El modelo de la paridad está superado, sostiene la psicóloga canadiense Susan Pinker en el libro La paradoja sexual, recién publicado en español por Paidós (1). Ella propone un “feminismo de la diferencia”, que reconoce la distinción en cualidades y preferencias entre uno y otro sexo. Si tienen efectiva libertad, las mujeres seguirán caminos propios, y la disparidad resultante será la verdadera igualdad. Pinker resume las conclusiones de su estudio en el último capítulo, del que ofrecemos un extracto.
La ciencia de las diferencias de género es una bolsa llena de sorpresas. Existe la creencia general de que los hombres son el sexo fuerte y de que siguen beneficiándose de ventajas históricas y culturales. Sin embargo, un análisis más preciso revela que son vulnerables a toda una serie de percances biológicos y psicológicos. Como hemos visto, los hombres se ven acechados por todo tipo de problemas de aprendizaje y de conducta. Simultáneamente, al sentirse más atraídos por el riesgo y por las proezas épicas, algunos chicos y hombres alcanzan un éxito espectacular, mientras que, por desgracia, otros contribuyen a que las tasas de accidentes y de suicidios masculinos sean más elevadas.
Las empresas aseguradoras conocen muy bien estas cifras, por lo que cobran primas más elevadas a los varones jóvenes por los seguros de automóvil, al tiempo que los psicólogos, como yo, también esperamos ver más nombres masculinos en las agendas. Dadas estas observaciones de la vida real, lo sorprendente es que la idea de las diferencias de género siga dando lugar a tanta controversia.
Asimetrías de género en el trabajo
Uno de los motivos que explican esto es que, después de haber pasado por alto la biología durante cuarenta años, hemos acabado en una postura extraña e incómoda, en que las mujeres temen confesar lo que desean y los hombres, a pesar de sus flaquezas, siguen considerándose el modelo que hay que seguir. «Nos han vendido la moto», dijo una abogada corporativa que dejó su trabajo después de veinte años de trabajar durante jornadas largas y duras. El catalizador fue un hijo frágil que necesitaba ayuda y apoyo, pero también habría podido tratarse de una crisis existencial o de su propia salud.
Su deseo de adaptar la vida laboral para que encajara con el resto de prioridades se refleja en la investigación que hemos visto en este libro y que demuestra que alrededor de un 60% de mujeres con talento rechazan ascensos o aceptan trabajos con salarios más bajos a cambio de introducir flexibilidad u objetivos sociales en su trabajo.
Las tendencias basadas en la estadística nunca hablan de personas individuales. Sin embargo, sí que nos explican, en parte, por qué hombres y mujeres se ven atraídos, con frecuencia, por trabajos distintos, y por qué, tras cuatro décadas de intentar eliminar las diferencias de género, aún existen discrepancias laborales.
Esta situación puede resultar desalentadora para las personas que esperaban que, a estas alturas, todos los trabajos estuvieran repartidos al 50%. A otras, no les perturba en absoluto, porque piensan que, de todos modos, tampoco se puede hacer nada al respecto. Yo estoy convencida de que ambas posturas son erróneas. En lugar de ser evidencias de prejuicios ocultos, algunas asimetrías de género en el ámbito laboral son indicios de una sociedad libre y educada en la que las personas pueden tomar sus propias decisiones.
Datos que contradicen prejuicios
(…) En mi opinión, la idea de que las mujeres deben imitar a los hombres era más relevante cuando era un modo de conseguir acceder a recursos y a oportunidades que hasta entonces estaban fuera de su alcance. Sin embargo, ahora que las niñas y las mujeres obtienen tan buenos resultados académicos y que los derechos de las mujeres están protegidos, como mínimo en Europa y en América del Norte, deberíamos poder analizar las diferencias de género más desapasionadamente e, incluso, con optimismo.
Ser menos extremas también tiene ventajas. Las mujeres son más sanas que los hombres y son más longevas. Y la tendencia de las mujeres a empatizar y a conectar con los demás ofrece beneficios cognitivos, además de para la salud. (…) La mayoría de las mujeres de las que he hablado tenían capacidades equilibradas (eran buenas «sistematizadoras» y buenas «empatizadoras»), pero se las animaba y se las presionaba para que se centraran en las habilidades matemáticas, científicas o empresariales, en detrimento de sus otros intereses y capacidades; estos consejos, al final, fueron un tiro por la culata para muchas de ellas. Todo lo asociado al modelo masculino de éxito parecía tener más mérito. Sin embargo, a medida que se acumulan pruebas científicas que demuestran que la empatía, el altruismo o las habilidades verbales tempranas tienen beneficios asociados, estos atributos han pasado a considerarse igualmente valiosos.
