En la encíclica Veritatis splendor, fechada el 6-VIII-1993 y recién hecha pública, Juan Pablo II explica detenidamente los fundamentos de la moral. Al exponer la doctrina católica sobre este tema, tiene en cuenta la situación cultural y social del presente, y valora críticamente algunas tendencias actuales de la teología moral. La encíclica –que resumimos aquí– es una luminosa enseñanza sobre la libertad. No en vano procede de un Papa que ha dicho que, si hubiera de escoger una frase de los Evangelios, se quedaría con esta: “La verdad os hará libres” (Jn 8, 32).
En la introducción, Juan Pablo II explica el motivo de la encíclica: «Recordar algunas verdades fundamentales de la doctrina católica, que en el contexto actual corren el riesgo de ser deformadas o negadas». El peligro viene de tendencias influidas por «corrientes de pensamiento que terminan por erradicar la libertad humana de su relación esencial y constitutiva con la verdad».
De ahí se siguen varios errores: se niega la doctrina sobre la ley natural; se rechazan ciertas enseñanzas morales de la Iglesia; no se admite que el Magisterio pueda intervenir en materia moral con instrucciones vinculantes; se duda de que los Mandamientos sean válidos en toda circunstancia; se pone en tela de juicio el nexo entre fe y moral, como si sólo la primera definiera la pertenencia a la Iglesia, mientras que habría que dejar las cuestiones sobre la conducta al juicio de la conciencia individual.
Una moral alentadora
Antes de examinar pormenorizadamente estas cuestiones controvertidas, el Papa remite a los fundamentos bíblicos con una penetrante meditación sobre el diálogo entre Jesús y el joven rico (Mt 19, 16-22), que ocupa el capítulo primero de la encíclica. La pregunta «¿Qué he de hacer de bueno para conseguir la vida eterna?», subraya el Papa, no se refiere tanto a las reglas que hay que observar, cuanto a «la aspiración central de toda decisión y de toda acción humana». La pregunta es un eco de la llamada de Dios, Bien absoluto, que nos atrae hacia Sí. De esta perspectiva se ha de partir para renovar la teología moral, como quiso el Concilio Vaticano II, «de manera que su exposición ponga de relieve la altísima vocación que los fieles han recibido en Cristo».
Juan Pablo II, así, presenta el fundamento de la moral cristiana en su horizonte amplio y atractivo, con una exposición que oxigena, lejos de todo legalismo o rigorismo, de visiones estrechas y casuísticas extenuantes. Al hilo del pasaje evangélico, muestra que la vida moral es el crecimiento del hombre en la libertad.
Las exigencias del amor
«La vida moral se presenta como la respuesta debida a las iniciativas gratuitas que el amor de Dios multiplica en favor del hombre -señala la encíclica-. Es una respuesta de amor». Por eso, «reconocer al Señor como Dios es el núcleo fundamental, el corazón de la Ley, del que derivan y al que se ordenan los preceptos particulares».
Los preceptos del Decálogo constituyen «la primera etapa necesaria en el camino hacia la libertad». No son imposiciones externas a la persona, pues «Jesús lleva a cumplimiento los mandamientos de Dios (…), interiorizando y radicalizando sus exigencias: el amor al prójimo brota de un corazón que ama y que, precisamente porque ama, está dispuesto a vivir las mayores exigencias». Tampoco son el término de la vida moral: «Los mandamientos no deben ser entendidos como un límite mínimo que no hay que sobrepasar, sino como una senda abierta para un camino moral y espiritual de perfección, cuyo impulso interior es el amor».
Jesús indica el itinerario que comienza con el respeto de los mandamientos en sus palabras posteriores al joven: «Si quieres ser perfecto… ven y sígueme». Por tanto, «seguir a Cristo es el fundamento esencial y original de la moral cristiana». Esta configuración con Cristo «no es posible para el hombre con sus solas fuerzas», sino que «es fruto de la gracia».
En este juego de la llamada de Dios y la respuesta humana se manifiesta «la dinámica particular del crecimiento de la libertad hacia su madurez».
La libertad reclama la verdad
El capítulo segundo examina algunas corrientes recientes de la teología moral, en relación con la situación contemporánea. Empieza reconociendo lo valioso que tiene, a este respecto, la cultura actual: «El sentido más profundo de la dignidad de la persona y de su unicidad, así como el respeto debido al camino de la conciencia, es ciertamente una adquisición positiva de la cultura moderna». Pero estas conquistas quedan, en algunas corrientes del pensamiento de hoy, desvirtuadas por varias desviaciones: «Se ha llegado a exaltar la libertad hasta el extremo de considerarla como un absoluto, que sería la fuente de los valores»; «se ha atribuido a la conciencia individual las prerrogativas de una instancia suprema del juicio moral», hasta llegar a «una concepción radicalmente subjetiva del juicio moral».
