Nuevos datos sobre la eutanasia en Holanda
Aunque la práctica de la eutanasia en Holanda ya casi no es noticia, vuelve a estar de actualidad con motivo de la publicación de una reciente investigación que desvela nuevos aspectos de lo que los autores llaman «decisiones médicas en torno al fin de la vida». Estos datos vienen a corroborar los resultados reales que se obtuvieron en el informe oficial de 1991 y contribuyen a desvelar la maniobra de desinformación que se llevó a cabo cuando se hizo público. Ahora se confirma que en Holanda la eutanasia -en especial la practicada sin previa petición del paciente- es mucho más frecuente de lo que se quiso reconocer.
El artículo recientemente publicado en British Medical Journal (1) centra su investigación en los médicos de cabecera. Y es bastante amplio: entrevista a 405 médicos, analiza 5.197 certificados de defunción, y hace que los médicos rellenen cuestionarios acerca de cómo han llevado los últimos momentos de 2.257 pacientes. Este estudio es especialmente pertinente, pues el 42% de los enfermos holandeses mueren en casa, atendidos por su médico de cabecera. ¿Es esta atención respetuosa con la vida humana?
Los resultados afirman, por una parte, que los médicos de cabecera toman menos «decisiones entorno al fin de la vida» que sus colegas de hospital o de residencia de ancianos: «sólo» en el 34% de sus pacientes moribundos, contra el 40% y el 56%, respectivamente (este último porcentaje concuerda con gran fidelidad con las cifras del informe oficial de 1991).
Lo más alarmante de todo esto es que los médicos de cabecera discutieron mucho menos que sus colegas de hospital su decisión con los pacientes: en más de la mitad de los casos, actuaron sin hablar con el paciente. Alegan, en su mayor parte, que lo hacían por el bien del enfermo: pensaban que hablar con él de un tema tan espinoso le habría traído más agobios y molestias que beneficios.
La conclusión que se puede extraer de este estudio es evidente: los médicos de cabecera, cuyo trabajo exige a menudo la atención personalizada y sacrificada tan necesaria para el alivio y el consuelo de los pacientes terminales, son los que caen más fácilmente en la tentación de poner fin a la vida de sus enfermos. Sin embargo, como era de esperar, visten esta decisión de cuidado paternal por sus pacientes.
El informe Remmelink
A finales del año 1990, probablemente pensando en la legalización que posteriormente se llevó a cabo, el fiscal general, J. Remmelink, encargó la realización de un informe acerca de la práctica de la eutanasia en Holanda. Oficialmente, la finalidad del informe era averiguar la frecuencia con que se practicaba la eutanasia involuntaria, es decir, la que se llevaba a cabo sin que mediara petición por parte del paciente.
En ese momento, el hecho de que la eutanasia no estuviera legalmente admitida no significaba que no se practicara. La Real Sociedad Holandesa de Médicos ya había dado, para aquel entonces, una normativa que obligaba a los médicos que pretendieran realizar la eutanasia a tomar una serie de medidas de precaución. El paciente debía expresar su voluntad de morir, abierta y reiteradamente, y ante testigos. Además, era preciso asegurarse, mediante un examen por parte de otro médico, que su petición no se debía a un trastorno psicológico subyacente, y que la enfermedad era terminal y sin remedio, pues no se disponía de procedimientos para aliviarla.
Además, existía un visto bueno de los tribunales holandeses: años antes, tras un pleito en el que se acusó a un médico de practicar la eutanasia, ilegal por entonces, los jueces afirmaron que, en cuestiones sobre la vida y la muerte, los médicos son los que más saben y que, por esa razón, no parecía pertinente procesar judicialmente a médicos por hacer morir a un enfermo. De este modo, la justicia dejaba, de hecho, campo libre a lo que los médicos quisieran hacer con la vida de sus pacientes.
El informe Remmelink es muy completo. Sin embargo, lo que se dio a la luz pública y tuvo más resonancia fue el resumen del informe, traducido al inglés. Este resumen se limitó a consignar los casos en que había habido eutanasia, definida como provocar la muerte del paciente a petición de éste. Según este criterio, el total de eutanasias provocadas en Holanda era de unas 2.300 al año, número relativamente corto, si se considera que en 1990 fallecieron unas 130.000 personas en todo el país.
Las verdaderas cifras de 1990
Sin embargo, analistas independientes (2) dieron a conocer, también en lengua inglesa, interpretaciones no tan halagüeñas de ese informe. Efectivamente, anualmente se llevaban a cabo 2.300 eutanasias a petición del paciente. Pero, aunque no figuraban en el resumen del informe, el texto original indicaba que también se realizaban muchas otras formas de eutanasia, si se aceptaba como eutanasia la definición de la Organización Médica Mundial: acción del médico que provoca deliberadamente la muerte del paciente.