Los economistas que miden la satisfacción laboral han concluido que las mujeres están más satisfechas con sus vidas laborales que los hombres. Los investigadores parecen haberse quedado perplejos con el descubrimiento, especialmente porque hay estudios recientes que demuestran que la satisfacción laboral de las mujeres desciende a medida que las exigencias y las jornadas laborales se van pareciendo más y más al modelo masculino. Si las ambiciones de hombres y mujeres fueran idénticas, la satisfacción laboral de estas últimas debería ascender al tiempo que su prestigio. Los economistas lo llaman la paradoja del género, porque parece contraintuitiva: los datos no confirman las expectativas.
La paridad es soviética
Quizá podamos entender parte de todo eso si cambiamos de perspectiva. (…) Si la mayoría de las mujeres prefieren carreras altruistas o de transformación a competir por el mayor salario posible, el modelo de hombre extremo no va con ellas. Las hará sentirse tristes o desconectadas, como les pasó a muchas de las mujeres que han aparecido en estas páginas. El hecho de que pudieran mejorar la situación cambiando de trabajo, para poder integrar todos sus intereses y el deseo de conectar con la gente o de marcar una diferencia, es uno de los beneficios de vivir en una democracia occidental posfeminista. (…)
Las mujeres que ahora tienen alternativas deben agradecérselo al liberalismo y al feminismo modernos. Que escojan trabajar menos horas, o en trabajos que las satisfagan más, aunque les paguen menos, no quiere decir que sean víctimas de la discriminación de género, a pesar de que esas elecciones contribuyan a aumentar las diferencias salariales. Pensemos en la alternativa. (…) Catherine Hakim explica que en muy raras ocasiones se niega a las mujeres el acceso a trabajos productivos en países en vías de desarrollo (normalmente suelen hacer la mayor parte del mismo). (…)
En el sistema soviético, la ingeniería era una categoría amplia que aludía a casi cualquier tipo de trabajo científico, tecnológico y administrativo, y uno se convertía en ingeniero si el comité central decidía que se necesitaban más ingenieros. Los objetivos industriales y militares determinaban el número de plazas universitarias y había tan pocas en carreras de letras y de humanidades que para poder hacer los exámenes de acceso a esos estudios se necesitaban muchos contactos y bolsillos muy llenos para pagar años de educación privada.
Una joven rusa me dijo que sus padres y sus abuelos habían sido ingenieros (al igual que todos los adultos que había conocido) porque, fueran hombres o mujeres, las opciones laborales se limitaban a la ingeniería. Su madre se formó y trabajó como ingeniera, aunque lo que la apasionaba era el estudio y la enseñanza de la química. Su tía estudió para ser ingeniera, pero lo que quería realmente era estudiar literatura rusa. El Estado alcanzó prácticamente la paridad de género en las ciencias físicas y en ingeniería, pero anuló la libertad de elección. Por lo tanto, puede que parezca que una sociedad que consigue alcanzar una división de género laboral del 50% en un ámbito concreto ha erradicado la discriminación. Sin embargo, si se mira más de cerca, quizás uno se encuentre con que lo que se ha abolido son las libertades individuales. (…)
Lo progresista es dejarlas decidir
Sin embargo, tenemos miedo de reconocer la existencia de las diferencias de género, por si nos convertimos en parte de un retroceso conservador que devolverá a las mujeres a la cocina. Por el contrario, yo opino que, si entendemos mejor los matices de las diferencias generales entre los hombres y las mujeres, podemos progresar.
De hecho, no reconocer que las diferencias de género existen da lugar a varios problemas. Los puestos de trabajo y las jornadas laborales diseñadas según los conceptos de competitividad y de éxito masculinos, que son el modelo estándar, desaniman a muchas mujeres, a pesar de que son muy inteligentes, cuentan con niveles educativos elevados y tienen capacidades extraordinarias. Si más de dos tercios de las mujeres son «adaptativas» y pretenden compaginar la vida laboral con la familiar, los programas de evaluación y de ascenso iguales para todos harán que gran parte de esas mujeres con talento decidan abandonar, trabajar a media jornada o no ascender. Se sacrificarán para satisfacer el deseo de pasar más tiempo con sus familias o de marcar una diferencia. (…)
Carreras a medida
Las empresas que diseñen distintas vías profesionales que no estigmaticen ni penalicen a las mujeres por tomarse bajas para estar con los hijos y que reconozcan las diferencias de género, dando cabida a bajas de maternidad específicas, a programas de ascenso más flexibles y a sistemas para reintegrarse al trabajo después de una baja o de haber trabajado a media jornada, tendrán más mujeres en plantilla. Las universidades que detienen el reloj de la carrera hacia la titularidad cuando las mujeres dan a luz, o que conceden bajas de maternidad específicas a las mujeres (en lugar de bajas genéricas a ambos progenitores) previenen en mayor medida el fenómeno de que las mujeres vuelvan con un retraso y los hombres con un libro.