Tales errores están estrechamente relacio-nados con «la crisis en torno a la verdad», que lleva a «una ética individualista, para la cual cada uno se encuentra ante su verdad, diversa de la verdad de los demás». Esta crisis explica la paradoja de que nuestro tiempo, en que tanto se ha exaltado la libertad, sea a la vez la época de los determinismos de toda clase. En efecto, a menudo se pone en duda la libertad exagerando los condicionamientos históricos, sociales, psicológicos, biológicos…
La justa autonomía del hombre
Algunas tendencias de la teología moral, influidas por esas corrientes de pensamiento, coinciden en «debilitar o incluso negar la dependencia de la libertad con respecto a la verdad». Por ello el Papa esclarece primero esta cuestión. Empieza por la relación entre la libertad y la ley.
Ciertas corrientes teológicas plantean un pretendido conflicto entre la libertad y la ley, porque piensan que el sometimiento a normas no creadas por el hombre -como la «ley natural» de que habla la Iglesia- sería incompatible con su dignidad.
El Papa explica que la doctrina católica reconoce una justa autonomía del hombre. En primer lugar, sólo Dios tiene poder de decidir sobre el bien y el mal, lo que no significa arbitrariedad: «Dios, que sólo Él es bueno, conoce perfectamente lo que es bueno para el hombre y en virtud de su mismo amor se lo propone en los mandamientos». De modo que la ley natural no manda otra cosa sino el mismo bien humano, y por eso es, a la vez que ley divina, ley del propio hombre. Además, Dios ha dejado al hombre en manos de su albedrío. Así pues, la «autonomía» consiste en que «el hombre posee en sí mismo la propia ley, recibida del Creador»; pero «no puede significar la creación, por parte de la misma razón, de los valores y las normas morales».
No ser autor de la ley moral no implica ser su esclavo o su cumplidor automático. Al contrario, «la vida moral exige la creatividad y la ingeniosidad propias de la persona, origen y causa de sus actos deliberados».
Por encima de la diversidad de culturas
Otras críticas a la ley natural acusan a la doctrina moral católica de «naturalismo» o «biologismo», en particular con respecto a la ética sexual. Cuando la Iglesia insiste en que se debe respetar la estructura natural del acto sexual, se dice que presenta como leyes morales lo que no son más que leyes biológicas. Tales interpretaciones, observa la encíclica, suponen no entender la unidad de alma y cuerpo, olvidando que es en esta unidad donde la persona es sujeto de sus actos morales.
Paralelamente, dividir alma y cuerpo lleva a la separación de naturaleza y libertad, origen de otros errores. Poniendo la libertad al margen de la naturaleza se niega la universalidad de la ley moral -que no sería, entonces, natural-. En realidad, puesto que las normas éticas derivan de la común naturaleza humana, incluyen preceptos que obligan a todos y siempre.
¿Y la diversidad de culturas, a lo largo de la historia y contemporáneamente? ¿Cómo sostener que unos mismos preceptos son válidos en todo contexto cultural? «No se puede negar que el hombre existe siempre en una cultura concreta, pero tampoco se puede negar -precisa la encíclica- que el hombre no se agota en esta misma cultura. Por otra parte, el progreso mismo de las culturas demuestra que en el hombre existe algo que las trasciende. Este «algo» es la naturaleza del hombre: precisamente esta naturaleza es la medida de la cultura y es la condición para que el hombre no sea prisionero de ninguna de sus culturas, sino que defienda su dignidad personal de acuerdo con la verdad profunda de su ser».
Al servicio de la conciencia
El siguiente apartado («Conciencia y verdad») aborda las teorías que proponen una interpretación «creativa» de la conciencia. Según éstas, la conciencia no puede limitarse a aplicar normas universales, que no recogen las particularidades de las distintas situaciones y personas. Por tanto, la conciencia estaría autorizada a salirse de la ley para justificar que se haga lo que ésta prohíbe.
El Papa explica que la conciencia es testigo de la cualidad moral de la persona y de sus actos; por eso actúa aplicando la ley al caso, pronunciando juicios de absolución y de condena. Lo que sólo puede hacer porque reconoce el carácter universal de la ley. De modo que la conciencia es la «norma próxima de la moralidad personal», justamente porque «la autoridad de su voz y de sus juicios derivan de la verdad sobre el bien y sobre el mal moral, que está llamada a escuchar y expresar».
