El dominio del darwinismo en la explicación de la evolución ha sido discutido, con especial fuerza, a partir de la aparición en los años noventa del movimiento del «Intelligent Design» (ID). Desde un punto de vista que quiere ser estrictamente científico, y sobre la base de las aportaciones de la bioquímica, los defensores del ID advierten la existencia de un diseño en la naturaleza y niegan que algunos sistemas complejos puedan haberse formado de manera gradual. En EE.UU. y en Holanda el debate ha llegado a la organización de la escuela (ver Aceprensa 81/05). (*)
Los argumentos esgrimidos por los integrantes de este movimiento han conseguido renovar una vieja polémica que se mantiene viva en EE.UU. casi desde la misma aparición de la teoría de la evolución de Darwin. Originalmente pugnan entre sí dos teorías rivales: el creacionismo y el evolucionismo. Ahora el enfrentamiento ofrece muchos más matices. Los componentes del ID no se presentan como alternativa al evolucionismo desde la autoridad de la Sagrada Escritura, sino que sostienen que sus argumentos tienen un carácter estrictamente científico.
La persona que consiguió catalizar el movimiento del ID fue Phillip E. Johnson, que en los años ochenta había alcanzado gran prestigio como abogado y daba clases de Derecho en la Universidad de Berkeley. Su figura se hizo muy popular entre los defensores del creacionismo a raíz de un enfrentamiento dialéctico que mantuvo con Stephen Jay Gould, que entonces era ya también un prestigioso y conocido biólogo evolucionista y agnóstico declarado.
¿Teoría científica o filosófica?
A finales de los ochenta Johnson era profesor visitante en el University College de Londres, donde leyó la polémica obra de Richard Dawkins «El relojero ciego». Después de un estudio atento del libro, llegó a la conclusión de que los argumentos expuestos por Dawkins no podían considerarse legítimamente científicos; más bien parecían argumentos del tipo de los empleados en las defensas judiciales con las que tan familiarizado estaba Johnson. Impulsado por esta idea, siguió trabajando sobre los libros más populares de entonces sobre la evolución. Como resultado de este estudio publicó en 1991 un libro titulado «Darwin on Trial», en el que hacía una dura crítica al darwinismo acusándolo de no ser una teoría científica sino una filosofía materialista. El libro alcanzó una gran difusión e hizo más famoso aún a su autor.
A lo largo de los años noventa, en gran parte por el eficaz impulso de Johnson (1), el movimiento ID se fue consolidando desde diversos puntos de vista. En los últimos noventa consiguieron también que distintas personalidades de prestigio en el mundo académico y científico entraran en diálogo con ellos. A lo largo de esa década también consiguieron aumentar notablemente el número de científicos y estudiantes interesados en trabajar para el ID. Dos de las incorporaciones más importantes fueron Michael Behe y William Dembski, que han desempeñado un papel decisivo en el desarrollo y difusión del ID.
Michael Behe, bioquímico y profesor de la Universidad de Lehigh, comienza a ser un miembro destacado del movimiento ID en 1992. Cuatro años más tarde expuso sus ideas bien ordenadas y desarrolladas en un libro de divulgación científica titulado La caja negra de Darwin. El libro fue un gran éxito editorial. Recibió también, junto con multitud de críticas a favor y en contra de las tesis defendidas, el reconocimiento de la mayor parte de los especialistas en estas áreas, por la calidad del trabajo. Posiblemente haya sido el libro que más ha contribuido a hacer creíble el «Diseño Inteligente» y a hacerle ganar terreno en el ámbito académico.
La caja negra de Darwin
Es claro que en el mundo natural, el que nos presenta nuestro conocimiento ordinario de la naturaleza, encontramos una extraordinaria complejidad. Dicha complejidad hace difícil la explicación de la evolución de las especies desde la perspectiva darwinista, es decir, aquella que se alcanza sólo con modificaciones casuales -sin ningún propósito especial- y selección natural. Una de las consecuencias lógicas de esta doctrina es que la evolución se produce de una manera gradual.
