionada. El veto derivó en escándalo y provocó su salida de Portugal para trasladarse a la isla española de Lanzarote, donde continúa residiendo.
Después de este incidente, mantiene con Portugal una conflictiva relación de amor y de odio. Salvo contadas excepciones, Saramago apenas tiene trato con el resto de los escritores portugueses, y acusa a la crítica de su país de prestar poca atención a su obra. Por su ideología comunista, Saramago ha sido muy crítico con la actuación de los socialdemócratas, y también con los socialistas, a los que ha acusado de carecer de un proyecto nacional propio y de someterse a los dictados de la Unión Europea.
Este discurso crítico, que afecta a la política, es compatible con el aprecio que siente por la historia, cultura y paisaje de su país, como queda bien patente en su libro Viaje a Portugal , escrito no para el turista accidental sino para el visitante sensible y reflexivo.
Pesimismo sin fisuras
El pesimismo es intrínseco a su concepción del mundo y a su literatura. Saramago tiene una tímida fe en una fraternidad que anhela pero que considera un deseo imposible, sobre todo cuando contempla el espectáculo del mundo, con sus incomprensibles desastres. Un pesimismo que se transforma en escepticismo a la hora de cuestionar las verdades adquiridas, que para él, como no existen las eternas, son las únicas que cuentan. En toda su literatura late un cierto compromiso social, que oscila en diferentes etapas desde el didactismo político a la solidaridad ciudadana.
Como respuesta a una de las preguntas de un cuestionario para la revista italiana Panorama -«¿En qué cree?»-, escribió: «Creo en el derecho a la solidaridad y en el deber de ser solidario. Creo que no hay ninguna incompatibilidad entre la firmeza de los valores propios y el respeto por los valores ajenos».
Anclado en el escepticismo más radical, Saramago ha convertido su crítica al cristianismo en uno de los ingredientes habituales de su literatura. Especialmente en su novela El Evangelio según Jesucristo, en la que, con las técnicas propias de la ficción, expone su rechazo a la intervención de Dios en la historia de la humanidad y al mensaje de Jesucristo. Pero este ateo atribuye una importancia sorprendente a los temas religiosos, como puede comprobarse en las frecuentes alusiones a Dios en Cuadernos de Lanzarote, libro de diarios que comprende desde 1994 hasta 1996.
Su negativa visión de la naturaleza humana le impide aceptar la existencia de un Dios que la haya permitido ser así. De una parte, presenta la creencia en Dios como una amenaza a la libertad humana; de otra, el hecho de que el hombre utilice mal la libertad se convierte en un argumento contra Dios. En el fondo, le parece impensable que Dios haya corrido el riesgo de respetar la libertad humana.
En estas y otras críticas a la religión, sus opiniones son más arraigadas que originales. La religión sería una creación simplemente humana («cuando la Historia necesita de un Dios, lo fabrica», dice haciendo eco a Feuerbach). Su visión volteriana del catolicismo le hace identificarlo siempre con el fanatismo y el absolutismo. Su relativismo no le impide asegurar categóricamente que «el mayor peligro de la fe se encuentra en el orgullo de considerarse a sí misma como única y exclusiva verdad».
Esperanza comunista
En un hombre tan dado al pesimismo, sorprende que siga manteniendo su esperanza en el ideal comunista, a pesar de todos sus descarrilamientos históricos. Con la misma acrobática argumentación que otros históricos militantes comunistas, Saramago denuncia «el capitalismo de Estado, funesta práctica de los países llamados del socialismo real, una caricatura trágica del ideal socialista». Pero el socialismo no es algo sepultado, sino que perdura como una señal de esperanza. En cambio, las realizaciones históricas del capitalismo bastan para calificarlo de inhumano.
Su conocido rechazo a una Europa comunitaria («soy un europeo escéptico») es una constante en su pensamiento, revelada también en alguna de sus novelas, como en La balsa de piedra. Conforme a una tradicional crítica comunista, para Saramago la Unión Europea es un mito peligroso: «La unidad europea está basada en la idea del negocio. Europa funciona como una empresa, manda el que tiene más acciones, y su corazón está en el Bundesbank. ¿Cómo se puede, además, estar a favor de una Europa que tiene 20 millones de parados?».
Historia y literatura
Saramago sintetiza su trayectoria literaria como «una meditación sobre el error, compañero constante de los hombres». Para ello trabaja con los materiales de la memoria, sobre todo la Historia, que utiliza como tema de sus novelas, de manera muy especial en Historia del cerco de Lisboa y Memorial del convento.
