Cuando acaba de salir Harry Potter y el prisionero de Azkaban, la versión castellana del tercero y por ahora el mejor libro de la serie, y mientras a principios de julio es esperado con ansiedad por millones de lectores el siguiente volumen, aumenta el debate acerca del mérito y las prevenciones que suscita la obra de Joanne K. Rowling. Lo que nadie niega es que ha sido una conmoción en la literatura de fantasía, fascinando por igual a jóvenes y mayores.
Entre sus enemigos se alinean los que desconfían de un best seller por el hecho de serlo; están los que no digieren la literatura de fantasía, ni la infantil ni la que podríamos llamar seria; se cuentan quienes consideran deformantes estos libros, y otros, menos drásticos, que afirman su inutilidad; y no faltan, en fin, los que recelan de ficciones que presentan con luces positivas a seres como las brujas y a ocupaciones como la magia.
Para empezar, cabe decir que no todos los best sellers son malos; que a veces los relatos de fantasía sirven para enseñar y aprender cosas básicas; que ningún buen libro es anti-formativo si unos padres educan con acierto; que si una novela no hace daño y divierte, ya consigue muchísimo; y que no siempre los símbolos tradicionales se cambian con intenciones torcidas, ni a veces importa tanto cambiarlos.
Tras Lewis y Tolkien
Harry Potter y la piedra filosofal, el primer libro de su autora, no fue uno de tantos productos confeccionados para llenar huecos en las colecciones de libros juveniles. Tras unos años como profesora de inglés en Portugal, de regreso en Inglaterra con una hija de pocos meses, Rowling redactó su libro mientras cobraba el paro y estaba esperando encontrar trabajo. (También El libro de la selva, el mejor relato de iniciación-fantasía, fue escrito por Kipling poco después de haberse arruinado por quiebra de su banco y cuando su primera hija estaba recién nacida).
Una vez en el mercado, la novela subió como la espuma inesperadamente, hasta el punto de que Rowling dejó su empleo como profesora para dedicarse solo a escribir. A estas alturas, las tres entregas no solo se han convertido en los libros de más éxito de la literatura infantil y juvenil, sino que también han ocupado durante meses los primeros puestos entre los más vendidos de todas clases, algo que no había ocurrido antes con novelas dirigidas a chicos. Como, además, son relatos intemporales, están destinados a ser grandes long sellers.
Al margen de las circunstancias de su composición y de su éxito, son novelas estructuradas con atención, sus personajes están cuidadosamente dibujados, y sus tramas atrapan al lector. Faltan cuatro más, hasta cumplir siete, número fijado por Rowling por ser siete las Crónicas de Narnia de C. S. Lewis. Pero hay que hacer notar que Lewis no se preocupó de dotar de coherencia literaria al conjunto de su obra. Por esta razón fue criticado por Tolkien, que, impulsado a su vez por Lewis, demostró con El señor de los anillos cuál es el nivel de la excelencia en la literatura de fantasía. Y si Rowling admira y en parte sigue a Lewis, tiene a Tolkien como modelo: su objetivo es contar unas historias con sentido que se desarrollan en un mundo propio cuya lógica interna se respeta siempre, y en donde están minuciosamente trabajados los más pequeños detalles.
Fantasías lentas y fantasías trepidantes
Los relatos de fantasía se han usado siempre como medios para proyectar esperanzas y temores, como puentes hacia realidades invisibles. Con ellos nos preguntamos acerca de lo que nunca hemos visto y procuramos entablar relaciones con lo que no conocemos. Si esas son las pretensiones, está claro que hacerlos creíbles requiere dar con el tono y la construcción apropiada para cada tipo de historia.
Así, un autor que quiera dar verosimilitud a un mundo de hobbits y elfos, como Tolkien, ha de llevar la narración a un ritmo pausado, ha de ser preciso y convincente, no puede saltarse ningún paso (y de ahí que los lectores apresurados suelan abandonarlo pronto), y solo cuando las bases están puestas puede pisar un poco el acelerador. Las cosas cambian cuando uno se dirige a quienes están ya familiarizados con vocabulario, personajes y ambientes. En estas ocasiones se puede ir más rápido, pero sin olvidar que para un público advertido es necesario escribir con estilo y con inteligencia. Es el caso de Carroll cuando en Alicia usa rimas y personajes de juegos populares conocidos por los niños ingleses. Igual ocurre con las trepidantes aventuras de Harry Potter, repletas de referencias literarias y culturales del mundo anglosajón, y donde cada nombre tiene unas resonancias que no siempre se pueden conservar en las traducciones.
