A primera vista, parece que los avances de la ciencia, al desvelar los mecanismos de la naturaleza, eliminan la admiración ante ella. Sin embargo, los nuevos hallazgos no suprimen el asombro de los científicos. Así ocurre con las proteínas G, cuyo descubrimiento ha valido a los profesores Alfred G. Gilman y Martin Rodbell el Premio Nobel de Medicina en 1994. Se trata de un nuevo avance de la Biología molecular, que muestra cada vez con mayor detalle cómo funciona la vida y proporciona nuevas bases para la reflexión acerca de la naturaleza.
Ciencia, filosofía y religión responden a perspectivas diferentes, y resulta peligroso mezclarlas. Pero eso no significa que no tengan nada que ver. La ciencia proporciona un conocimiento cada vez más detallado de la naturaleza y, por tanto, amplía la base para la reflexión filosófica y religiosa.
Hoy día, esto sucede especialmente con la Biología molecular, que progresa a pasos acelerados. Algunos piensan que eso significa un nuevo triunfo del reduccionismo, porque permite comprender cómo funciona la vida mediante procesos físicos y químicos, sin apelar a entelequias, almas o principios vitales. Sin embargo, el mundo microfísico que vamos descubriendo es tan fantástico que resulta difícil no preguntarse por su explicación última, más allá de lo que la ciencia puede descubrir.
La complejidad de lo más simple
Desde luego, las proteínas G son proteínas, y nada más que proteínas. Constan de aminoácidos enlazados entre sí por uniones químicas que se denominan enlaces peptídicos. En definitiva, son grandes grupos de átomos organizados en largas cadenas que se pliegan adoptando pautas características. Desempeñan importantes funciones en el organismo: por ejemplo, las hormonas intervienen en la regulación de los procesos metabólicos, y las enzimas actúan como catalizadores de las reacciones que tienen lugar en el organismo.
En el organismo humano hay más de 10 billones de células, distribuidas en más de 250 tipos (nerviosas, sanguíneas, musculares, etc.). Las células son muy pequeñas: se calcula que en un cubo de 2,5 cm de arista cabrían unos mil millones de células de tipo medio. Sin embargo, cada una es una verdadera maravilla en miniatura: contiene en su núcleo toda la información genética, y vive, por así decirlo, su propia vida: recibe sustancias desde el exterior, las transforma para conseguir energía, arroja fuera los desechos, fabrica los componentes que el organismo necesita y los exporta al lugar adecuado, se reproduce mediante procesos en los que se duplica y divide el material genético. El funcionamiento de una sola célula es algo enormemente sofisticado.
Las células dependen unas de otras para su existencia y su funcionamiento. Y ahí entra en juego un conjunto de procesos mediante los cuales las células actúan de un modo muy específico. En efecto, necesitan «saber» qué tipos de moléculas se encuentran a su alrededor para dejarlas entrar o impedirles el paso. Necesitan «saber» qué deben hacer con el material que entra. También necesitan «conocer» el estado del organismo, para actuar en consecuencia. Se trata de todo un mundo fascinante que funciona a base de «información». Y ahí desempeñan un papel importante las proteínas G.
Mensajeros químicos
Para hacerse una idea de la naturaleza y función de estas proteínas puede servir un artículo escrito por Gilman, uno de los científicos que acaban de ser galardonados con el Premio Nobel por sus estudios sobre ellas (1). Las proteínas G, en pocas palabras, «son moléculas polifacéticas que, alojadas en la cara interna de la membrana de la célula, coordinan las respuestas celulares ante numerosas señales procedentes del exterior».
En ese artículo se recuerda que, para que podamos actuar y simplemente existir, las células de nuestro cuerpo deben comunicarse entre sí, y que esa comunicación se realiza a través de mensajeros químicos. Pero pocos mensajeros necesitan penetrar en las células: «la mayoría hace llegar la información a su destino a través de intermediarios. En la superficie de la célula diana hay proteínas que les sirven de receptores específicos: el hecho de ligarse a ellas se convierte en una orden». Después, los receptores «transmiten a su vez la información a una serie de emisarios intracelulares que, por fin, las pasan a los ejecutores finales».