Michael Behe, en «La caja negra de Darwin», comienza su crítica al darwinismo con un ejemplo que es uno de los preferidos por los creacionistas: el escarabajo bombardero. Este animal posee un sofisticado sistema defensivo cuyo esquema incluso ha sido estudiado como posible método de propulsión de cohetes. Como ocurre en otros muchos ejemplos de la naturaleza que el autor podría haber elegido, la complejidad que manifiesta este pequeño animal hace muy difícil explicar su aparición siguiendo el esquema darwiniano. A la complejidad que se resiste a ser explicada por el evolucionismo de tipo darwinista, Behe la llama irreductible.
Complejidad irreductible
En el sistema anterior y en otros de complejidad semejante o mayor, la explicación gradualista es difícil de refutar o de defender. Esto es debido a que se argumenta a partir de elementos que ya, de por sí, son complejos. Lo que se dice en esa situación, afirma Behe, se parece a decir que para construir un aparato de música estéreo basta con unir dos altavoces, un amplificador también estéreo, un reproductor de CD y un sintonizador. Lo que se ha dicho no es mentira, pero realmente es muy poco. La explicación parte de bloques que ya son ellos mismos difíciles de explicar.
La pregunta que se hace el autor de «La caja negra de Darwin» es, precisamente, si existe algún sistema biológico que permita afirmar con certeza científica que posee complejidad irreductible, es decir, que no se ha podido alcanzar de una manera gradual: cambios pequeños que supongan ventajas competitivas y selección natural. Es una pregunta que de tener respuesta afirmativa iría directamente contra el núcleo de la teoría darwiniana (2). En este punto del discurso conviene precisar, así lo hace el autor, lo que él entiende por sistema irreductiblemente complejo: «Con esta expresión me refiero a un solo sistema compuesto por varias piezas armónicas e interactuantes que contribuyen a la función básica, en el cual la eliminación de cualquiera de estas piezas impide al sistema funcionar». Es clave en la argumentación que hace Behe admitir que esas «piezas» son realmente elementales: como los tornillos y las tuercas del coche en relación con su fabricación. La solución de la casualidad múltiple para dar razón de la aparición de dichos sistemas en la Naturaleza no es aceptada ni por los actuales darwinistas más beligerantes (3).
En los artefactos es muy sencillo determinar si es aplicable la definición de complejidad irreductible. Behe se sirve, para exponer sus ideas, del análisis de un artefacto en el que es fácilmente aplicable su definición y en el que podemos determinar, por tanto, si se trata de un sistema irreductiblemente complejo. El artefacto es la clásica ratonera. En ella se sabe perfectamente su función, atrapar ratones, y cuáles son los elementos básicos, «las piezas», que la componen. Es patente con sólo ver la trampa que para conseguir realizar adecuadamente su función es necesario que funcionen todas las piezas y tengan la forma y características necesarias. Si falta sólo una, o no está como debe, o no tiene el tamaño requerido, etc., la trampa no funciona. Se trata de un sistema de complejidad irreductible. Es también claro que un sistema que, como éste, sea irreductiblemente complejo no puede alcanzarse de una manera gradual: o está todo o no tenemos trampa; una trampa que no tiene muelle, o cualquier otra pieza, no sería capaz de ejercer su función mínima: cazar el ratón.
Podremos aplicar estas nociones a sistemas biológicos, o sistemas naturales en general, sólo si somos capaces de aplicarles la definición de complejidad irreductible, es decir, si podemos «enumerar las partes del sistema y reconocer una función». Las partes, como hemos dicho anteriormente, deben ser elementales. Para Behe, en la actualidad estamos en condiciones de abordar ese problema: la ciencia que lo permite se llama bioquímica.
Sistemas bioquímicos y diseño
La bioquímica moderna nos ha permitido, según Behe, llegar hasta los ladrillos con los que están formados todos los seres vivos. Lo anterior equivale a descubrir qué hay en el interior de la «caja negra», poder desvelar los «mecanismos» mediante los cuales dichas «piezas» se relacionan entre sí sosteniendo las distintas funciones que nos presenta nuestra experiencia ordinaria.
