Bolsonaro: mucho espectáculo, poca concreción

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Jair Bolsonaro, militar en la reserva y diputado federal por Río de Janeiro desde 1991, ha ratificado la rotunda victoria que consiguió hace menos de un mes en la primera vuelta de las elecciones presidenciales en Brasil. El empeño del candidato del Partido Social Liberal (PSL) por concentrar la atención de los votantes en su persona ha acabado pesando más que su programa, demasiado genérico.

(Actualizado el 31-10-2018)

En la primera vuelta, celebrada el 7 de octubre, Bolsonaro se impuso a sus 12 rivales con el 46% de los votos, casi 17 puntos porcentuales más que el segundo candidato, Fernando Haddad, y 33 más que el tercero, Ciro Gomes, ambos de izquierdas. Pero al líder del PSL le faltaron cuatro puntos para hacerse con la victoria definitiva. Esta la consiguió el 28 de octubre, en la segunda vuelta. Logró el 55,2 % de los votos frente al 44,8% de Haddad, del Partido de los Trabajadores (PT).

El amplio respaldo a Bolsonaro (49,2 millones de votos en la primera vuelta; 57,7, en la segunda) y la fragmentación del Congreso en 30 partidos pone de relieve el desencanto de buena parte de la sociedad brasileña con el PT, en el gobierno entre 2003 y 2016. “Las encuestas de opinión muestran que la mayoría de los votantes apoyaron a Bolsonaro porque quieren grandes cambios en el sistema político de Brasil, no porque estén de acuerdo con sus comentarios más radicales”, sostiene en The Guardian Maurício Santoro, profesor en la Universidad Estatal de Río de Janeiro.

Cambiar ¿a qué?

Muchos analistas coinciden en que el presidente electo, de 63 años, ha sabido aprovechar el hartazgo frente a la corrupción, la delincuencia (más de 60.000 homicidios al año) y la crisis económica.

Pero la vaguedad del programa de Bolsonaro en estos tres puntos es llamativa. Respecto al primero, lo más concreto que aparece es la promesa de rescatar “Las 10 medidas contra la corrupción”, presentadas en 2015 por el Ministerio Público Federal y modificadas por el Congreso, donde siguen pendientes de aprobación. También promete más transparencia y simplificar la burocracia, en la que ve una fuente de corrupción.

El presidente electo descubrió antes que Trump la eficacia del lenguaje provocador como trampolín político

En el apartado de la lucha contra la delincuencia –uno de los más polémicos– hay promesas concretas, como la de bajar la mayoría de edad penal a los 16 años o la de tipificar como “terrorismo” (sic) la invasión de tierras. Casi todas las otras, sin embargo, dejan muchas cosas en el aire. Bolsonaro promete “reformular el estatuto de desarme para garantizar el derecho del ciudadano a su legítima defensa” y a la de su familia y sus propiedades, pero no dice hasta dónde llegará la flexibilización de la venta de armas; promete dotar de más respaldo jurídico a los policías en el desempeño de su función, pero no aclara qué es lo que les estará permitido hacer ni bajo qué circunstancias se les eximiría de pena; promete hacer fuertes inversiones en recursos policiales, pero no especifica la dotación…

La economía es otro pilar del programa de Bolsonaro, con muchos objetivos a la vista y algo más desarrollados. Entre sus prioridades están: el equilibrio presupuestario y el control de la inflación; una reforma fiscal, que simplificará los tipos y reducirá los impuestos; una reforma del sistema de pensiones; un plan de privatizaciones de empresas estatales, con cuyos beneficios quiere reducir la deuda pública… Pero, de nuevo, escasean los datos concretos. En la reforma fiscal, se habla de las grandes líneas, pero no de los tramos que se verán beneficiados ni de la cuantía de las reducciones. Tampoco da un dato orientativo sobre el número de empresas que quiere privatizar. Promete una renta mínima para cada brasileño, pero de la cuantía no dice más que “será igual o superior” a lo que se percibe por el programa Bolsa Família.

Tampoco aclara cómo llevará la autoridad a las aulas, otra de sus medidas estrella.