Muchos de los mensajeros extracelulares que se han descubierto se apoyan en las proteínas G «para dirigir el flujo de señales desde el receptor al resto de la célula», Después de recordar que las proteínas G se llaman así porque ligan nucleótidos de guanina, y que se descubrió su función a finales de los años setenta, nuestro Premio Nobel escribe: «Nos siguen fascinando sus habilidades y el papel central que desempeñan en una gran variedad de funciones celulares, que cada día parecen ampliarse».
Científicos fascinados
Es interesante notar que los científicos siguen sintiendo admiración ante la naturaleza. Incluso, hablan de fascinación. ¿Por qué?
A primera vista, parece que los avances de la ciencia más bien eliminan la admiración. Uno se admira de algo cuando no sabe cómo funciona, pero si descubre sus mecanismos, ya no parece existir lugar para la admiración. Sin embargo, es posible ver las cosas de otro modo. En efecto, si los mecanismos que se descubren son muy sofisticados, es lógico que nos sorprenda que la naturaleza, por sí misma y actuando de modo «ciego», sea capaz de realizar operaciones tan sutiles y complejas a la vez.
Esto es lo que sucede con las proteínas G. Los científicos, al describir su actividad, hablan de información, órdenes, mensajeros, emisarios, ejecutores, coordinación, comunicación. Todo ello nada tendría de particular si se tratase de personas. Pero se trata de entidades químicas.
Las maravillas de un mundo rutinario
Podemos adentrarnos más aún en ese extraño mundo repasando otras afirmaciones contenidas en el artículo que nos sirve de guía.
A finales de los años cincuenta se comenzaron a conocer los procesos de señalización celular. «Actualmente sabemos que receptores celulares muy diversos se hacen eco de las instrucciones de hormonas y otros ‘primeros mensajeros’ extracelulares mediante la excitación de una u otra proteína G. Adosadas a la superficie interna de la membrana celular, estas proteínas actúan, a su vez, sobre intermediarios unidos igualmente a ella, que reciben el nombre de electores. A menudo, el elector es una enzima que convierte la molécula de un precursor inactivo en un ‘segundo mensajero’ activo; éste se difunde por el citoplasma y puede así transportar la señal más allá de los límites que marca la membrana. El segundo mensajero desencadena una cascada de reacciones moleculares que termina en un cambio funcional de la célula; por ejemplo, que empiece a segregar una determinada hormona, o a liberar glucosa, al medio».
Nos encontramos ante un mundo en el que se transmiten señales e instrucciones a través de mensajeros que toman el relevo unos de otros. Desde luego, los primeros y los segundos mensajeros, así como las proteínas y los electores, no son espíritus ni fantasmas: son entidades físico-químicas. Pero actúan de un modo que podríamos calificar, sin más, como inteligente, si tenemos en cuenta que nos encontramos con procesos muy específicos y coordinados gracias a los cuales existen las funciones básicas de los organismos. Por supuesto, no encontraremos a nadie que esté dirigiendo el tráfico ni indicando qué debe hacerse en cada momento.
La lista de los descubrimientos se amplía continuamente. Ahora ya se sabe que las proteínas G hacen «el oficio de interruptores y temporizadores, determinando cuándo y durante cuánto tiempo se abren o cierran las vías de comunicación». Desde luego, no piensan, ni tienen relojes, ni han estudiado química o biología. Además, «las proteínas G también amplifican señales. Por ejemplo, en el sistema visual, de eficacia tan portentosa, una molécula de rodopsina activa casi simultáneamente más de 500 moléculas de transducina». ¡Eso es lo que se llama polivalencia y eficacia! Podemos consolarnos cuando se nos advierte que todavía quedan muchos enigmas por aclarar; pero, bien pensado, eso significa que los conocimientos actuales sólo son una parte de las maravillas que hacen posible el funcionamiento de nuestro organismo.
¿Un problema de lenguaje?
