Los índices de divorcio y cohabitación parecen delatar que muchos no se creen capaces de iniciar o mantener un matrimonio. En la revista norteamericana Public Interest (invierno 1997), el profesor de la Universidad de Chicago Leon R. Kass propone explicaciones y remedios de esa inmadurez.
(…) La extendida experiencia del divorcio es mortal para el noviazgo y el matrimonio. Algunos sostienen, contra toda evidencia, que los hijos de divorciados tendrán más éxito que sus padres en el matrimonio porque han aprendido la importancia que tiene elegir bien. Pero la baraja está marcada en contra de ellos. A muchos les asusta el matrimonio, en cuyas posibilidades de durar simplemente no creen. Peor aún, en muchos casos están en desventaja para el amor y la intimidad. No han tenido ejemplos de éxito conyugal que imitar, y su capacidad de confiar y amar ha quedado seriamente dañada a causa de la traición de la confianza primera que todos los niños depositan naturalmente en sus padres.
Es, sin duda, el miedo a cometer un error en el matrimonio lo que lleva a algunos a optar por la cohabitación, que en ciertos casos las parejas toman como un «matrimonio a prueba». Es mucho más fácil, dicen, lograr el conocimiento mutuo cohabitando que mediante los artificiales métodos de noviazgo de antes. Pero tales soluciones, incluso cuando acaban en matrimonio, no son, precisamente por ser experimentos, experimentos de matrimonio. El matrimonio no es algo que uno se prueba para ver si le va bien, y después decide si se lo queda; es más bien algo por lo que uno se decide con una promesa, y después pone todo su empeño en conservarlo.
(…) Nuestros antepasados tomaban la decisión de casarse, pero no estaban obligados a decidir también qué significaba el matrimonio. ¿Es un sacramento, una alianza o un contrato basado en cálculos de beneficios mutuos? ¿Ha de basarse en el eros, en la amistad o en el beneficio económico? ¿Es un medio para la realización personal y la felicidad privada, una vocación de servicio recíproco o el empeño de amar a la persona que me ha sido dada para amar?
¿Son los votos matrimoniales promesas siempre vinculantes que los esposos están obligados por justicia a mantener, o más bien una pintoresca expresión de las esperanzas y previsiones del momento, que, si resultan equivocadas, se puede anular fácilmente? Habiendo entregado sus cuerpos el uno al otro antes de estar casados -por no hablar de las parejas anteriores-, ¿cómo podrán entender el vínculo entre matrimonio y fidelidad conyugal? Y ¿qué decir del fin primario del matrimonio: la procreación, por cuyo bien todas las sociedades han establecido y salvaguardado esta institución?
Reacios a ser adultos
Esto nos lleva a lo que probablemente es el obstáculo más hondo y difícil al noviazgo y al matrimonio: un conjunto de actitudes y sensibilidades culturales que oscurecen y aun niegan la diferencia fundamental entre la juventud y la edad adulta. El matrimonio, sobre todo cuando se ve como la institución pensada para asegurar el porvenir de la próxima generación, es cosa de adultos, o sea, de personas que se toman la vida en serio, que aspiran a salir de sí mismas y mirar hacia adelante para abrazar y asumir responsabilidades con vistas al futuro.
Tomar la vida como un juego es lo que a menudo ha caracterizado a la juventud. Pero hoy esto no se ve como una etapa que superar lo más pronto posible. La narcisista concentración en sí mismos y en los placeres inmediatos y las experiencias del momento no acarrea a nuestros veinteañeros los reproches, sino la envidia de muchos de sus mayores. Padres e hijos visten la misma ropa informal, hablan la misma jerga, escuchan la misma música. La juventud, no la edad adulta, es el ideal cultural. ¿Cuántos de los llamados adultos de hoy coinciden con C.S. Lewis: «De la juventud envidio el estómago, no el corazón»? (…)
Los nuevos acuerdos que llenan el vacío cultural creado por la defunción del noviazgo se basan en graves y destructivos errores acerca de la condición humana: acerca del sentido de la sexualidad humana, de la naturaleza del matrimonio, de lo que constituye una vida plenamente humana.