Un mundo paralelo convincente
Por el contrario, no hay modo de forzar al lector a enfrentarse a cosas imposibles cuando fallan el talento narrativo y la claridad de ideas. La ficción literaria se rompe por exceso cuando las explicaciones derivan en una especie de pseudociencia, algo frecuente en la ciencia-ficción. Sucede lo mismo cuando se formula una construcción teórica demasiado solemne o barroca, algo habitual en la fantasía para mayores, o cuando se concentran los significados y se abusa de frases enigmáticas. El defecto más común de los relatos dirigidos a jóvenes, sin embargo, es la ruptura por defecto: caer en lo arbitrario, personajes y trama sin consistencia, discrepancia entre contenido y tono del relato.
Rowling no pisa ninguna de las minas y llega por igual a jóvenes y adultos. El lector joven conecta con unas aventuras que discurren con rapidez, es enganchado por el anzuelo de dulces apetitosos como las «bolas de helado levitador» o la «crema de menta en forma de sapo» («¡realmente saltan en el estómago!»), disfruta con un humor cercano a su vida ordinaria y esto incluye bromas con sustancias como bombas fétidas y polvos para eructar. Resulta también convincente para el lector adulto porque, aunque Rowling no pierde de vista que se trata de narrar bien una historia, en el mundo paralelo en el que viven Harry y sus amigos se dan muchas pistas acerca de cómo debe ser una educación correcta.
Choques entre los libros y la vida
Esto último puede sorprender a quienes sepan que hay estados de Norteamérica donde se han prohibido estos libros en los colegios con el argumento de que predican la falta de respeto, el odio… A mi juicio, las bases para estas condenas pueden estar en una notable incomprensión de cómo afectan las ficciones a los jóvenes, o en una muy defectuosa lectura de las novelas.
La influencia más fuerte en el niño procede no de lo que se le dice sino de lo que ve, y por eso la educación se potencia cuando las cualidades que promueven los libros coinciden no con las que proclaman sino con las que viven los educadores, y puede frustrarse cuando chocan los mensajes. Por tanto, lo terrible no es una novela donde aparezca una bronca familiar o un profesor odioso, sino una discusión real entre los padres delante de los hijos o un educador que no sabe rectificar sus equivocaciones.
Como los chicos no son tontos y saben de sobra salvar la distancia entre la vida real y las sub-creaciones de la fantasía, cuando su entorno es normal, de las historias de peleas no hay que temer que inciten a un niño a maltratar a su hermanita, sino que no les enseñen un código de honor para defenderla. Por eso, si Harry Potter no se comporta siempre bien, lo que importa es que siempre tiene la referencia del director de su colegio, Albus Dumbledore, una especie de nuevo Gandalf, a quien todos respetan por su equidad y sabiduría, y con cuyos consejos Harry madura y actúa con acierto. Visto así, sus aventuras son formativas cuando los educadores procuran parecerse a Dumbledore y explosivas si se asemejan a Severus Snape…
¿Varitas mágicas o mandos a distancia?
En cuanto a la magia de la que hablan estos libros, no suena muy preocupante para chicos acostumbrados desde su nacimiento a la cultura del clic. Para ellos, y para cualquiera, mandos a distancia y teléfonos móviles son productos más alucinantes que varitas mágicas y lechuzas mensajeras, las zapatillas-casi-voladoras que promociona la última mega-estrella de la NBA son equiparables a cualquier escoba último modelo… Dicho de otro modo, los libros sobre Harry Potter hablan de la magia como un modo de control del mundo que no es diferente al que proporciona la tecnología. Los alumnos de la escuela Hogwarts aprenden a manejar algunos poderes que tienen a su alcance, no sin cultivar una cierta desconfianza de sí mismos, y no sin reparar en que la magia-tecnología, como cualquier riqueza o privilegio, ha de usarse con responsabilidad.