“Sin contundencia, no te escuchan”

Fiel a su ideario liberal, el valor del que más habla el programa es la libertad. A partir de él, elabora su réplica –con mensajes simples– a quienes desconfían de sus credenciales demócratas por haber dicho en el pasado que aspiraba a gobernar “de forma parecida a como se hizo en el período entre 1964 y 1985”, bajo un régimen militar que él niega que fuera una dictadura. “Cambiaremos Brasil a través de la defensa de las leyes y de la obediencia a la Constitución”, dice el programa. “¡Somos defensores de la libertad de opinión, información, prensa, Internet, política y religiosa!”.

En el documento también hay alusiones vagas a “ideologías perversas”, pero baja poco al detalle, salvo cuando anuncia expresamente su intención de desterrar de la enseñanza “la ideología de Paulo Freire” –impulsor de la pedagogía crítica– y el adoctrinamiento sexual; o cuando denuncia el influjo del “marxismo cultural” y del “gramscismo”. Las alusiones a favor de la vida y la familia son muy discretas en comparación con el tono más comprometido de su web y de su campaña.

En esta ha pesado mucho la política espectáculo, rasgo que comparte con Donald Trump. Al igual que el presidente de EE.UU., Bolsonaro ha recurrido a las redes sociales para puentear a los medios tradicionales y así establecer una relación directa con sus seguidores.

Pero el carioca descubrió antes que Trump la eficacia del lenguaje provocador como trampolín político. “Sin contundencia, no te escuchan. Tenemos excelentes diputados que explican sus ideas de forma pulida y que, por eso, no encuentran eco en los medios”, declaró en una entrevista de 2011. A lo largo de su carrera política, Bolsonaro ha ido dejando un reguero de comentarios irrespetuosos, impropios de quien apela al “voto cristiano”.

¿Oportunismo religioso?

El recién elegido presidente se definió en esa entrevista como “un católico que ha frecuentado la Iglesia Baptista durante diez años”. Pero en 2016 fue bautizado por un pastor evangélico en el río Jordán y ha mantenido la ambigüedad respecto a su fe. Durante la campaña, ha jugado la baza religiosa. “Brasil por encima de todo. Dios por encima de todo”, ha sido su lema oficial. Y el día de su victoria no dudó en declarar que se disponía a cumplir “una misión de Dios”.

Los electores cristianos que le han apoyado tendrán que estar atentos para evitar la instrumentalización de la religión. En el contexto actual, esta puede venir de dos frentes. De un lado, la del propio Bolsonaro, si se empeña en presentar como religiosas unas posiciones que no son estrictamente de fe. De otro, la de los críticos del presidente electo, que ya hablaban durante la campaña de un “populismo religioso”. Expresión con la que pretenden endosar el populismo de un líder político a toda una confesión religiosa. O a unos puntos de vista con los que discrepan en debates sobre la vida, el matrimonio, la libertad de conciencia o la educación.

Bolsonaro se enfrenta al reto de convertir las promesas de cambio en realidad tangible

A diferencia de varios líderes evangélicos, que han apoyado expresamente a Bolsonaro, la Conferencia Episcopal católica ha mantenido una prudente distancia. El día después de las elecciones, la web de los obispos destacó un comentario de Walmor Oliveira de Azevedo, arzobispo de Belo Horizonte, cuyos mensajes resultan elocuentes: “No se puede creer en la solución inmediata de los problemas, simplemente porque determinado candidato ganó los comicios. (…) Para vencer sus muchos problemas, el pueblo brasileño necesita buscar respuestas basadas en un profundo humanismo, en principios y valores fundamentales conforme al sistema democrático”. Y subrayó como principios ineludibles de una “auténtica democracia” el Estado de derecho, el respeto a los derechos y la dignidad humana y la búsqueda del bien común.

Quienes han votado a Bolsonaro con la esperanza de que traiga un cambio decisivo –y a su favor tiene una trayectoria política libre de corrupción– se enfrentan a otro riesgo: el del desengaño con un proyecto por ahora poco perfilado. Es uno de los efectos de la política espectáculo: la confusión de las expectativas ante “lo que es factible de verdad o solo humo electoral”, como escribió Fernando Vallespín a propósito del auge de los políticos showman.

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