Homenaje de la Universidad de Navarra a su anterior Gran Canciller
La figura de Álvaro del Portillo (1914-1994), que durante diecinueve años fue Prelado del Opus Dei y Gran Canciller de la Universidad de Navarra, fue objeto de un homenaje en esta Universidad el pasado 28 de enero. A los diez meses de su muerte, este acto académico evocó su personalidad humana, su papel como hombre de Iglesia y su talante universitario.
Dos mil personas presenciaron la celebración, quinientas en el Aula Magna y mil quinientas a través de un circuito cerrado de televisión. Entre los asistentes se encontraban el presidente del Gobierno de Navarra y otras autoridades civiles, además de familiares del homenajeado y cuatrocientos doctores. El acto, que duró dos horas, incluyó la lectura de cuatro discursos de recuerdo y agradecimiento a Álvaro del Portillo. Hablaron el Gran Canciller de la Universidad de Navarra, Mons. Javier Echevarría; el Rector, Alejandro Llano; el profesor de Teología Dogmática Pedro Rodríguez, y la profesora ordinaria de Bioquímica Natalia López Moratalla.
Dotes humanas al servicio de un ideal
El discurso de Mons. Javier Echevarría glosó en su mayor parte palabras que Álvaro del Portillo había pronunciado en esta universidad. El actual Prelado del Opus Dei sintetizó así la vida de su predecesor: «Fidelidad: éste es sin duda el mejor resumen de la vida de Álvaro del Portillo, y la explicación más cabal de la honda huella que ha dejado en la Iglesia, en el Opus Dei y, por tanto, en la Universidad de Navarra. Fue siempre un hombre fiel hasta el heroísmo: fiel a Cristo, fiel a la Iglesia, fiel al soplo del Espíritu, fiel a la misión apostólica que el Beato Josemaría le transmitió. Puso sin reservas al servicio del gran ideal cristiano todas sus dotes humanas: gran profundidad intelectual, prestigio científico y personal, bondad y sencillez de ánimo y capacidad de trabajo. Fue tan leal, que sus pisadas se han hecho camino andadero para nosotros, aquí, en la Universidad de Navarra, y en tantas otras iniciativas educativas y asistenciales que, en los cinco continentes, pretenden realizar un servicio a la Iglesia de Cristo y a los hombres y mujeres de nuestro tiempo».
Mons. Echevarría destacó el esfuerzo con que Álvaro del Portillo siguió el desarrollo de la Universidad de Navarra y el crecimiento que ha tenido bajo sus orientaciones: «El Beato Josemaría quiso que la Universidad de Navarra participara audazmente medio de una docencia de altura y de una investigación avanzada- en los grandes debates intelectuales de nuestro tiempo, a los que el mensaje cristiano tiene una decisiva palabra que aportar. Don Álvaro prosiguió con fidelidad el cumplimiento de este objetivo, a pesar de la escasez de medios materiales y de que no faltaran ocasionalmente las dificultades externas. En estos diecinueve años, bajo su impulso directo y al hilo del espíritu del Beato Josemaría, la Universidad de Navarra ha crecido mucho: en centros académicos, en número de profesores y alumnos, en edificios, en instalaciones y recursos técnicos. Pero sobre todo ha seguido creciendo en la calidad de su vida intelectual y en la internacionalidad de su influjo, en madurez científica y en eficacia, al servicio de la Iglesia y de la sociedad».
Fe y cultura
Para que la Universidad de Navarra cumpla su misión, dijo, es preciso lograr lo que Álvaro del Portillo proponía en la homilía que pronunció el 7 de noviembre de 1991, durante una misa en el polideportivo de la Universidad: «La universidad ha de ser el lugar donde todos los saberes confluyan en servicio de la persona y, por tanto, de la sociedad. La luz de la Revelación, plenamente aceptada mediante la fe, no elimina ni disminuye la legítima autonomía de cada una de las ciencias; les confiere, por el contrario, algo que no alcanzan por sí solas: la capacidad de cumplir acabadamente con su más profundo sentido de servicio a la humanidad».