Ciertamente, la conciencia puede errar. Pero «nunca es aceptable confundir un error «subjetivo» sobre el bien moral con la verdad «objetiva»». Si el yerro se debe a ignorancia invencible, el acto malo puede no ser imputable, pero no deja de ser un mal. La posibilidad de errar muestra la necesidad de formar la conciencia, de «hacerla objeto de continua conversión a la verdad y al bien». Y para juzgar con rectitud no basta conocer la ley de Dios: «es indispensable una especie de «connaturalidad» entre el hombre y el verdadero bien», lo que se consigue mediante la virtud y la gracia.
En consecuencia, los pronunciamientos de la Iglesia no quitan libertad a los fieles, pues «la libertad de la conciencia no es nunca libertad «con respecto a» la verdad, sino siempre y sólo «en» la verdad». En suma, «la Iglesia se pone sólo y siempre al servicio de la conciencia».
La opción fundamental
El tercer apartado del capítulo segundo trata de la teoría de la «opción fundamental», según la cual la cualidad moral de la persona depende de la orientación general que ésta haya dado a su vida, por o contra el amor a Dios y al prójimo. Los actos concretos, en sí, importan menos, de modo que -según esta postura- el pecado grave, que aparta de Dios, se da sólo en la opción fundamental de rechazar su amor.
La encíclica señala que la doctrina cristiana reconoce la importancia de la opción fundamental que compromete la libertad ante Dios: la elección de la fe. Pero si el hombre tiene capacidad de orientar su vida al fin, la «ejerce de hecho en las elecciones particulares de actos determinados». Por tanto, «la opción fundamental es revocada cuando el hombre compromete su libertad en elecciones conscientes de sentido contrario, en materia moral grave».
En consecuencia, añade el Papa, conserva plena validez la doctrina que distingue pecados mortales y veniales. No sólo por el rechazo explícito a Dios, sino ya por cualquier desobediencia voluntaria de la ley moral en materia grave, se pierde la gracia santificante y -mientras no se obtenga el perdón- la salvación.
La buena intención no basta
Después examina el problema, clásico, de las fuentes de la moralidad, a propósito de la corriente actual llamada «teleologismo». Éste pone la moralidad en la intención, olvidando el objeto del acto. Así, valora la intención según las consecuencias previsibles de la acción («consecuencialismo»), o según la proporción de sus efectos buenos o malos («proporcionalismo»), mirando si se busca la mayor proporción posible de bien o el mal menor.
Una conclusión de estas teorías es que no hay prohibiciones morales absolutas, que no admitan excepciones. Un acto que violara normas universales negativas podría ser admisible si el sujeto, con la intención puesta en los valores morales superiores, obrara según una ponderación «responsable» de los bienes implicados.
A esto responde la encíclica que «el obrar humano no puede ser valorado moralmente bueno (…) simplemente porque la intención del sujeto sea buena». A su vez, las consecuencias previsibles son circunstancias que pueden variar la gravedad de una acción mala, pero nunca hacerla buena. La fuente primordial de la moralidad es otra. «La moralidad del acto humano depende sobre todo y fundamentalmente del objeto elegido racionalmente por la voluntad deliberada». Por tanto, hay actos «»intrínsecamente malos»: lo son siempre y por sí mismos, es decir, por su objeto, independientemente de las ulteriores intenciones de quien actúa y de las circunstancias». Para tener buena intención es imprescindible querer el bien y evitar el mal, y algunos actos son en sí mismos no ordenables al bien.
La verdadera comprensión
El capítulo tercero de la encíclica destaca el valor insustituible del bien moral para la sociedad, y presenta la vida moral de un modo realista y alentador. El camino del bien, explica el Papa, aparece sembrado de dificultades, que es preciso afrontar con coraje. Sería ingenuo y dañino pensar que se presta un servicio al hombre aguando la moral: así se facilitaría, más bien, la destrucción de la convivencia y los atentados a la dignidad humana. Es responsabilidad de los Pastores de la Iglesia recordar a los fieles las exigencias morales en toda su radicalidad y pureza, pues la gracia de Dios capacita para vivir de acuerdo con ellas.
«La fe tiene también un contenido moral: suscita y exige un compromiso coherente de vida». La Iglesia, al alentar a este ejemplo de vida sin rebajar las exigencias morales, no se muestra falta de comprensión. «La verdadera comprensión y la genuina compasión deben significar amor a la persona, a su verdadero bien, a su libertad auténtica»; pero «jamás significa comprometer y falsificar la medida del bien y del mal para adaptarla a las circunstancias».
