Pese a la oposición de quienes temen que nos hagan tragar “comida Frankenstein”, la Food and Drug Administration de Estados Unidos y la Autoridad Europea de Seguridad Alimentaria han dictaminado que comer carne o leche de animales clónicos no es peligroso.
Pero esa no es la última palabra. No basta que los clones sean buenos para comer. No basta que presenten ventajas para los productores o que permitan ofrecer a los consumidores carnes más nutritivas, sanas o sabrosas. El Grupo Europeo de Ética en Ciencia y Nuevas Tecnologías no es utilitarista en este caso. Este organismo (antes llamado Grupo Europeo de Bioética), asesor de la Comisión Europea, considera “dudoso que esté éticamente justificado clonar animales para obtener alimentos”. Pues, aunque se saque provecho de ello, hay que respetar a los animales mismos y atender a su bienestar.
El Grupo alega, así, que los animales clónicos sufren una tasa elevada de enfermedades, malformaciones y otros problemas de salud. Con frecuencia tienen sobrepeso, hepatomegalia, dificultades respiratorias, hemorragias, anomalías renales. La prueba es que alrededor del 20% de los terneros clónicos no llegan a vivir más de 24 horas después de nacer, y otro 15% mueren durante la lactancia. Además, la gestación de criaturas clónicas puede ser perjudicial para las madres portadoras.
Este fino criterio contrasta con la falta de reparos que a menudo impera con respecto a la clonación humana llamada “terapéutica” (experimental, en realidad, pues las terapias aún ni se columbran), que el Ministerio de Sanidad español acaba de autorizar expresamente por primera vez, en virtud de la nueva Ley de Investigación Biomédica de 2007. En este caso, la utilidad hipotética justifica el empeño. En el respeto y valor de las criaturas implicadas no se para mientes.
La diferencia está en el grado de desarrollo. Un animal nacido goza de mayor consideración que un ser humano en estado embrionario. El producto de la clonación experimental, dicen, podría acabar siendo humano, pero será destruido antes de que llegue a serlo. Se resucita así la vieja teoría de la humanización o animación diferida en cierto momento del desarrollo prenatal, la que sostenían en la Edad Media, cuando no había embriología ni se sabía nada de cromosomas.
El utilitarismo, además, es ciego a otras objeciones independientes del estatuto del embrión humano. Una proviene de la necesidad de óvulos en gran número para los experimentos de clonación: el peligro de explotación de mujeres no es despreciable. Otra es la alta frecuencia de anomalías comprobada en los animales clónicos: si el proceso da tantos fallos por causas que no se conocen bien ni se dominan, es señal de que aún no está en condiciones de pasar más allá de la investigación con animales. Problemas genéticos como los observados en los terneros clónicos que se gestan podrían estar en las células madre tomadas de los embriones destruidos en los experimentos de clonación “terapéutica”.
Si tantas cautelas y recelos despierta la perspectiva de que comamos filetes clónicos, resulta curiosa la prisa para probar en humanos una técnica que aún no ha servido para curar a un ternero.