Zygmunt Bauman es, quizá, el más leído de los sociólogos “filosóficos” de hoy. Se ha hecho célebre su análisis de la mentalidad posmoderna, a la que califica de “líquida”, con una intuición que aplica a diversas dimensiones de la sociedad. Acaba de aparecer en castellano su último libro, “Extraños llamando a la puerta” (1), sobre las olas migratorias y los problemas de los refugiados, tema que ya había tratado en “Archipiélago de excepciones” (2005) y en otras obras.
Bauman, en su juventud, fue comunista. Según ha contado, la lectura de Antonio Gramsci le ayudó a rechazar la ortodoxia soviética, sin renegar de Marx, pero adoptando un socialismo que tenía que contar con las modificaciones producidas en la vida social, económica, cultural, con las nuevas sensibilidades y con la caída del universo del Gulag.
Hombre de amplias y diversas lecturas, es capaz de decir que en Italo Calvino, en concreto en Las ciudades invisibles, ha aprendido más que en cualquier otra parte. Porque Calvino, con su imaginación, acertó a pronosticar lo que sería el futuro.
Eficiencia destructiva
Zygmunt Bauman ha sabido combinar la historia social, la sociología y la filosofía (en lo que se nota una gran influencia de Lévinas) para un análisis de la modernidad, partiendo, como otros escritores judíos (Hannah Arendt o Theodor Adorno), de la confrontación de los presuntos ideales de la Modernidad con esa realidad trágica que fue el Holocausto. En Modernidad y Holocausto (1988) Bauman individuó una nota no necesaria (nada lo es en la historia) pero previsible: la tendencia de la Modernidad de organizar en forma eficiente su capacidad de destrucción. En realidad, esa quiebra de la Modernidad se dio ya en la guerra de 1914-1918, que hizo escribir a Paul Valéry la célebre frase de que “ahora sabemos que las civilizaciones son mortales”. En realidad, se sabía desde siempre.
La fama de Bauman le viene principalmente a partir de un libro de 1999, Modernidad líquida, que es como llama a lo que otros entienden por posmodernidad. Agotada la Modernidad, terminada la confianza (como había escrito Lyotard) en los grandes relatos ideológicos (liberalismo, comunismo), las sensibilidades se decantan por lo fluido en vez de lo sólido, el nomadismo en vez del sedentarismo, el consumo a ultranza, las relaciones de usar y tirar, los poderes económicos de la globalización –que vuelve impotentes los “Estados locales”–, los daños colaterales que producen marginados de la vida, la ceguera moral que impide la consistencia de valores comunitarios…
Desde 1999 hasta hoy, Bauman no ha dejado de barajar la misma tesis, tratándola desde distintos puntos de vista: la economía, la cultura, el arte, el tiempo, el amor, la educación, la ética, etc. y ahora, los refugiados. Son unos libros relativamente amenos, aunque a veces se enreda en ese tipo de pensamiento circular (al parecer, muy polaco) que hace algo difícil seguirle.
Lo líquido
Bauman ha creado una imagen feliz –lo líquido– para englobar una serie de fenómenos que están ahí y que ya habían sido estudiados por otros (Bourdieu, Bell, Touraine, Lyotard, Lipovetsky, etc.). Uno de los rasgos más acusados es una especie nueva de individualismo: un individualismo que lo es tanto por elección como por necesidad, porque la sociedad, no es que “no exista”, como dijo Margaret Thatcher, sino que ha perdido encarnadura y produce cada vez más marginados.
A la vez, mucha gente piensa que ocurre todo lo contrario, gracias, por ejemplo, a las redes sociales. Pero, como señala bien Bauman, esas redes, aunque útiles, son también una trampa. Tener amigos de esas redes no es estar en comunidad, porque el jefe indiscutible de esa supuesta comunidad es quien admite o borra a quienes desea. O en sus propias palabras: “En una vida de continua emergencia, las relaciones virtuales superan fácilmente lo real. Aunque es ante todo el mundo offline el que impulsa a los jóvenes a estar constantemente en movimiento, tales presiones serían inútiles sin la capacidad electrónica de multiplicar los encuentros interpersonales, lo que les confiere un carácter fugaz, desechable y superficial. Las relaciones virtuales están provistas de las teclas suprimir y spam que protegen de las pesadas consecuencias (sobre todo, la pérdida de tiempo) de la interacción en profundidad”.
Bauman señala también la paradoja de que, en una época con abundancia de medios de comunicación, esa comunicación no da como resultado la unión, sino la fragmentación. Se fragmentan la vida, el trabajo, el ocio, todo visto como bienes individuales sin el horizonte de una totalidad humana. Habla de un “individualismo rampante” donde cada uno juega su juego.
Miedo posmoderno
Otra de las características de la posmodernidad es el miedo “líquido”. Una vez más, Bauman lo ve como consecuencia de la quiebra de la Modernidad. En la Modernidad se pensaba que gracias a la razón, a las ciencias, a las técnicas, al Progreso, la humanidad caminaría ya decididamente hacia una extendida felicidad social. Ahora, en cambio, hay un miedo cambiante, que se desea olvidar, pero no se puede, porque ahí están los desastres naturales (Bauman dedica mucha atención a las consecuencias del Katrina) y los muy calculados, pero, para las víctimas, imprevisibles atentados del yihadismo islámico. Así, una sociedad que pretende la “liquidez” de la ausencia de compromisos durables se ve asediada, en cambio, por unos miedos durables.
