Mientras Nigeria confirma que han muerto decenas de católicos en diferentes atentados contra iglesias, en Francia se sigue discutiendo sobre la libertad de creación artística, a raíz de las protestas de creyentes de París contra una pieza teatral que consideran blasfema.
Un título provocativo, como Golgota Picnic, puede servir para conseguir notoriedad, a falta de auténtica capacidad creativa. Como escribía en Le Monde (23-12-2011) Thierry Massis, un abogado en ejercicio de París, “esta pieza no lleva a la escena un hecho anodino de la fe cristiana, sino uno de sus acontecimientos fundadores: la pasión de Jesucristo, muerto en la cruz por la salvación del mundo”.
Se comprenden las múltiples reacciones suscitadas, algunas inmediatamente descalificadas como integristas o lefebvrianas. Pero también la archidiócesis de París invitó a los fieles a una vigilia de oración en la catedral de Notre-Dame, el día del estreno. El arzobispo André Vingt-Trois, siempre moderado, no dudó en afirmar que la pieza –representada antes en Toulouse– “insulta a la persona de Cristo en la cruz”. “Se trata de un espectáculo caricaturesco de la Pasión de Cristo, que induce a interpretaciones demasiado groseras”, declaró a Le Parisien el 8 de diciembre.
Libertad de creación artística
Ante la fuerte reacción, autores y productores apelan a la libertad de creación artística. En Le Monde de ese mismo día varios artículos coincidían, desde distintos ángulos, en presentar esas iniciativas como amenazas para la laicidad. Y en algún caso recordaban el affaire de los Versos satánicos de Salman Rushdie, en 1989, o el de las más recientes caricaturas de Mahoma en el semanario satírico Charlie Hebdo. En el fondo, para intentar ofrecer una imagen de fundamentalismo.
Pero, como señala Massis, esa libertad artística “no es un derecho absoluto y entra en conflicto con otros derechos fundamentales de la personalidad, especialmente el derecho al respeto de las creencias. La extensión de la libertad de conciencia comporta el derecho de toda persona a ser protegido contra los ataques a sus convicciones religiosas o filosóficas. Este derecho se consagra en los grandes textos” (desde el artículo 10 de la Declaración universal de Derechos Humanos de 1789, al 9 de la Convención Europea de 1950).
El abogado de París recuerda que el artículo 1 de la vigente Constitución francesa de 1958, elevó ese respeto por las creencias a rango de principio constitucional: “Francia asegura la igualdad ante la ley de todos los ciudadanos, sin distinción de origen, raza o religión. Ella respeta todas las creencias”. Y la jurisprudencia ha confirmado esa protección, a partir del caso del cartel de Ave María, que representaba, de una manera provocativa, a una joven crucificada, con las manos y pies sujetos por medio de cuerdas. “El juez entendió que el derecho al respeto de las creencias debía ser garantizado en una sociedad protectora de los derechos humanos: la representación del símbolo de la cruz en un lugar público constituía un acto de intrusión agresiva y gratuita en el hondón íntimo de las creencias”.
Para Thierry Massis, no se trata de invocar ya el delito de blasfemia. Esa referencia “no es neutra, ya que reenvía el legítimo derecho de los cristianos a un combate arcaico y de otra época. El principio de laicidad postula el pluralismo de valores. La blasfemia es una ofensa a lo divino; pero su condena no tiene fundamento legal, y no existe ya en una sociedad laica. Sólo puede invocarse el derecho al respeto de las creencias, derecho fundamental de la personalidad, reconocido por los grandes textos y por los jueces”.
Politeísmo de valores
El último conflicto de París poco tiene que ver con grandes principios que se invocan en el debate. Se insiste en que el espíritu de laicidad es expresión y garantía del “politeísmo de valores” de que hablaba Max Weber. Pero ahora se trata justamente de proteger armónicamente unos valores, contra ataques injustificados y ofensivos. No se puede insultar a los creyentes, como hacía Cavanna en Le Monde, tratándoles de “enfermos mentales”. Al menos desde el Concilio Vaticano II, la aproximación metodológica al problema no se hace ya en nombre de “derechos de la verdad” –o del error–, sino en función de los derechos de la persona.
Como concluye Massis, “este derecho al respeto de las creencias es de igual valor al de la libertad de creación”. Y se puede añadir que, con mayor motivo aún, cuando se trata de actividades financiadas con el dinero de todos los ciudadanos. Por eso, resultaba poco convincente el comunicado de Christophe Girard, adjunto al Alcalde de París encargado de la cultura: “La Villa de Paris tiene por norma defender la independencia y la libertad de programación de los teatros y establecimientos culturales que financia”.
En fin, poco tiene que ver el problema con el debate académico sobre la blasfemia –por cierto, despenalizada en España desde 1988, aunque el Código penal vigente tipifica varios delitos contra la libertad religiosa de los ciudadanos–, que recuerda Stéphanie Le Bars, también en Le Monde (25-12-2011). Se apoya sobre todo en el libro del historiador Alain Cabantous Histoire du blasphème en Occident (Albin Michel, 1998). Más importante es la lamentable utilización de las leyes contra la blasfemia en el mundo islámico, para imponer penas hasta de muerte contra cristianos, como confirma el caso de Asia Bibi en Pakistán.