La pulsión sexual, en los seres humanos como en los animales, apunta a un fin que, a la postre, está reñido con el individuo egoísta. Sexualidad implica caducidad y está al servicio del reemplazo. (…) Para un ser humano, tratar el sexo como si fuera un deseo igual al hambre -por no decir como un deporte- es vivir un engaño.
El sexo es siempre inseguro
Esta superficial forma de entender la sexualidad subyace en nuestro actual vocerío en favor del «sexo seguro». El sexo es inseguro por su propia naturaleza. Darse, en cuerpo y alma, a otra persona, no es precisamente un juego inocuo. La sexualidad es, en su médula, profundamente insegura, y sólo merced a la contracepción se nos estimula a olvidar sus «riesgos» inherentes. (…)
Por eso la procreación sigue estando en el núcleo de toda comprensión adecuada del matrimonio. El placer, el servicio y la estima recíprocos son, desde luego, parte de esta historia, y una comunidad de proyectos compartidos enaltece cualquier matrimonio. Pero es precisamente el proyecto común de procrear el que mantiene unido lo que la diferencia sexual amenaza a veces con separar.
Gracias a los hijos, bien común del marido y de la esposa, el varón y la mujer logran cierta unificación genuina (más allá de la mera «unión» sexual, que no puede producirla): los dos se hacen uno al compartir un amor generoso -no de necesidad- hacia ese tercer ser. Para los padres, el hijo es carne de su carne, una mixtura de ellos mismos, exterior a ellos y que ha recibido una existencia separada y persistente. Los hijos abren una puerta al futuro más allá de la tumba; llevan no sólo nuestra semilla, sino incluso nuestro nombre, nuestras maneras y nuestras esperanzas de que nos superarán en bondad y felicidad: son un testimonio de la posibilidad de la trascendencia. El matrimonio encuentra su sentido más hondo y su función más alta en cuanto suprema institución consagrada a renovar las posibilidades humanas.
El matrimonio y la procreación están, por tanto, en el centro de una vida humana seria y floreciente, si no para todos, al menos para la gran mayoría. Pues, para la mayoría de nosotros, la vida se vuelve realmente seria cuando nos hacemos responsables de otras vidas por cuya venida al mundo hemos dicho «sí». La paternidad y la maternidad es lo que nos enseña lo que costó traernos hasta la edad adulta. Y es el deseo de dar no sólo la vida, sino una vida buena a nuestros hijos lo que nos abre a preocuparnos seriamente de lo verdadero, de lo bueno y aun de lo santo. (…)
¿Qué hacer?
Los padres de adolescentes podrían contribuir a una educación sexual verdaderamente humanizadora elevando la imaginación erótica de los hijos, si les hicieran conocer una literatura más antigua y más edificante. Los padres de jóvenes universitarios, en especial los de firmes valores religiosos y familiares, podrían encaminar a sus hijos hacia esos centros de enseñanza de carácter religioso que atraen a los que piensan como ellos.
(…) Las instituciones religiosas podrían dar a los adolescentes una enseñanza más temprana y mejor sobre el sentido de la sexualidad y del matrimonio, así como ocasiones oportunas para que chicos y chicas de las mismas creencias se traten y, si Dios quiere, se emparejen. Sin ese apoyo de la comunidad, los padres generalmente estarán inermes ante las embestidas del ambiente dominante. Hay que fomentar todo lo que promueva la amistad duradera entre marido y mujer. Hoy en día, una pareja en ciernes necesita aún más capacidad para penetrar los caracteres, y mayores oportunidades para manifestar el propio, que antes, cuando había montones de parientes mirando. Paradójicamente, podría ser conveniente en muchos casos alentar a casarse pronto, y a tener hijos pronto, para que en la joven pareja, por así decir, los dos se hagan mayores juntos, antes de que alguno de ellos, a causa de un exceso de experiencia premarital, se hastíe o recele no sólo de las «relaciones», sino de la vida.
Pero esto parece exigir una revolución para restaurar las condiciones más necesarias para un noviazgo con éxito: que en los jóvenes haya el deseo de ser adultos maduros (o sea, maduros para el matrimonio y la paternidad); que se aprecie el carácter único del vínculo conyugal, entendido en su relación con la procreación, y que se restaure la continencia sexual en general, y la modestia femenina en particular. (…)