En Múltiples culturas, una sola humanidad, Bauman glosa un tema antiguo y bien conocido, pero hoy algo oscurecido por la insistencia en el multiculturalismo. Esta insistencia es “líquida”, porque el multiculturalismo se utiliza para justificar cualquier planteamiento con la explicación de que “es lo propio de esa cultura”. Aunque se afirme lo obvio, que todos los humanos son de una misma raza, el multiculturalismo lleva paradójicamente a marcar fronteras identitarias, con lo que se tiene a la vez un mundo globalizado y fragmentado. El miedo al extraño, al diverso, al de fuera no solo no ha desaparecido, sino que tiende a crecer.
Pesimismo
La tesis de fondo –“la liquidez”– no ha cambiado; los numerosos libros posteriores solo aportan matices, desarrollos y, por qué no apuntarlo, muchas repeticiones. Se advierte un cierto enamoramiento hacia esa liquidez de la que se ha hecho, a la vez crítico y propagandista. Su terror a lo sólido hace que a veces sus propuestas sean también algo líquidas.
Entre los rasgos de la modernidad líquida, Bauman destaca una especie nueva de individualismo, tanto por elección como por disolución de los vínculos
El recuento que hace Bauman de la “liquidez” es sustancialmente cierto, pero más en la actual cultura occidental que en otras. Por ejemplo, es difícil calificar al islam de “líquido” y fácil verlo como “sólido”, incluso premoderno. A la hora de aportar soluciones a un diagnóstico generalmente pesimista, Bauman se para, casi se vuelve “líquido”.
A continuación trato de esbozar lo que podría ser un camino hacia, no la “solidez” de la Modernidad racionalista y “progresista”, sino hacia la constitución de verdaderas redes comunitarias.
Suma de actitudes
Bauman no dice –al menos no con suficiente claridad– que la auténtica comunidad (tanto en el deber ser como en la realidad, cuando se produce) es el resultado de acciones individuales valiosas, de amor en sentido estricto, de que me importa el otro tanto como yo mismo. Es la suma de esas actitudes valiosas la que construye cualquier comunidad digna del hombre. Una comunidad que no puede soportar ni la injusticia, ni la explotación ni la marginación.
Cuando se refiere al socialismo Bauman alude a algo parecido a lo que estaba en los orígenes de la indignación del joven Marx, pero que luego, hecho teoría, dio lugar a la deshumanización que trae consigo el colectivismo. Una comunidad no lo es realmente si no redunda en bien de cada uno de los que la integran; es lo que he procurado mostrar en La realidad fragmentada. El individuo y las instituciones. Siempre habrá individualidad porque las acciones son siempre del individuo; de lo que se trata es de que esas acciones individuales no se vuelquen en un egoísmo, ya sea “sólido” o “líquido”, sino en una justa y amistosa consideración del otro y de sus necesidades.
Algo de esto ya decía Bauman en Ética posmoderna (1993), cuando, después de muchas sutilezas, no siempre claras, afirmaba: “Cada vez comprendemos mejor que debe ser la capacidad moral del ser humano lo que le hace capaz de formar sociedades”. O, más claro aún: “La responsabilidad individual, último bastión y esperanza de la moralidad”. Aunque en esta época Bauman no hablaba aún de “lo líquido”.
Sea lo que sea de los males de la globalización, el remedio no está en soluciones “globales”. Así como la globalización es el resultado de una suma de políticas y decisiones interesadas y a veces injustas, pero adoptadas siempre por individuos, una solución “global” tiene que ser la suma de actuaciones justas y equitativas. Un mundo globalmente justo o, al menos que tienda a eso, requiere algo así como una “conversión” a la justicia de un número suficiente de individuos, sobre todo de los que tienen en sus manos el poder económico e indirecta pero eficazmente el político.
La justicia sola no basta
Hay que tener en cuenta que, como ha sucedido siempre, la justicia, siendo imprescindible, no basta. Tiene que haber también misericordia, como, de forma clarividente, en la estela de la verdad cristiana, resalta continuamente el papa Francisco. No existe una misericordia “global”, sino actos concretos de misericordia. La catequética cristiana los individualizó en “siete corporales” y “siete espirituales”.
En su obra Ceguera moral, escrita junto al politólogo lituano Leonidas Donskis, Bauman habla de “la posibilidad del redescubrimiento de un sentido de pertenencia como alternativa viable a la fragmentación, la atomización y la resultante pérdida de sensibilidad”. Es así, pero no es algo privativo de la modernidad “líquida”. El sentido de pertenencia (a una comunidad) ni se da ni se ha dado nunca espontáneamente, sino que es un trabajo individual, personal y recíproco, de construir lazos reales, de justicia y de amor. El primer lugar de esa construcción es la familia; por eso la “liquidación” de la familia es el obstáculo principal para la creación de un sentido de pertenencia.
Al criticar a la vez “lo sólido” –la Modernidad anterior– y “lo líquido”, se puede llegar a la conclusión de que cualquier solidez es algo negativo. Pienso que Bauman no estaría en contra de un sólido sentido de pertenencia en el que los individuos se vieran reconocidos y con sus derechos garantizados. La solidez es una cualidad que puede darse tanto en lo malo como en lo bueno.
Al lado de muchos aciertos, he visto en la obra de Bauman algunas carencias, quizá porque es un buen sociólogo pero no tan buen filósofo. Con todo, no deja de ser uno de los mejores testigos y analistas de lo que nos está pasando en Occidente.
Para leer a BaumanSe suelen agrupar las obras de Bauman en dos periodos, el de Varsovia (1957-1966) y el Leeds (1972 hasta hoy). Las del primer periodo han tenido escasa difusión. Y en las traducciones al castellano a veces se han editado muy tarde libros antiguos. He aquí una selección de títulos.
|