Concretamente, el informe señalaba que en el año estudiado hubo 400 casos de cooperación al suicidio; 1.000 de eutanasia sin que mediara petición alguna del paciente; 5.800 en que se retiró o no se inició un tratamiento útil a petición del paciente y, a consecuencia de ello, murieron 4.756 enfermos. De los 25.000 casos en que se retiró o se omitió un tratamiento sin que mediara petición del paciente, en 8.750 esta acción se realizó con la intención de terminar con su vida. De los 22.500 pacientes que murieron por sobredosis de morfina, la dosis se administró con la intención de acelerar la muerte en 8.100 casos.
Si se suman todos estos casos de eutanasia, se obtienen 25.306 en un año (ver cuadro de la pág. 3). Como el resumen afirma que sólo se realizaron 2.300, quedaron excluidos 23.306 casos que el informe Remmelink no considera eutanasia, aunque lo son en realidad. El informe, sin embargo, denominaba todas esas acciones que matan al paciente como «decisiones médicas en torno al fin de la vida».
Eutanasia involuntaria
Sin embargo, lo que más asusta de este informe es la frecuencia con que la eutanasia se practicaba sin conocimiento del paciente. Según la interpretación más fidedigna de los datos que acabamos de exponer, y que se separa sustancialmente del resumen oficial, aquel año se practicaron 14.691 eutanasias sin conocimiento del paciente (11,3% de las muertes que sucedieron en el país). Esta cifra incluye 1.000 casos de eutanasia activa involuntaria (lo que iba buscando el informe), más 4.941 casos de sobredosis de morfina y 8.750 de retirada u omisión de tratamiento con intención de terminar con la vida del paciente y sin su consentimiento. A estos casos habría que sumar, como indica el propio informe, los de eutanasia involuntaria de recién nacidos con malformaciones, de niños con enfermedades graves y de enfermos psiquiátricos.
Paradójicamente, el resumen oficial del informe afirma que los 1.000 casos de eutanasia involuntaria que reconoce son, realmente, una ayuda caritativa a morir en caso de enfermos muy necesitados.
Decisión trivial
Estos datos acerca de la despreocupación real de los médicos por sus pacientes se ven confirmados por otros hallazgos del informe (igualmente ausentes del resumen inglés). La comisión Remmelink señala que se rechazaron 6.700 peticiones de eutanasia, y considera que esta cifra es indicativa de la seriedad con que los médicos se toman la cuestión.
Sin embargo, el mismo informe señala que el 51% de los médicos consideran la eutanasia involuntaria una opción digna de ser tenida en cuenta, y que el 27% la ha llevado a cabo alguna vez (un estudio del año 1989 señalaba, sin embargo, que la había realizado el 41,1% de los médicos entrevistados). Contra la interpretación oficial del informe, queda claro que la decisión de matar al paciente se está convirtiendo en algo bastante trivial.
Lo mismo apuntan otras cifras: el 11% de las eutanasias involuntarias se realizaron a pacientes parcialmente conscientes. El 8% de los pacientes sometidos a eutanasia involuntaria eran ancianos dementes. En otro 8% de los casos, los médicos procedían a la eutanasia involuntaria aunque pensaban que todavía quedaban otras posibilidades de acción.
Las razones aducidas eran, principalmente, la «baja calidad de vida», la «ausencia de perspectivas de mejoría» y la «excesiva carga para la familia». No es necesario advertir que las directrices del colegio de médicos sobre la eutanasia resultaban violadas por casi todas esas conductas.
Como resumen, podemos dar cifras globales: en el año 1990, antes de estar legalizada, hubo 130.000 muertes en Holanda; de ellas, 43.300 fueron repentinas; de las 86.700 restantes, 49.000 tuvieron que ver con lo que hizo el médico. Expresado en porcentaje, podemos decir que la acción médica acortó efectiva o probablemente la vida de los pacientes en el 56,6% de los enfermos que murieron en una cama.
La conclusión que permiten extraer estos datos parece clara: una vez que la práctica de la eutanasia se encuentra más o menos aceptada por la clase médica, la preocupación por los pacientes decae de manera alarmante, de modo que se considera cada vez con mayor facilidad que terminar con la vida del paciente, incluso sin consultarle, puede ser la salida más conveniente.
Antonio PardoAntonio Pardo es profesor del Departamento de Bioética de la Universidad de Navarra.Qué quiere en realidad quien pide la eutanasia
A menudo se presenta la eutanasia como un derecho de los enfermos incurables, que pueden preferir la muerte a soportar los sufrimientos. Pero quienes conocen de cerca el caso de estas personas no suelen pensar del mismo modo. La revista Réseau (noviembre 1994), de la Universidad de Quebec, recoge las opiniones de dos especialistas canadienses, una psicoterapeuta y un psicólogo.