«La tradición universitaria -añadió Mons. Echevarría- nos muestra que esta síntesis es posible y fecunda: que la inteligencia humana -abierta a la verdad- y la fe cristiana -como luz que desvela al hombre su plena dignidad de hijo de Dios- confluyen en el esforzado trabajo de quienes aspiran a promover los avances nobles de las fronteras del saber, para construir un mundo más humano y más justo. Ese ideal de servicio llevó al Beato Josemaría a fundar esta Universidad hace ya casi cincuenta años. Reco-giendo ese mismo ideal, desarrolló su actuación Mons. Álvaro del Portillo durante sus diecinueve años como Gran Canciller. A ese ideal, hecho vida por las dos grandes figuras de la inteligencia y del espíritu que me han precedido -contando con su ayuda desde el Cielo-, quiero ajustar mi propia actuación, porque estoy firmemente convencido de que esa profunda inspiración sapiencial y cristiana, que se halla en la raíz misma de esta institución universitaria, es la mejor garantía para que la Universidad continúe siendo un fértil semillero de ideas renovadoras y de personalidades maduras, en la difícil y fascinadora encrucijada histórica de los albores del tercer milenio».
«De este modo, contribuirá también -y de manera muy relevante- en la apasionante labor de recristianización, que siempre movió al Fundador de esta Alma Mater y a la que nos impulsa ahora con insistencia el Romano Pontífice».
«Forma parte esencial del mensaje espiritual del Opus Dei -remarcó el actual Prelado- la afirmación de la unidad de vida, la conciencia de que el hombre no puede estar dividido, roto en sectores, internamente desgarrado. Nuestro Fundador lo proclamó con verdadera originalidad y con profunda incisividad, desde los mismos inicios de su fecunda actividad pastoral. Y entendía la institución universitaria como un ámbito en el que continuamente se renueva la armonía de los saberes y se forman de modo enterizo las personalidades jóvenes. Álvaro del Portillo se hizo eco fiel, con su comportamiento y con sus palabras, de esa doctrina del Beato Josemaría y la reflejó en sus enseñanzas sobre la tarea universitaria. Unidad de vida: coherencia entre la razón y la fe, entre la dedicación a las tareas profesionales y el amor a Cristo, que se hace difusivo, se transmite a los demás, y acaba por informarlo todo».
Las últimas glosas de Mons. Echevarría rememoraron el discurso de don Álvaro del Portillo con motivo de un Simposio Internacional de Teología en Navarra, en abril de 1990, que trató el tema del sacerdocio en la Iglesia. A este respecto, comentó con agradecimiento, entre otras cosas, que «sentir con don Álvaro era realmente sentire cum Ecclesia; trabajar unidos a él era trabajar unidos a la Iglesia, al Romano Pontífice, a los Obispos, a todo el Pueblo de Dios».
Un optimismo sereno
El discurso del Rector, Alejandro Llano, resaltó el humanismo optimista de Mons. Del Portillo: «Nada más alejado del perfil universitario de Mons. Álvaro del Portillo que la resignada aceptación de un derrotismo sin salida. Frente al pesimismo histórico de quienes creen asistir al ocaso de una era sin horizontes, él vivía con alegría serena este tiempo que nos ha tocado en suerte. Y es que había aprendido del Beato Josemaría Escrivá de Balaguer a amar apasionadamente al mundo que nos corresponde transformar desde dentro».
Subrayó la importancia de que la universidad forme una comunidad de trabajo que aúne esfuerzos e ideales: «‘Es en la convivencia donde se forma la persona’, había dicho el Fundador de la Universidad de Navarra. Preciso es aprender a dialogar con todos, a comprender a todos, a perdonar a todos, a no considerar a nadie como mi enemigo, a crear un clima acogedor donde ninguno sienta la amargura helada de la indiferencia. ‘Con esta exigencia de humana fraternidad -añade Mons. Álvaro del Portillo- cuantos forman parte de la corporación académica se constituyen en familia, en fermento que influye de modo especial, con influencia poderosa y benéfica, en el propio ambiente universitario, donde se cultivan el ejercicio simultáneo de la libertad y la responsabilidad personales, y la virtud de la convivencia, sin discriminaciones de ningún tipo'».