Aun así, algunos recordarán que hay escuelas inglesas de las que se ha desterrado a Harry Potter porque sus libros presentan como inofensivas a gentes con actividades sospechosas. Esto resulta estúpido para quien no crea en las brujas ni en la magia. Pero quizá no tanto para quien piense que los poderes del mal son reales, los que recuerden Auschwitz, por ejemplo. En este sentido, las dificultades son dos: que las historias desdibujen en la mente de los niños qué es bueno y qué es malo, que no les hagan notar el carácter ambiguo de la magia.
Ciertamente, parece obvia la intención de un escritor o un cineasta que presenta un tipo con cuernos y rabo como un benefactor de la humanidad. En un escalón más abajo, los cuentos tradicionales enseñaban a los niños que seres como las brujas y dragones eran símbolos del mal y que dialogar con ellos era nefasto. En esta línea, cabe sospechar propósitos ideológicos en la confección de tantas ficciones, sea en el planteamiento de conjunto o sea en pequeños toques del guion: las películas que firma Disney proporcionan muchos ejemplos.
Pero llevamos ya muchas décadas de cuentos sobre dragones amiguetes y brujas simpáticas, con lo que tanto para los fabricantes como para los consumidores de historias se ha perdido buena parte del poder simbólico que aquellas y otras figuras pudieron tener en el pasado. Por otro lado, muchos símbolos no son inalterables, y si alguien se desconcierta cuando, por ejemplo, C. S. Lewis hace amable al fauno Tummus en sus Crónicas de Narnia, el problema no está en Lewis sino en el lector. Sin embargo, hoy como ayer, cualquier educador cuidadoso debe tener en cuenta que si se invade la imaginación del niño con símbolos invertidos puede disminuirse su capacidad de reconocer la verdad y de percibir lo bueno como bueno y lo malo como malo.
Como las grandes aventuras
Por lo que se refiere a la ambigüedad de la magia, en los cuentos fantásticos siempre se han distinguido una magia buena y una mala. La primera era una metáfora de la gracia y del milagro, de la suspensión de las leyes naturales gracias a un acto de autoridad espiritual. La magia mala representaba el poder que, por intervención de los malos espíritus, los malvados usan para conseguir aquello que no les pertenece.
En la perspectiva de la equivalencia magia-tecnología, no hablamos de magia buena y mala, sino de un uso bueno o malo de los mismos poderes. El peligro está, eso sí, en que manejar fuerzas «sobrenaturales» (y también podríamos considerar así el mando a distancia) exige andarse con cuidado, pues, por su capacidad de seducción, son un dominio infestado de trampas.
La obra de Joanne Rowling tiene aún que salvar obstáculos no pequeños, como es el de mostrar los noviazgos de Harry Potter con elegancia y sin caer en la complicidad tonta con el lector adolescente. Pero, de momento, lo ha hecho pasar genial a millones de lectores, y ha mostrado de paso que la fantasía es el género por excelencia para enfrentar a los jóvenes con el sentido de misterio y de peligro de la existencia humana. Sus novelas no incitan a la violencia sino a la reflexión sobre nuestro mundo, hablan de la lucha entre el mal y el bien con un uso correcto de los medios, no recurren a ningún gnosticismo blando y ridículo como el de La guerra de las Galaxias, y subrayan, como siempre han hecho las grandes aventuras, que usar medios malos para ganar siempre supone auto-derrotarse.
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Nota: Algunas ideas, y en particular la equiparación magia-tecnología, están tomadas de «Harry Potter’s Magic», artículo firmado por Alan Jacobs en First Things (enero 2000). Otros comentarios, y en concreto algunas referencias a los peligros de invertir los símbolos en la mente de los niños y a la ambigüedad de la magia, son deudores de A Landscape with Dragons —The Battle for Your Child’s Mind (Ignatius Press, San Francisco, 1998), de Michael D. O’Brien, libro anterior al «fenómeno Potter». Con el punto de vista de un padre católico que se dirige a otros padres católicos, el autor habla de la visión neopagana de muchas ficciones de fantasía para niños. El planteamiento combativo no impide que muchas de sus consideraciones sean clarificadoras, tanto las más generales como las referidas a películas y novelas norteamericanas muy populares. Luis Daniel González.