Para ilustrar las palabras anteriores, el autor de La caja negra de Darwin va pasando revista a un conjunto de sistemas de los que se puede decir que sabemos su composición desde el nivel atómico. Asume que los ladrillos de dichos sistemas son básicamente los aminoácidos, con los cuales se forman las proteínas, y que estas son maravillosas y diminutas máquinas moleculares (motores, trasportadores, cortadoras, replicadoras, etc.) que pueden alcanzar un grado de complejidad asombroso, que tienen funciones perfectamente definidas y cuyo funcionamiento, al menos en un buen número de casos, conocemos con suficiente detalle. Cada uno de estos ejemplos en los que es aplicable su definición permiten concluir que, asombrosamente, ostentan complejidad irreductible.
Behe ha estudiado con suficiente detalle diversos ejemplos de sistemas bioquímicos (el cilio o flagelo bacteriano, la coagulación de la sangre, la estructura de los distintos subsistemas de una célula eucariota, el sistema de transporte de proteínas, etc.).
El análisis detallado de estos ejemplos, y el hecho de que se conozca su estructura hasta el nivel molecular, llevan a Behe a afirmar en ellos la evidencia de diseño. Del mismo modo que en el caso de la ratonera, por ser un sistema de complejidad irreductible, todos estamos de acuerdo en afirmar que ha sido diseñada y fabricada, en los sistemas estudiados es necesario afirmar sin ningún miedo a equivocarse que son sistemas diseñados. Esto es lo que afirma Behe. Se entiende por diseño la intervención de un actor inteligente que ha dado forma a dichos sistemas. No se presupone ni quién es el actor ni cuando ejerció su actividad creativa.
El hecho de afirmar la existencia de diseño tampoco impide a Behe aceptar la evolución e incluso, en una cierta medida, el darwinismo. Lo que niega categóricamente es que los sistemas que poseen complejidad irreductible puedan haberse formado de una manera gradual, según explica el neodarwinismo.
No por leyes naturales
Behe también niega que estos sistemas hayan podido surgir como consecuencia de unas leyes naturales que, contando con el tiempo, han dado lugar a esos organismos. Lo que defiende Behe, y así lo ha confirmado en escritos en los que responde a diversas críticas, es que el diseñador ha actuado creando estructuras que no son explicables desde las leyes naturales. Él llama a este tipo de diseño «diseño en sentido fuerte», es decir, el mismo tipo de intervención que es necesaria en la fabricación de un artefacto como la ratonera. La naturaleza de los elementos que componen este último sistema artificial, no da explicación de cómo se han combinado en orden a poder realizar la función que cumplen.
Como la probabilidad de que la unión de sus elementos sea una coincidencia múltiple resulta despreciable, hay que concluir que la causa que los ha unido es externa a los mismos elementos y, además, que dicha causa es el diseño previo y su construcción de acuerdo con esos planes. Es obviamente necesaria la intervención de un agente capaz de materializar dicho diseño.
Otro personaje destacado del ID es William A. Dembski, que ha realizado trabajos de postgrado en Matemáticas en el MIT, en Física en la Universidad de Chicago y en Ciencias de la Computación en Princeton. Su empuje, junto con la amplitud de su formación matemática, filosófica y teológica, le han facilitado asumir el liderazgo dentro del movimiento a partir de los últimos noventa. En sus múltiples publicaciones defiende que el diseño se puede detectar científicamente y explica cómo hacerlo.
El problema principal que se plantea es: ¿cómo descubrir que en la naturaleza existe diseño y que, por tanto, no todo se reduce a azar y necesidad? Dembski responde a esta pregunta de una manera tajante afirmando que el diseño se puede inferir, y propone un algoritmo para hacerlo.
