Entre comillas
El pasado enero, Madeleine Z., aquejada de parálisis progresiva, se suicidó porque no soportaba la perspectiva de tener que depender de la ayuda de otros (ver Aceprensa 9/07). A propósito de esto, recuperamos un texto del Prof. José Miguel Serrano, en su libro «Eutanasia y vida dependiente» (EIUNSA, 2001).
Si la autonomía es el gran mito contemporáneo, que por supuesto ha tenido sus efectos jurídicos positivos, la dependencia es la realidad oculta. Permanece oculta en un nivel teórico pues en la vida cotidiana la dependencia como cualidad constitutiva del hombre es notoria. La experiencia de cada uno de nosotros es que somos dependientes no sólo en fases concretas de nuestra vida, sino también en los mismos momentos en que parecemos aproximarnos al ideal autónomo que define nuestra situación contemporánea.
( ) El desplazamiento hacia el subjetivismo, propio de la modernidad, ha tenido su expresión fundamental en la omnipresencia del derecho subjetivo, ligado a la reivindicación, como forma fundamental en la que los hombres se relacionan entre ellos y con la sociedad y los poderes públicos. De ahí el énfasis en la autonomía como situación ideal y como presupuesto de cualquier razonamiento sobre el hombre.
De las dos cualidades más importantes de la definición del hombre, el hombre como animal racional y como animal político, tal como sabemos desde Aristóteles, nuestro mundo parece más inclinado a considerar la primera en detrimento de la segunda. Sin embargo, la cualidad que lo define como animal político, en su sentido más clásico, es difícilmente negable, y además es la que plantea mayores retos desde una perspectiva estrictamente humana.
La propia definición del hombre como animal político ayuda a considerar la cualidad de dependencia. No se trata exclusivamente de que el hombre tenga unas carencias que impiden su autarquía, y que fuerzan su inserción en comunidades complejas ( ). Se trata de que el hombre alcanza su perfección como tal en la relación con los demás, de manera que, en buena medida, la propia definición de felicidad depende de este factor relacional. Esto es lo que intuye la mayor parte de nuestra sociedad, cuando sitúa a la familia o los amigos como elementos prioritarios de la propia felicidad. ( ) Observamos que el hombre, en el desarrollo de su propia libertad, depende de los demás y del entorno social.
Por otro lado, desde una perspectiva social, los más dependientes de entre nosotros tienen un valor intrínseco. Ejemplifican con claridad un aspecto esencial de la condición humana. Es más, son factor esencial del desarrollo de algunas de las cualidades más nobles que pueden darse en nuestra especie y en nuestras sociedades. La capacidad de dar y recibir la entrega gratuita del otro es una cualidad humana esencial. Si se abandona en nombre de una ilusoria autonomía nos encontraremos ante sociedades que, en sentido estricto, se encuentran deshumanizadas.
El grado de civilización
La atención especial a los más dependientes es un factor que define el grado de civilización. En sentido estricto, es una superación moral de la misma regla de oro, máxime cuando se dirige a personas que se encuentran en una situación que presumiblemente no todos alcanzaremos. Esta actitud no es meramente sentimental, sino que ayuda a comprender la condición humana de una forma más completa, tal como muestran no sólo quienes tratan con minusválidos o deficientes psíquicos sino también los mismos minusválidos y deficientes.
Por eso, considerar que vale menos la vida de quienes manifiestan con mayor agudeza la situación de dependencia que es común a nuestra especie es un disparate basado en un prejuicio ideológico que surge del espejismo de la total autonomía.
Lo más grave es que este prejuicio, que puede incluso basarse en el humanitarismo, puede llevar a la conclusión de que el valor de la vida de los más dependientes se manifiesta fundamentalmente en su desaparición, es decir, en la muerte como bien infligido a otro. Desde la misma perspectiva, y en una visión puramente economicista de la realidad, los dependientes son considerados exclusivamente como una rémora, sin valor intrínseco, recibiendo exclusivamente una solidaridad sentimental pero sin apreciar su intrínseco valor humano.
El triunfo en la ideología dominante de una perspectiva puramente hedonista, lleva aparejada una especial incomprensión hacia el valor de la enfermedad, una completa destrucción de la propia personalidad ante el sufrimiento. ( ) La incomprensión ante el sufrimiento propio genera incomprensión del sufrimiento ajeno. Y al ser incapaces de imaginar, desde la perspectiva hedonista, ningún valor en la propia vida sufriente, el hombre contemporáneo y las sociedades ( ) se ven incapaces para valorar la vida sufriente de los que se ven en circunstancias especialmente dolorosas.
Otra característica contemporánea que incide con fuerza en la cuestión que tratamos es el productivismo. La reducción de la vida humana y sus valores a la producción, el universal pragmatismo de nuestras sociedades, y el modo gerencial de tratar los aspectos sociales encubre las deficiencias humanas, y conduce a la minusvaloración de todos aquellos que no participan muy directamente del proceso productivo.
(…) Así, estas personas aparecen como una rémora del desarrollo social, del bienestar concebido como final de toda la actividad social.
Por esto, la discusión sobre la eutanasia no es un asunto individual, sino social. Por eso, mantener la penalización no es una carga sobre la autonomía de algunos, es una decisión fundamental sobre el tipo de sociedad que pretendemos y es una medida protectora de quienes, aunque están minusvalorados en la ideología dominante, poseen un valor ontológico y social fundamental para la propia constitución de una sociedad moralmente aceptable.