Los auténticos universitarios
«Logramos así -prosiguió el Rector- configurar una auténtica comunidad formativa en la que, frente a la privatización del provecho propio, se busca un bien común que no puede reducirse a la suma o agregación de muchos egoísmos. También en esta actitud de amor benevolente, de radical confianza en los hombres y mujeres con quienes se comparte el esfuerzo por desvelar la realidad, trasciende esa serena bondad, ese optimismo creativo, que caracteriza el talante humano y cristiano de don Álvaro del Portillo».
Alejandro Llano dijo también que «los auténticos universitarios son los que creen que el estudio, la investigación de la verdad, constituye el método más eficaz para cambiar, para mejorar este mundo nuestro. Sin haber pretendido nunca seguir una carrera académica, Mons. Álvaro del Portillo es una figura universitaria de primerísimo rango, precisamente porque se sirvió de su preclara inteligencia y de su estudio infatigable para servir eficazmente a la Iglesia en algunas de las cuestiones más trascendentales y graves de esta época cargada de gravedad».
La figura eclesial de Álvaro del Portillo
Por su parte, Pedro Rodríguez, profesor de Teología Dogmática, esbozó en su intervención la figura de Mons. Álvaro del Portillo como «hombre de Iglesia». Afirmó que «fue desde su responsabilidad en la Prelatura del Opus Dei, desde el cuidado pastoral de la grey, sin dejarlo un instante, como realizó día tras día un sacrificado servicio a la Iglesia universal y a las Iglesias particulares, empezando por la Iglesia Romana».
En los cinco pontificados que vivió, «nunca quiso hacer carrera eclesiástica (…). Personalmente tengo la impresión de que este rechazo no era el fruto de una lucha ascética sobre el tema -en la que la humildad, suscitada por la gracia, ganaba a la ambición-, sino, sencillamente, de una manera suya de mirar a la Iglesia y de trabajar en ella que le caracterizó toda su vida. Desde el día que se asomó a la Curia romana -un mundo que no conocía y en el que sería una figura ilustre- aquel joven sacerdote sólo tuvo ojos para Jesucristo y su Iglesia».
En Roma tuvo que trabajar e investigar por exigencias de su servicio pastoral en la Iglesia, no como consecuencia del despliegue de una actividad profesoral, docente. De este modo, la mayoría de sus escritos son desconocidos para el gran público: «Los textos publicados -señala Pedro Rodríguez- serán una pequeña parte de su investigación y de su producción escrita, que va a consistir, fundamentalmente, en una sacrificada variedad de votos y dictámenes -más de mil, ha escrito alguien que le conoció muy bien en su actividad científica-, que pasarán inadvertidos -lógicamente- para la opinión pública y cuyos lectores van a ser quienes trabajan en las comisiones de estudio de las Congregaciones Romanas, del Concilio Vaticano II, del Código de Derecho Canónico, de los Sínodos de los Obispos, etc.».
Servicio silencioso, temple de canonista
Gracias a su afán de servicio y capacidad de trabajo, compatibilizó silenciosamente la misión que tenía encomendada en el Opus Dei y en la Curia romana: «A la persona que conocía de cerca su continuo trabajo al servicio del Opus Dei, le resultaba muy difícil hacerse cargo de la magnitud de la tarea que realizaba al servicio de la Santa Sede. Y a su vez, quienes seguían de cerca su trabajo en la Curia romana no podían imaginar la intensidad de la dedicación que su servicio a la Obra exigía».