Frente al relativismo, «sólo una moral que reconoce normas válidas siempre y para todos, sin ninguna excepción, puede garantizar el fundamento ético de la convivencia social». Es fácil comprender que lo contrario lleva a que se multipliquen los abusos, en perjuicio sobre todo de los más débiles, pues, una vez admitidas excepciones a la ley moral, más se exceptúa quien más puede. Por eso, el Papa -como hizo ya en Centesimus annus (n. 46)- advierte del peligro que representa «la alianza entre democracia y relativismo ético», que puede terminar en un «totalitarismo visible o encubierto».
Aspirar a lo mejor
En las circunstancias actuales, en que se da un «oscurecimiento del sentido moral» -prosigue la encíclica-, «la evangelización -y por tanto la «nueva evangelización»- comporta también el anuncio y la propuesta moral». A este respecto, tienen una misión específica, junto a la propia de los Pastores, los teólogos moralistas. A éstos compete esclarecer cada vez más la doctrina moral y «dar, en el ejercicio de su ministerio, el ejemplo de un asentimiento leal, interno y externo, a la enseñanza del Magisterio». No es su función reinventar o cambiar la moral, ni ejercer el vedettismo: «El disenso, a base de contestaciones calculadas y de polémicas a través de los medios de comunicación social, es contrario a la comunión eclesial». Sin olvidar que el pueblo cristiano tiene derecho a recibir enseñanzas conformes con la fe.
Es deber de los obispos vigilar para que se respete este derecho de los fieles, evitando la confusión. Así, les corresponde «reconocer, o retirar en casos de grave incoherencia, el apelativo de «católico» a escuelas, universidades o clínicas, relacionadas con la Iglesia».
Juan Pablo II termina la encíclica con una declaración de -podría decirse- optimismo antropológico, apoyado en la eficacia de la Redención obrada por Cristo. «El ámbito espiritual de la esperanza siempre está abierto al hombre, con la ayuda de la gracia divina y con la colaboración de la libertad humana». La Iglesia confía en el hombre, en su capacidad para el bien, sin duda debilitada por el pecado, pero que la gracia restaura y potencia hasta extremos antes inimaginables.
Éste es el mensaje alentador de Juan Pablo II: lo mejor siempre es posible. Ahora que en tantos lugares la corrupción rampante y la escalada del crimen hacen suspirar por una renovación ética, el Papa recuerda que el ideal que propone la Iglesia es asequible. «A veces (…) puede parecer como si la moral cristiana fuese en sí misma demasiado difícil: ardua para ser comprendida y casi imposible de practicarse. Esto es falso, porque -en términos de sencillez evangélica- ella consiste fundamentalmente en el seguimiento de Jesucristo, en el abandonarse a Él, en el dejarse transformar por su gracia y ser renovados por su misericordia».
Ideas claves de la encíclica
– Para ser libre hace falta respetar la verdad sobre el hombre.
– Los mandamientos de la ley de Dios no deben ser entendidos como un límite mínimo que no hay que sobrepasar, sino como una senda abierta hacia la perfección.
– Una adquisición positiva de la cultura moderna es el sentido más profundo de la dignidad de la persona y del respeto debido a la conciencia. Pero estos avances no justifican una concepción radicalmente subjetiva del juicio moral.
– El hombre goza de libre albedrío, pero solamente Dios tiene poder de decidir sobre el bien y el mal.
– Puesto que las normas éticas derivan de la común naturaleza humana, incluyen preceptos que obligan a todos y siempre. La naturaleza humana trasciende la diversidad de las culturas.
– La conciencia puede errar. Nunca es aceptable confundir un error subjetivo sobre el bien moral con la verdad objetiva.
– Los pronunciamientos de la Iglesia sobre cuestiones morales no menoscaban la libertad de conciencia, porque esa libertad no es nunca «con respecto a» la verdad sino sólo «en» la verdad.
– Es importante la opción fundamental de orientar la vida hacia Dios. Pero, aunque no haya un rechazo explícito de Dios, se incurre en pecado mortal por una transgresión voluntaria de la ley moral en materia grave.
– Si los actos son intrínsecamente malos, una intención buena o determinadas circunstancias pueden atenuar su malicia, pero no pueden suprimirla.
– Sería ingenuo pensar que se presta un servicio al hombre aguando la moral. La genuina comprensión debe significar amor al verdadero bien de la persona, a su libertad auténtica.
– La alianza entre democracia y relativismo ético priva a la convivencia de referencias morales seguras.
– Los teólogos moralistas, que aceptan la función de enseñar la doctrina de la Iglesia, deben dar ejemplo de asentimiento al Magisterio. Los Obispos deben exigir que se respete el derecho de los fieles a recibir la doctrina católica en su pureza e integridad.