Chantal Saint-Jarre tiene una amplia experiencia clínica con pacientes terminales, en especial enfermos de SIDA. Para ella, la respuesta al «ensañamiento terapéutico» es la medicina paliativa. «Acompañar a un moribundo es, de hecho, una obligación de no matar». «La medicina paliativa, que trata de aliviar los síntomas y controlar el dolor, y el acompañamiento a los moribundos, dentro de los cuidados paliativos (…); todo esto es, a su manera, una forma de decir no a la eutanasia». «La idea de que la muerte sería más dulce merced a un cóctel de pastillas equivale a promover, mucho antes de la eutanasia real, una especie de eutanasia psíquica (…), pues el mensaje que se transmite al enfermo viene a ser que el tiempo que le queda de vida no vale la pena: es un tiempo muerto».
Por eso Saint-Jarre se opone a la legalización de la eutanasia, «que abriría la puerta a abusos intolerables. Puedo asegurar que, desde el momento en que se diga sí a la eutanasia, ya nunca habrá preocupación por formar médicos competentes en el terreno de los cuidados paliativos ni personal clínico capaz de responder a las necesidades de los enfermos graves y de los moribundos».
Si los cuidados paliativos hacen superflua la eutanasia, las demandas de eutanasia, por parte de enfermos terminales, revelan la falta de cuidados paliativos. «Hay que saber entenderlo que se oculta detrás de las peticiones de eutanasia: ¿es realmente esa la voluntad del moribundo, o la de su familia o de los médicos que no pueden más con el enfermo? Bajo una demanda explícita de eutanasia se esconde a menudo una petición de ayuda psicológica y espiritual que se puede resumir así: ‘Dadme amor, acogedme'».
También el psicólogo Brian L. Mishara se apoya, para rechazar la legalización de la eutanasia, en que la voluntad real y libre de morir es completamente excepcional. Mishara, profesor de la Universidad de Quebec y especialista en suicidio, recuerda las conclusiones de los estudios sobre esta materia. «Por cada suicidio consumado se cuentan de cincuenta a cien tentativas de suicidio. ¿Por qué una tasa tan elevada de intentos abortados? Porque la gran mayoría de los implicados cambian de idea antes de consumar el intento. Quieren, pues, buscar ayuda o detenerla tentativa antes de que ésta sea irreversible. Es muy raro que una persona se mate porque desee morir. Más bien busca escapar de una situación que se ha hecho insostenible. Las investigaciones sobre el suicidio demuestran que casi siempre está presente la ambivalencia, el hecho de no saber si se debe proseguir o detener el intento, incluso en los casos del llamado suicidio ‘racional’ cometido por enfermos en fase terminal».
De aquí extrae Mishara una conclusión jurídica: «Los que atentan suicidio y los que cambian de idea pese a la adversidad de su situación -como una enfermedad que ocasiona graves limitaciones o está en fase terminal- deciden ejercer el derecho de vivir (…). Mientras el suicidio sea un acto individual, la persona puede ejercer este derecho humano fundamental. Pero si hay cooperación al suicidio y están implicadas en el proceso otras personas -médico, familiares, amigos…-, entonces este derecho puede resultar amenazado». Pues, en tal caso, «el individuo ya no está solo para tomar una decisión. Y se desconocen por completo las presiones sociales, médicas o incluso psicológicas que pueden influir en el deseo de morir. La presencia de otros, que consideren bueno para el interesado poner fin a su vida, (…) puede incitarle a consumar el intento y, así, poner en peligro su libertad de cambiar de idea».
En consecuencia, Mishara no cree que una hipotética regulación de la eutanasia pueda -contra lo que sostienen los partidarios de la legalización- garantizar que sólo se atiendan las demandas originadas en una decisión racional. «La decisión de poner fin a la propia vida nunca es completamente racional». De hecho, no son los dolores físicos los que realmente incitan al suicidio, sino más bien los sufrimientos psicológicos. Así lo indica un dato: «Se registran más casos de suicidio entre las personas seropositivas que entre las que han desarrollado el virus del SIDA».
_________________________(1) L. Pijnenborg, J.M. Delden, J.W.P.J. Kardaun, J.J. Glerum, P.J. Maas, «Nationwide study of decisions concerning the end of life in general practice in the Netherlands», British Medical Journal 1994; 309: 1.209-12.(2) R. Fenigsen, «The Report of the Dutch Governmental Committee on Euthanasia», Issues in Law & Medicine 1991; 7: 339-44.