El punto maduro de su trayectoria eclesial, señala el profesor Rodríguez, son los trabajos del Concilio Vaticano II, principalmente sobre «las posiciones eclesiológicas de los laicos y de los presbíteros en el Pueblo de Dios. A ambos temas dedicará sus dos libros más importantes en el terreno científico: Fieles y laicos en la Iglesia y Escritos sobre el sacerdocio». Tanto en estos trabajos como en los de preparación del Código de Derecho Canónico, «no podemos olvidar en ningún momento que Álvaro del Portillo, en el campo de las ciencias eclesiásticas tenía, fundamentalmente, temple de canonista y que era precisamente la honda responsabilidad con que abordaba las cuestiones canónicas la que le llevaba a la continua fundamentación teológica de sus perspectivas jurídicas».
Recuerdos de amabilidad finaEl primero de los discursos fue el de Natalia López Moratalla, profesora ordinaria de Bioquímica, sembrado de recuerdos que confluían en destacar la capacidad de querer de Mons. Álvaro del Portillo.
«Con la afabilidad de quien vela para evitar el letargo de la rutina -comenta-, el Gran Canciller de la Universidad, a quien hoy rendimos homenaje, cuidó bien que aprendiéramos a tener en cuenta hasta los más pequeños detalles que hicieran amable la vida de quienes nos rodean. En una sesión de trabajo que tuvo en el Rectorado de la Universidad -era el mes de agosto del año 1989-, hizo uso de tres bellas palabras del Cantar de los Cantares, para animarnos a estar en vela, y vivir el espíritu que nos legó el Fundador de la Universidad: Cor meum vigilat, repitió con paternal insistencia. Mi corazón vigila, está en vela. Y él siempre fue por delante en manifestaciones de cuidado por vivir hasta los detalles más pequeños de orden, consciente de que así hacía el querer de Dios. Esta Aula Magna es testigo de su interés por que los focos de luz no deslumbraran a quienes iban a recibir el doctorado honoris causa, y que la temperatura no subiera -asunto nada fácil- más allá de los grados inevitables».
También enseñó que la ayuda material no es bastante: «Se había establecido un convenio entre la Universidad de Navarra y universidades de la República de Kazajstán, cuando ésta formaba aún parte de la URSS. En el marco de ese acuerdo, universitarios kazakos ampliarían aquí estudios que les facilitaran impulsar el necesario y urgente desarrollo social y económico de su patria. ‘¡Qué buenos son esos amigos vuestros!… -comentaba D. Álvaro-. Cuidad mucho que en el contacto con vosotros no sólo encuentren el pan material que buscan, sino dadles también pan para su espíritu'».
La profesora se refirió también a algunas de las no pocas ocasiones en que don Álvaro del Portillo estuvo en la Clínica Universitaria. «El tesoro más preciado del amplio panorama de la Universidad de Navarra nos lo descubrió nuestro Fundador, y D. Álvaro continuó señalándolo con mano segura: es la ofrenda de dolor que, minuto a minuto, llega al Cielo desde nuestra Clínica».
«D. Álvaro adquirió el hábito de contar con el dolor y la enfermedad como compañeros y amigos, siempre que Dios -único dueño de la salud- lo permitió. Supo sufrir el dolor ajeno como propio, hacer que la enfermedad fuera medio para prender la inteligencia en el Crucifijo, y allí encontrar alegría. Enseñó -soy testigo de ello- que la enfermedad es un bien para el alma. Siguiendo las enseñanzas del Beato Josemaría, veía en los enfermos a Cristo. Por esto me atrevo a decir -y no es corto atrevimiento el mío- que en la Clínica tenía santa envidia de dos cosas: del trabajo que allí realizan manos femeninas, y del padecimiento de los enfermos, y muy en especial del de los niños».
«Con frecuencia -dijo la profesora López Moratalla- se escapaba a charlar con los pequeños pacientes de Pediatría, y llevar a sus padres consuelo y esperanza. Un día, tras una de esas escapadas, comentaba a las enfermeras que estaba emocionado con los niños: ‘Nos quejamos por tonterías, cuando no tenemos nada’, añadió. Y al decirle ellas cuánto habían disfrutado los pequeños con él, hizo este comentario a media voz: ‘Sí, pero yo he sufrido con ellos y he sufrido el dolor de esas madres'».