Podría pensarse que, al fin y al cabo, el mundo de la Biología molecular no es diferente de cualquier otro ámbito del mundo físico, y que el empleo de términos que se refieren a la información, a las instrucciones, y a otras cosas semejantes, responde solamente a la necesidad de explicar de algún modo unos procesos que nada tienen de misterioso. Pero, en cualquier caso, resulta llamativo que, cuando los científicos intentan explicar sus descubrimientos, se vean acuciados por la necesidad de utilizar un lenguaje lleno de significados que recuerdan las acciones inteligentes.
Pensemos, por ejemplo, en la membrana celular, que es el lugar donde se alojan las proteínas G. Se trata de una doble capa que separa a la célula de su entorno y, a la vez, hace posible la entrada y la salida de materiales, así como la comunicación con otras células. Hablando de ella, se nos dice: «Resulta indudable que la membrana celular es un cuadro de mandos de gran complejidad, que recibe una diversidad de señales, valora su fuerza relativa y las transmite a segundos mensajeros que asegurarán la reacción adecuada de la célula ante un entorno cambiante». Y también: «La membrana celular es una especie de cuadro de mandos que puede mezclar señales diversas, o redirigir señales semejantes por vías diferentes, según las necesidades de la célula».
Los procesos se desarrollan, por tanto, en función de las necesidades de la célula. Parecería que, por fin, encontramos aquí algo semejante al famoso eslogan marxista: «cada uno según sus posibilidades, a cada uno según sus necesidades». Sólo que, en este caso, la naturaleza lo consigue por su cuenta. Sin duda, todo esto responde en parte al lenguaje que nosotros mismos (en este caso, los científicos) empleamos, y quizá se podría expresar en otro lenguaje. Pero lo que se quiere decir no cambiará. No todo depende del lenguaje.
Revoluciones, víctimas y vencedores
Actualmente suele repetirse que no existe motivo para el asombro, porque las maravillas que descubre la ciencia son el resultado de un proceso evolutivo muy largo en el que han competido muchos contrincantes y, lógicamente, sólo han sobrevivido los vencedores. En otras palabras: la naturaleza ha intentado muchas otras combinaciones, pero sólo han subsistido aquellas que poseen determinadas capacidades.
Esta explicación puede tener su parte de razón. No es absurda ni anti-científica. Lo que no es tan claro es que explique todo. Aunque sea cierto que se han producido muchos resultados y sólo han prosperado algunos de ellos, ¿cómo se han llegado a producir esos supervivientes? ¿No resulta sorprendente que, aunque sea a trancas y barrancas, se hayan producido unos organismos cuyo funcionamiento incluye una multitud de procesos muy específicos, coordinados entre sí, que sólo ahora estamos comenzando a conocer después de varios siglos de progreso científico?
La evolución es una teoría científica respetable. Sin duda, contiene enigmas, pero esto sucede a todas las teorías científicas: cualquier progreso en el conocimiento plantea nuevos problemas. Los equívocos comienzan cuando se pretende que la evolución lo explica todo. Entonces, lo que era una teoría científica respetable, comienza a convertirse en un mito. Se trata de un mito construido sobre una base científica, pero sigue siendo un mito.
Por supuesto, no se trata de completar la ciencia «desde fuera» en su propio terreno. Lo que deba descubrirse acerca de la evolución en el terreno científico sólo podrá ser descubierto por la ciencia. Se trata simplemente de advertir que la perspectiva científica no agota la realidad ni lo que podemos preguntarnos y responder acerca de ella.
El poder y la sabiduría de la naturaleza
Al concluir el artículo, nuestro Premio Nobel expone una perspectiva del futuro: «Con el tiempo, acabará compilándose un mapa completo de la membrana plasmática para cada uno de los miles de tipos celulares del organismo humano. En cada caso se sabrá cómo se relacionan entre sí las docenas de receptores, proteínas G y electores diversos. Y podrá predecirse cómo reaccionarán las células en respuesta a cualquier combinación de señales. Medio en broma, alguien ha dicho que esto representaría para quienes se afanan en el desarrollo de nuevos fármacos lo que para un ladrón recibir el esquema completo del sistema de alarma de un banco».
