Jean Guitton, muerto en París el pasado 21 de marzo a los 97 años, está considerado un gran filósofo católico del siglo XX. Fue un intelectual que nunca puso su fe entre paréntesis, sino que la erigió en su más íntima compañera, tan natural como su sombrero de fieltro o su bastón.
Desde un catolicismo firme y coherente, el philosophe dialogó, al compás de los tiempos, con materialistas y marxistas, con agnósticos y existencialistas, con ateos y con papas, con filósofos académicos y con políticos activos. Por eso, se puede decir que la existencia de Jean Guitton simboliza la vida de nuestro siglo.
Guitton estudió en la Escuela Normal Superior y se doctoró en Letras con sendas tesis sobre «La filosofía de Newman» y «El tiempo y la eternidad en Plotino y San Agustín». Antes de la II Guerra Mundial fue profesor en diversos liceos y en la Universidad de Montpellier. De 1940 a 1945 estuvo recluido en el campo de concentración para oficiales de Elsterhost: «Entré en cautividad –dirá recordando aquella experiencia– como se entra en un monasterio». Tras la guerra enseñó en la Universidad de Dijon hasta que obtuvo la cátedra de Filosofía e Historia de la Filosofía de la Sorbona (1955-1968). Fue discípulo de Bergson y profesor de Louis Althusser, a quien acompañó hasta el final de sus días tras la muerte de su esposa. Frecuentó a Paul Valéry, a De Gaulle y a Pío XII. Fue amigo de Pablo VI y recibió las visitas de François Mitterrand. Desde 1961 era miembro de la Académie Française y en la actualidad su decano.
Entre su fecunda bibliografia destacan: Retrato de M. Pouget (1941), El amor humano (1948), La existencia temporal (1949), El problema de Jesús (1950), El trabajo intelectual (1951), Historia y destino (1960), Diálogos con Pablo VI (1967), El pensamiento y la guerra (1969), El amor divino (1971), Una búsqueda de Dios (1977), Dios y la ciencia (1985), Silencio sobre lo esencial (1987), Un siglo, una vida (1988), El absurdo y el misterio (1992), Mi testamento filosófico (1997) y Ultima verba (1998). Además de un gran escritor, Jean Guitton fue pintor.
Respetado por todos
En Francia, donde la filosofía del siglo ha sido sinónimo de vitalismo, marxismo, existencialismo, estructuralismo y posmodernismo, Jean Guitton era conocido como el philosophe catholique. En cierto modo, era considerado una excepción, una irregularidad, una rareza, pero que merecía ser tomada en cuenta. En un ambiente adverso, monsieur Guitton era respetado por todos. De él dijo el presidente Jacques Chirac, pocas horas después de conocer su muerte: «Ha iluminado el siglo con su pensamiento exigente, orientado hacia lo esencial: la búsqueda del sentido de la vida, que para él era lo mismo que la búsqueda de Dios».
Guitton fue el único laico que participó en el Concilio Vaticano II. El 3 de diciembre de 1963 tomó la palabra en el Concilio para tratar su tema preferido: la necesidad de una reconciliación entre los cristianos. Guitton estaba convencido de la importancia y necesidad de los laicos en la Iglesia, de hombres y mujeres que vivieran su fe en las circunstancias históricas concretas. Esta es la única forma de ser un «creyente moderno», capaz de «restablecer el puente entre los modernos sin fe y los creyentes sin espíritu moderno».
En 1997, consciente de su avanzada edad, escribió Mi testamento filosófico (Encuentro, 1998), donde imagina su muerte, su entierro y su juicio. Guitton comienza así su testamento: «La noche de mi muerte ocurrieron cosas extrañas en mi apartamento parisino. Todo empezó cuando yo agonizaba tranquilamente. Era centenario o poco me faltaba. No sufría ni me angustiaba nada y, mientras me apagaba, pensaba. Pero también esperaba». Es así como deseaba que ocurriese y así ocurrió; Guitton murió casi centenario, aunque no fue en su apartamento, como exigía la ficción literaria, sino en el hospital de Val-de-Grace de París.
No hay duda de que Jean Guitton ha sido un filósofo católico; lo que resulta más dificil es definir con nitidez su pensamiento filosófico. Él mismo no logra enmarcarse en una corriente específica: busca una «tercera vía» entre el idealismo y el realismo, una suerte de «metarrealismo» que supere y sintetice el materialismo y el espiritualismo. En su testamento intelectual, antes aludido, se expresa de esta manera: «Al principio me hice tomista. A lo largo de mi cautividad y después de la guerra acaricié el sueño de renovar el aristotelismo. Salió entonces mi libro L’Existence temporelle. Mi mejor libro. (…) Más tarde en mi vida, alrededor de la edad de los setenta, me volví de nuevo platónico. Se podría decir que me había vuelto más místico, pero no soy lo suficientemente piadoso para ser un verdadero místico». A veces se siente tentado por el panteísmo, tentación que se diluye por su creencia en la libertad; y a veces afirma cosas como ésta: «He intentado hacer una síntesis de Bergson, Aristóteles y San Agustín, y tengo la sensación de no haberlo conseguido».
Quizá para comprender a Guitton haya que recordar que para él una cosa es la verdad, otra la mentalidad de una época y otra la espiritualidad. Él siempre tuvo las tres en cuenta y por eso su pensamiento contiene esa pizca de ambigüedad que le hace tan atractivo.