También existe una constante unidad en el estilo que emplea en sus novelas. Saramago reitera el uso de técnicas como la falta de puntuación en sus escritos, que encuentra justificación en la narración oral. Afirma que «escribe las palabras tanto para ser leídas como para ser oídas» y que «determinadas tendencias que reconozco y confirmo (estructuras barrocas, oratoria circular, simetría de elementos) supongo que vienen de una cierta idea del discurso oral tomado como música». El resultado es un estilo enrevesado, artificioso, lento, que exige un mantenido esfuerzo por parte del lector. Sin embargo, en sus dos últimas novelas, Ensayo sobre la ceguera y Todos los nombres, la contención verbal y estructural sustituyen al barroquismo redundante, lo que sin lugar a dudas ha sido bien recibido por el público.
Trayectoria de un escritor
En 1977 Saramago publica Manual de pintura y caligrafía, en el que se anuncian ya sus principales características y obsesiones literarias. El relato en primera persona de un pintor especializado en retratos es una reflexión sobre el amor, el destino, la historia, la sexualidad y la política. Junto al barroquismo estilístico, el pesimismo y agnosticismo definen la psicología de un personaje que expulsa al exterior las angustias biográficas de Saramago, inmerso por aquel entonces en una profunda crisis sentimental.
En Alzado del suelo (1980) retoma sus preocupaciones sociales, en esta ocasión describiendo la vida del campesinado portugués durante la dictadura de Oliveira Salazar (1932-1968). Es su novela más política y donde son más evidentes sus postulados marxistas.
Memorial del convento (1982) es un relato imaginario sobre la construcción de un convento franciscano en 1710 en Mafra. Escrita como si se tratase de una novela histórica, Saramago interpreta los sucesos en clave de lucha de clases, con un jerárquico contraste entre la vida palaciega de la corte del rey Juan V de Portugal y los padecimientos de un pueblo olvidado.
Pessoa, Iberia, Lisboa
En 1984 aparece una de las obras que le dieron más proyección internacional, El año de la muerte de Ricardo Reis. El poeta Fernando Pessoa ha muerto en 1935, y Ricardo Reis, uno de sus heterónimos, regresa a Lisboa después de conocer la noticia. Durante nueve meses, se le aparece el fantasma de Fernando Pessoa, con el que mantiene escépticas conversaciones sobre la vida y la muerte. Estos insólitos encuentros deberían haber tenido más importancia en el desarrollo de la novela; sin embargo, Saramago prefiere forzar el argumento para mostrar, por un lado, la desganada psicología de un poeta fuera de sitio y de su ciudad; y por otro, para construir una novela social de significado político, crítica con el cristianismo y con el momento político que atraviesan tanto Portugal, instalada en el régimen de Salazar, como España, donde Franco acaba de llegar al poder.
De 1986 es La balsa de piedra, una de sus novelas más entretenidas y accesibles, en la que cuenta la separación física de la península Ibérica del resto de Europa. Saramago apuesta en ella por la identidad e independencia de la cultura ibérica frente a la prepotencia de los otros pueblos europeos, que el autor describe con tintes grotescos.
En Historia del cerco de Lisboa (1989) Saramago reincide, como ya hiciera en Memorial del convento, en las relaciones entre la literatura y la Historia, la realidad y la escritura. Un corrector de pruebas decide alterar un libro en el que se relata el sitio de la ciudad de Lisboa, en 1147 en manos islámicas, por parte de los portugueses, con la ayuda de los cruzados. El corrector desconfía de la verosimilitud de estos hechos, y la alteración le obliga a reinventar la novela y los acontecimientos históricos, que se alternan con otro argumento, el de sus relaciones amorosas. Una novela de estilo complicado, pero de una gran ambición estética. Para Saramago, es un libro escrito «contra cualquier propósito de enarbolar como definitivo e incuestionable aquello que precisamente siempre definió lo que llamamos condición humana: la transitoriedad y la relatividad».
En 1991 aparece El Evangelio según Jesucristo, novela que creó polémica en Portugal. Saramago hace «un viaje al origen de una religión», narrando la historia de Jesús como mero hombre, eliminando su divinidad y las intervenciones sobrenaturales, y negando la historicidad de los Evangelios, que utiliza como ficción literaria. En Cuadernos de Lanzarote dice que cuando escribió esta obra sus criterios fueron los del novelista, «no los del historiador o del teólogo». De todos modos, esta relectura de los Evangelios es la misma que ya opusieron al cristianismo los escritores paganos, al menos desde Celso en el siglo II. Entonces como ahora, lo realmente escandaloso era decir que Jesucristo es Dios y hombre, y que ha resucitado. Presentarlo como mero hombre es apostar por lo que que entra en el orden de la normalidad. Y en una cultura como la actual donde la única herejía es la ortodoxia, resulta una audacia sin riesgo.
Una parábola cruel
Ensayo sobre la ceguera (1996) concentra la visión aterradora de un mundo trágico. La novela imagina una epidemia de ceguera fulminante que se abate sobre los habitantes de una ciudad no identificada. Poco a poco el mal se extiende y con él el caos social.
