En el trámite final de aprobación de la Ley Orgánica de Educación (LOE) en el Pleno del Congreso, el pasado 6 de abril, uno de los temas que han salido peor parados es el de la enseñanza de la religión. Venía del Senado transformada, por obra del PP y la estratégica colaboración de CiU, en una asignatura que podía cursarse con arreglo a diversas opciones, confesionales y no confesionales, en condiciones académicas iguales, a todos los efectos. En el texto finalmente aprobado, después de una referencia genérica al ajuste con lo dispuesto en el Acuerdo con la Santa Sede, se garantiza la inclusión de la religión católica como área o materia en los niveles que corresponda -es decir, de infantil a bachillerato-, así como también que todos los centros deberán ofrecerla y que tendrá carácter voluntario para los alumnos.
Lo que se dice es correcto, pero insuficiente. Y a partir de ahí arrancan los problemas. Si se compara el texto de la disposición adicional segunda de la LOE, a la que acabo de referirme, con el contenido del Acuerdo de España con la Santa Sede, enseguida se constatan algunas ausencias clamorosas. En primer lugar, la nueva ley educativa no reconoce la asignatura de religión como equiparable a las demás materias fundamentales; además, el silencio del legislador hace temer que no se tomarán las medidas -como impera expresamente el Acuerdo- para que el hecho de recibir o no recibir la enseñanza religiosa no suponga discriminación alguna de los estudiantes en la actividad escolar. Estas dos omisiones erosionan gravemente la dignidad académica de la asignatura e incluso ponen en cuestión el futuro de esta enseñanza.
Sería ingenuo esperar que el texto mejore en las normas de desarrollo. Está más que comprobado que el PSOE no cree en la enseñanza religiosa escolar tipificada en el Acuerdo con la Santa Sede. Su modelo responde, más bien, a la idea de una formación religiosa diluida en la educación en valores y de carácter transversal (aunque el fracaso de la transversalidad -cuando se pretende transmitir unos contenidos en serio- haya conducido ahora a convertir en obligatoria la nueva Educación para la Ciudadanía).
La necesaria observancia -al menos formal- del Acuerdo con la Santa Sede, de la Ley Orgánica de Libertad Religiosa y del propio artículo 27.3 de la Constitución, sobre el derecho de los padres a que sus hijos reciban la formación religiosa y moral conforme a sus convicciones -que los socialistas se obstinan en ignorar, como si nada tuviera que ver con la enseñanza religiosa en los centros docentes- hace que el modelo de enseñanza diluida de la religión no pueda prosperar. En cualquier caso, parece que el Gobierno se encuentra decididamente resuelto a lograr que la asignatura de religión no sea evaluable, ni computable, y que carezca de alternativa académica. A la vista de esta situación, es bastante probable que dentro de no mucho tiempo estemos discutiendo el problema del horario de la asignatura: es decir, si procede o no que ocupe la primera o la última hora de la jornada, para evitar «el perjuicio» que de otro modo se ocasionaría a quienes no elijan la religión. Parece que es la vuelta de tuerca que se operará en la materia.
El régimen del profesorado
El régimen del profesorado de religión se aborda en la disposición adicional tercera de la LOE. Se mantiene la fórmula de la relación laboral con la Administración autonómica, vigente para todos los profesores de religión desde 1999. Lo nuevo es la voluntad de uniformar, a todos los efectos, el estatuto de estos docentes con el régimen laboral común. En este sentido, la nueva norma no hace ninguna referencia a las especificidades propias de la prestación laboral de los profesores de religión.
Reconoce, desde luego, el carácter ineludible de la propuesta del candidato por parte del Obispo -como establece el Acuerdo con la Santa Sede-, que se renovará automáticamente -esto es nuevo- cada año. Desaparece, en consecuencia, el contrato anual y se favorecen fórmulas de estabilidad en el empleo. La solución parece correcta, siempre que se entienda que el automatismo actúa en el caso de que no haya oposición del Ordinario. Automatismo significa, entonces, que no hará falta expedir anualmente el documento formal de propuesta -el envío de la lista al Departamento de Educación-, pero que queda abierta la posibilidad de la no propuesta, de acuerdo con las causas que contempla el Derecho canónico.
El acceso al destino tendrá lugar, dice la nueva norma, «mediante criterios objetivos de igualdad, mérito y capacidad». La fórmula, tal como se encuentra literalmente expresada, me parece difícilmente compatible con el Acuerdo con la Santa Sede. El desarrollo reglamentario tendría que abordar más claramente este aspecto, para encontrar el modo de incorporar a esos indeterminados criterios objetivos ciertas competencias del Ordinario. Pienso que una fórmula de destino estrictamente unilateral, por parte de la Administración educativa, no sería aceptable para la Iglesia. Tendría que abrirse espacio, como mínimo, a algún tipo de acuerdo con la jerarquía.
La remoción, determina lacónicamente la norma, se ajustará a derecho. Una vez más hay que subrayar la insuficiencia de los términos legales que, por eso mismo -y mientras un adecuado desarrollo reglamentario no desactive la amenaza- no pueden estimarse correctos. No se discute el tenor literal de la afirmación, pero hubiera sido deseable una referencia expresa a que el marco de referencia de la finalización de la relación laboral es todo el derecho, también el Acuerdo con la Santa Sede, que, como equiparado a un Tratado internacional, es norma interna del ordenamiento español. Es un argumento que puede entender perfectamente un juez, aunque algunos pretendieran interpretar el texto de otro modo.
La referencia a la judicatura, al término de estas líneas, me parece oportuna, porque no es improbable que asistamos en un futuro próximo -como hemos conocido en otras etapas de nuestra historia reciente- a un cierto proceso de «judicialización» de la materia relativa a la enseñanza religiosa escolar.
Jorge Otaduy______________________Jorge Otaduy es profesor agregado de Derecho Eclesiástico en la Universidad de Navarra.