Pese a los buenos resultados obtenidos por Donald Trump en las primarias de EE.UU. celebradas hasta ahora, no está claro que vaya a ganar la nominación del Partido Republicano a las elecciones presidenciales de noviembre de 2016. Pero hay algo de lo que sí puede estar seguro el Grand Old Party: el descontento de los votantes de Trump con la élite republicana está ahí para quedarse.
(Actualizado el 7-03-2016)
Tras las primarias del sábado 5 de marzo, Trump ha ganado en 12 de los 19 estados en que ha habido elecciones. El siguiente candidato republicano con más opciones es el senador de Texas Ted Cruz, que se ha impuesto en 6 estados. El senador de Florida Marco Rubio, candidato preferido del establishment republicano, solo ha logrado la victoria en un estado (además de en Puerto Rico, el 6 de marzo).
Todavía queda mucho camino por delante hasta que lleguen las convenciones republicanas y demócratas de julio, de donde saldrá el candidato definitivo de cada partido. Trump necesita el apoyo de 1.237 delegados y lleva 384, frente a los 300 de Cruz y los 151 de Rubio. Hay que tener en cuenta, además, que el techo de Trump en los caucus está en torno al 35% de los votos; el resto se lo han llevado otros candidatos.
Pero está claro que el Supermartes ha asustado a la cúpula del Partido Republicano y a buena parte de la izquierda norteamericana: de pronto, las machadas del empresario neoyorquino van en serio; de pronto, hay que hacer algo para frenar su espectacular avance.
Al igual que Putin en Rusia, Trump se ha hecho cargo de la sensación de abandono y de ira de la clase trabajadora blanca
Se entiende la preocupación que hay a ambos lados del arco ideológico: poco bien puede hacer el estilo bronco de Trump a un país cuyo nivel de polarización ha llevado a un pulso permanente entre la Administración Obama y los republicanos, con mayoría en la Cámara de Representantes y en el Senado desde las legislativas de 2014.
Está por ver si el establishment republicano orquestará una candidatura anti-Trump. Pero si lo hace, no bastará con “matar al mensajero”: el mensaje –la verdadera mala noticia– es que un sector importante de los votantes republicanos ha encontrado esperanza y consuelo en el populismo de Trump.
Una herida sin cerrar
Para entender el auge de este outsider de la política hay que remontarse a la revuelta anti-establishment que comenzó el Tea Party en 2009. Curiosamente, los tres candidatos republicanos con más opciones de ganar la nominación de su partido han contado en algún momento con el apoyo de este movimiento: en 2010, Rubio desembarcó en el Senado como candidato favorito del Tea Party; en 2012, Cruz hizo lo propio gracias al Tea Party Express; el pasado enero, la exgobernadora de Alaska y estrella del Tea Party, Sarah Palin, dio su apoyo a Trump.
Nacido entre las bases republicanas, este movimiento fue en primer lugar una reacción popular contra la subida de impuestos llevada a cabo por Obama. Pero había, además, un ingrediente afectivo: la sensación de que el americano medio no cuenta para Washington, lo que incluye también el descontento con la élite republicana.
El 58% de los republicanos quieren que el próximo presidente sea “alguien ajeno al establishment político”, frente a solo el 24% de los demócratas que declaran lo mismo
A los seguidores del Tea Party nunca se les tomó demasiado en serio, como ahora a los votantes de Trump. Pero el Partido Republicano no ha cerrado la herida de la desafección: según una encuesta del Washington Post y de ABC News, publicada en septiembre de 2015, el 58% de los republicanos quieren que el próximo presidente de EE.UU. sea “alguien ajeno al establishment político”, frente a solo el 24% de los demócratas que declaran lo mismo. Los resultados de otras encuestas confirman que la aversión a la clase política es mayor entre los republicanos.
La actitud desafiante del Tea Party, resumida en el eslogan “Don’t tread on me!” (¡No me pisotees!), no era la elaborada articulación de una ideología política. Como tampoco lo es el heterodoxo programa del millonario neoyorquino, que mezcla ingredientes de derechas y de izquierdas. Pero ni el Tea Party ni Trump han venido a debatir ideas.
El lema del Tea Party era una advertencia. Y, como dijo en su día Lee Harris, analista de la Hoover Institution, las advertencias no se refutan: “Lo único que puedes hacer ante ella es tenerla en cuenta o despreciarla”. Si algo ha prometido Trump a sus seguidores es tomarles en serio: “Yo no soy un polemista. Yo me pongo a hacer las cosas”.
El desencanto de la clase trabajadora
¿Y cuáles son las cosas que Trump quiere ver hechas? Básicamente, las que preocupan a los trabajadores manuales, que son los votantes con los que más ha conectado. “La presión social y económica de estos norteamericanos es real. El hecho de que su nivel de vida y su estatus social se haya reducido a consecuencia del proceso de globalización [fábricas que cierran en el país y abren fuera] es real. Y sí, su animadversión hacia la competencia extranjera y hacia los inmigrantes también es real”, explica Michael Brendan Dougherty en The Week.
Dougherty completa la radiografía de los votantes de Trump a partir de los resultados de varias encuestas: “Muchos se identifican como evangélicos en los sondeos, pero tienen vínculos muy débiles (…) con sus iglesias. Son menos provida que los tradicionales conservadores sociales [más próximos a Ted Cruz y a Ben Carson] o que los republicanos del establishment [Marco Rubio y Jeb Bush]. La probabilidad de que tengan estudios universitarios es menor que entre esos otros votantes. Odian la corrección política. (…) Y son personas que participan pocas veces en el proceso electoral”.
La verdadera mala noticia es que un sector importante de los votantes republicanos ha encontrado esperanza y consuelo en el populismo de Trump
El diagnóstico de Dougherty coincide en lo esencial con el que hacía hace unos meses Harold Meyerson desde las páginas del Washington Post. Meyerson relacionaba el creciente aumento de la mortalidad entre los estadounidenses blancos no hispanos sin estudios universitarios –a consecuencia de los suicidios y de las muertes relacionadas con el alcohol y las drogas– con el apoyo a Trump: “Son dos historias muy diferentes sobre la clase trabajadora blanca, pero (…) comparten algunas raíces comunes: la sensación de abandono, de traición y de ira mal encauzada”.
En su columna, Meyerson hizo notar que la frustración por el derrumbe del sueño americano era similar al desencanto vivido en Rusia tras la desintegración de la Unión Soviética. También allí la mortalidad ha subido, principalmente a causa del alcohol. Para el columnista del Post, la comparación entre ambos países es inevitable: “No solo porque el instrumento de muerte ha sido el mismo para los rusos y para la clase trabajadora norteamericana, sino también porque la causa real detrás de cada caso ha sido el fin de un mundo que los había sostenido”.
En Rusia, Putin ha recogido este desencanto y se ha propuesto devolver el orgullo nacional a tantos rusos que vieron una humillación en la caída de la Unión Soviética. Por su parte, Trump promete “hacer América grande de nuevo”. La afinidad entre ambos líderes es patente y se han cruzado elogios mutuos: para el presidente ruso, Trump es “una persona con mucho talento”; para el candidato republicano, Putin es “un líder fuerte”. La cúpula del Partido Republicano hace bien en preocuparse: si hay un Putin en Rusia, ¿por qué no puede haber un Trump en EE.UU.?