Mientras escribía esta novela Saramago era consciente, como dice en sus diarios, de estar creando un mundo repleto de horror: «Por esta vez la expresión de pesimismo de un escritor de Portugal no va a manifestarse por los canales habituales del lirismo melancólico que nos caracteriza. Será cruel, descarnado, ni el estilo estará presente para suavizarle las heridas». Saramago crea una parábola desesperanzada de la vida humana, donde la sociedad y el hombre son descritos de manera despiadada, sin apenas sitio para la solidaridad. El estilo discursivo y frío, como un ensayo, es de una eficacia estética demoledora.
Todos los nombres
En su última novela, Todos los nombres (1), reitera los recursos alegóricos ya utilizados en Ensayo sobre la ceguera, para reflejar su declarada insatisfacción filosófica y existencial. Tanto en su planteamiento como en su estructura y simbolismo, hay en Todos los nombres una pronunciada huella de la literatura de Kafka, el escritor que, junto con Borges y Pessoa, más ha contribuido a perfilar su deshumanizado mundo novelesco.
Don José, el único personaje de esta novela que tiene nombre propio, es un insípido escribiente de la Conservaduría General del Registro Civil. Su vida transcurre casi por entero en un trabajo tedioso que consiste en anotar datos en las miles y miles de fichas de los vivos y los muertos que forman un inmenso archivo irracional, laberíntico, kafkiano. La ambientación de esta Conservaduría es atemporal: los escribientes, casi como autómatas, en silencio, escriben mojando la pluma en el tintero y arrastran pesadas y mamotréticas escaleras para ascender a unos archivos inconmensurables, que encierran millones de fichas con los datos de todos los vivos y los muertos.
La única afición de don José para huir de su anodina y uniforme vida de escribiente es su colección de recortes de personajes famosos, que se ha dedicado a completar con los datos verdaderos que aparecen en sus correspondientes fichas personales, saltándose las rígidas normas de control de la Conservaduría General. Un día repara en la ficha de una mujer desconocida, de la que se cuentan muy pocos datos, apenas los más esenciales. De pronto, de una manera inexplicable, don José decide centrar toda su actividad en reconstruir la vida de esa mujer.
Desde ese momento don José no es el mismo. En el trabajo, tanto el jefe como los compañeros notan un peligroso cambio de actitud, lo que le lleva a cometer una serie de errores que ponen en peligro no sólo su estabilidad emocional sino el ritmo de trabajo de la Conservaduría General, todo un símbolo del sinsentido del mundo. Las indagaciones comienzan a dar su fruto y, al cabo de una serie de sucesos bastante insólitos, don José, desazonado y hundido, consigue encontrar en el Cementerio General de Todos los Nombres la tumba en la que está enterrada la mujer, que se suicidó por motivos desconocidos.
El argumento, dosificado con técnicas de la novela policiaca, funciona como una parábola de la existencia. Asimismo, el Cementerio y la Conservaduría, ambos espacios cerrados, son la imagen de un mundo absurdo, cuadriculado hasta la saciedad pero carente de las respuestas más importantes.
Como telón de fondo, Saramago reflexiona sobre el triste destino del hombre. Don José busca encontrar un resquicio que aporte mínimas dosis de dignidad a su anodina vida, pero lo único que consigue es darse de bruces con el desamparo y la burocracia. La única certeza que existe -piensa don José- es que «fuimos, somos y seremos polvo», anónimos e intercambiables trozos de nada.
La novela, escrita con un frío, austero y deductivo expresionismo, corta de raíz cualquier atisbo de esperanza. Saramago, quizá en su mejor momento como escritor, ha construido una estremecedora y nihilista parábola sobre la existencia humana: más allá de todos los nombres sólo se encuentra la muerte, y después la nada. Y otra vez vuelta a empezar.
Además de estas novelas, Saramago ha publicado un libro de viajes, Viaje a Portugal, una recopilación de sus crónicas periodísticas, Las maletas del viajero (1992), y un libro de relatos, Casi un objeto (1994). Entre sus piezas teatrales destaca In nomine dei (1993). También es autor de unos diarios, Cuadernos de Lanzarote, donde junto con páginas biográficas muy útiles para conocer su personalidad aparecen muchas notas insustanciales, más bien propias de una agenda que de un diario intimista, y en muchos pasajes con un tono narcisista. Prueba de que por mucho que uno desespere de la especia humana, puede estar bastante contento con ese ejemplar de la especie que es uno mismo.
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(1) José Saramago. Todos los nombres. Alfaguara. Madrid (1998). 323 págs. 2.600 ptas. T.o.: Todos os Nomes. Traducción: Pilar del Río.