Reacción frente al Intelligent Design
El libro «La caja negra de Darwin» alcanzó una gran difusión después de su publicación en 1996. El ID avivó el fuego del debate entre los que Johnson ha calificado como naturalistas, y los que podemos calificar con toda la generalidad posible antinaturalistas. La realidad es que las cosas no son tan sencillas como para verlas en blanco o negro y, por ejemplo, no solamente son críticos del ID los materialistas (4), con los cuales los defensores del movimiento tienden a identificar a los naturalistas. Hay científicos de reconocido prestigio, que admiten su fe -no exenta de razones- en un universo fruto de la creación divina y, por tanto, partidarios de un cierto tipo de diseño, que plantean serias objeciones a las tesis defendidas por el mismo Behe y, por supuesto, del resto de los integrantes de su movimiento.
Uno de estos objetores es el biólogo Kenneth R. Miller. Este científico, que defiende en gran medida el gradualismo neodarwinista, emplea también el ejemplo de la ratonera para argumentar de una manera darwiniana y dar una posible explicación de estos tipos de sistemas que entonces no poseerían verdadera complejidad irreductible. Las críticas contra el ID son mucho más encendidas entre los que son abierta y declaradamente materialistas, como los científicos y divulgadores Richard Dawkins, Peter Atkins o, de un modo distinto, el filósofo Elliot Sober.
Tintes ideológicos y ciencia
El nacimiento del ID tiene lugar en un escenario que está claramente marcado por una polémica que, al menos en parte, tiene tintes ideológicos y no se ha desarrollado exclusivamente en el ámbito científico. Para empezar, lo que se cuestiona y se defiende es el carácter científico tanto del ID como del darwinismo.
Hay por parte de los defensores del ID un recurso constante a apoyarse en la experiencia de diseño que tenemos en relación con los artefactos. En sus argumentos se utiliza lo que ocurre con los artefactos como ejemplos. Hay una equiparación del mundo artificial con el mundo natural que en algunos argumentos puede ser legítima, pero que también suscita la sospecha de que los presupuestos intelectuales en los que se mueven son próximos al mecanicismo. En este punto y, por las mismas razones, también el darwinismo resulta sospechoso de mecanicismo. Aclarar hasta qué punto son verdaderas estas sospechas puede contribuir a iluminar el debate.
La crítica que el ID hace contra el darwinismo parece tener suficiente entidad (noción de complejidad irreductible). No parece, sin embargo, ser tan consistente en la defensa que hace de sí mismo. Pensamos que los puntos débiles del darwinismo frente al ID son también los que impiden que el ID sea consistente en su propia autodefensa.
Santiago Collado, licenciado en Física y doctor en Filosofía, es profesor de Filosofía de la Naturaleza en la Universidad de Navarra. E-mail: scollado@unav.es.
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(*) Este artículo es una versión resumida de un texto más amplio publicado en el seminario del Grupo de Investigación Ciencia, Razón y Fe de la Universidad de Navarra ( www.unav.es/cryf/).
(1) Johnson afirmó que el «Intelligent Design» era como una «cuña» con la que sería capaz de romper la monolítica cultura materialista, sólidamente instaurada hasta ese momento en el ámbito científico.
(2) Behe reproduce en la página 60 de su libro la afirmación de Darwin siguiente: «Si se pudiera demostrar la existencia de cualquier órgano complejo que no se pudo haber formado mediante numerosas y leves modificaciones sucesivas, mi teoría se desmoronaría por completo».
(3) El siguiente texto de Richard Dawkins también es reproducido por Behe: «Es muy posible que la evolución no sea siempre gradual. Pero debe ser gradual cuando se usa para explicar el surgimiento de objetos complejos que al parecer tienen un diseño. Como los ojos. Pues si no es gradual en estos casos, deja de tener capacidad explicativa. Sin gradualismo en estos casos, regresamos al milagro, que es simplemente un sinónimo de ausencia total de explicación».
(4) Empleamos aquí el calificativo de materialista para designar a aquellos que defienden la imposibilidad de encontrar otras causas en la realidad física distintas a la misma materia. Esta sería la causa primera y última de toda la realidad.