Por el contrario, hacer caso omiso de las diferencias de género puede dar lugar al efecto inesperado de que tener familia suponga un perjuicio para las mujeres y un beneficio para los hombres, lo que quizás explique, en parte, por qué los hombres académicos con hijos publican más que los que no tienen hijos, mientras que las mujeres académicas con hijos publican menos que las que no tienen. (…)
Durante los últimos años, los puestos de trabajo se han vuelto más extremos, más competitivos y más inflexibles. Por mucho que se ensalcen las virtudes del equilibrio de géneros, las empresas que permiten que las jornadas laborales, las publicaciones, las reuniones durante los desayunos, las comidas o los fines de semana que se necesitan para poder ascender o conseguir la titularidad aumenten sin cesar, o las que insisten con rigidez en que para poder ascender hay que trasladarse, se encontrarán con que el número de mujeres en plantilla se reduce. (…)
De todos modos, podemos entender la situación desde otro punto de vista. Las jornadas agotadoras no siempre se traducen en productividad. Parte de las horas no son más que «horas presenciales», como las reuniones obligatorias de final del día o los retiros de fin de semana, donde lo único que se espera es la asistencia. Al igual que las corbatas y las medias, estas obligaciones tienen más que ver con la cultura empresarial que con la productividad. Sin embargo, ninguna empresa quiere ser la primera en abandonarlas, aunque podría valer la pena reconsiderar estos símbolos de compromiso pasados de moda, si conduce a retener a científicas brillantes o a profesionales de talento que, en lugar de acumular «horas presenciales», quieren estar en casa, ayudar a sus hijos con los deberes y meterlos en la cama.
Revalorizar lo femenino
(…) No prestar atención a las diferencias de género también tiene el efecto imprevisto de devaluar las preferencias y competencias cognitivas de las mujeres. Como gran parte de las mujeres tienen un rango de intereses distinto o más amplio que el de la mayoría de los hombres, muchas se ven atraídas por empleos diferentes. Y la cuestión es que los trabajos orientados a las personas o a la comunicación que atraen a la mayoría de las mujeres no están tan bien remunerados como las opciones laborales tradicionalmente masculinas.
A pesar de contar con niveles educativos similares, las profesoras y las enfermeras ganan menos que los analistas informáticos o los ingenieros. Las logopedas y las trabajadoras sociales en general ganan menos que los delineantes o los técnicos de sonido. E incluso dentro de las mismas profesiones, los salarios de las especialidades más atractivas para las mujeres, como la medicina de familia o la pediatría, son inferiores a las más escogidas por los hombres, como la cirugía, la patología o la radiología.
(…) Las fuerzas del mercado determinan las escalas salariales del sector privado, pero incluso así, si existiera la voluntad de retener a las mujeres y de pagarles salarios justos, podrían diseñarse políticas corporativas para que los salarios de los directivos de los departamentos de recursos humanos y de relaciones públicas (que suelen ser mujeres) se equipararan con los de los directivos de los departamentos de producción o de finanzas, que atraen a más hombres. En lugar de esperar que las mujeres se incorporen a trabajos que no les interesan, reconocer las diferencias de género en lo que concierne a las profesiones que se escogen podría dar lugar a un debate más productivo sobre cómo corregir estos desequilibrios.
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Susan Pinker es psicóloga, con experiencia clínica y docente (fue profesora de la Universidad McGill), y columnista del diario The Globe and Mail (Toronto).
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NOTAS
(1) Susan Pinker. La paradoja sexual. De mujeres, hombres y la verdadera frontera de género. Paidós. Barcelona (2009). 407 págs. 25 €. T.o.: The Sexual Paradox: Men, Women and the Real Gender Gap. Traducción: Montserrat Asensio Fernández.
© Ediciones Paidós Ibérica, S.A. Texto reproducido con autorización.