Parece probable que cada vez se avance más en la dirección indicada por estas predicciones. Ojalá sea así. ¿Por qué no pensar, incluso, que conseguiremos sobrepasar a la naturaleza en este terreno, como ya lo hemos conseguido en tantos otros?
Lo curioso es que todos nuestros progresos se basan en las potencialidades que posee la naturaleza. Ya lo dijo Bacon, cuando la ciencia moderna estaba todavía naciendo: «Para vencer a la naturaleza es preciso obedecerla». Podemos utilizar los recursos que la naturaleza nos proporciona, pero no podemos crearlos a nuestro capricho. Y también es curioso que la naturaleza haya conseguido por su cuenta unos resultados que, en muchos aspectos, nos siguen sobrepasando ampliamente.
La naturaleza manifiesta un poder y una sabiduría que, cuanto más progresa la ciencia, conocemos con mayor detalle. En este sentido, los nuevos descubrimientos no suprimen el asombro ante la naturaleza, sino que, por el contrario, lo aumentan. Y, a menos que estemos dispuestos a admitir una especie de panteísmo que no explica nada, la contemplación del poder y la sabiduría de la naturaleza conducen de la mano a la afirmación de un Dios personal creador que, si bien se encuentra envuelto en el misterio porque trasciende completamente el nivel de las criaturas, permite comprender la grandeza de la creación.
Desde luego, yo creo en Dios mucho antes de saber nada acerca de las proteínas G. Me parece además que pocas personas, si es que hay alguna, llegarán a afirmar la existencia de Dios reflexionando acerca de las proteínas G. Sin embargo, no es difícil advertir que el progreso científico proporciona una base espléndida para reflexionar acerca de la naturaleza de un modo coherente con la perspectiva religiosa. Los avances actuales de la Biología molecular son un ámbito muy propicio para esta reflexión. No se trata de llenar con religión los huecos de nuestra ignorancia; por el contrario, es el progreso del conocimiento lo que invita a una reflexión profunda.
¿Cómo veríamos la naturaleza si pudiéramos contemplarla, con nuestros propios ojos, tal como nos la describe la ciencia actual? Veríamos un micro-mundo fantástico, que supera a muchas imaginaciones de la ciencia-ficción. Ese mundo existe desde hace millones de años, forma parte de nuestro propio ser, y nos invita a una reflexión que puede resultar sumamente enriquecedora.
Tres perspectivas
La ciencia proporciona conocimientos que enriquecen notablemente nuestras ideas acerca de la naturaleza. Adopta una perspectiva diferente de la filosofía y de la religión; pero no se opone a ellas: las tres perspectivas se complementan. La realidad posee diferentes dimensiones, y una sola perspectiva no permite abarcarlas todas.
En esas condiciones, el peligro consiste en reducir la realidad a lo que podemos conocer mediante una sola de esas perspectivas. En otras épocas, quizás existía el peligro de que la filosofía o la religión fuesen más allá de su terreno propio. En la actualidad, debido al enorme prestigio de la ciencia, el peligro suele consistir en atribuir el monopolio del conocimiento a la ciencia. Ese monopolio ya no es ciencia, porque la verdadera ciencia se atiene de modo riguroso a lo que puede alcanzar a través de sus métodos, y no se entromete en lo que cae fuera de sus fronteras.
Para evitar ese monopolio basta con reflexionar sobre las implicaciones del progreso científico. Cuanto más se extienden los conocimientos científicos, como en el caso actual de la Biología molecular, más asombrosa resulta la coordinación y la organización de las entidades y los procesos naturales. No es difícil advertir que la perspectiva científica está llamada a complementarse con la reflexión filosófica y con la religión, y que esa complementariedad resulta enriquecedora también para la ciencia, porque permite comprender el significado de su progreso.
Mariano Artigas es Profesor Ordinario de Filosofía de la Naturaleza y de las Ciencias en la Universidad de Navarra.
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(1) Se trata del artículo «Proteínas G», firmado por Maurine E. Linder y Alfred G. Gilman, publicado en Investigación y Ciencia, n.º 192, septiembre de 1992, págs. 20-28. Las cursivas de las citas son mías: las utilizo para destacar las palabras que se relacionan con la transmisión de información.