«El mundo de los derechos no puede ser sólo propiedad de los sanos»

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«La persona discapacitada, aun cuando está herida en la mente o en sus capacidades sensoriales e intelectivas, es un sujeto plenamente humano, con los derechos sagrados e inalienables propios de toda persona humana», afirma Juan Pablo II en el mensaje que el pasado 8 de enero dirigió a los participantes en un simposio internacional celebrado en el Vaticano y que coincide con la clausura del Año Europeo de las personas discapacitadas.

El Papa confirma esta persuasión de la antropología cristiana que descarta cualquier racismo de los sanos: «La discriminación por motivos de eficiencia no es menos condenable que la que se realiza por la raza, el sexo o la religión». «La calidad de vida en el seno de una comunidad se mide en gran parte por el empeño en asistir a los más débiles o necesitados y por el respeto de su dignidad de hombre o de mujer. El mundo de los derechos no puede ser sólo propiedad de los sanos», insiste el Papa.

Esto no significa que la persona discapacitada deba hacer lo mismo que los demás. Para la persona discapacitada, como para cualquier otra, «lo importante -subraya Juan Pablo II- no es hacer lo que hacen los otros, sino hacer lo que es verdaderamente bueno para ella misma, actuar cada vez más según las cualidades propias, responder con fidelidad a su peculiar vocación humana y sobrenatural». Si se reconoce ese derecho, se le debe también facilitar sus condiciones concretas de vida, estructuras para sostenerse y tutela jurídica. «Quizá más que otros enfermos, los sujetos mentalmente retrasados tienen necesidad de atención, afecto, comprensión, amor: no se les puede dejar solos, desasistidos e inermes, en la difícil tarea de afrontar la vida».

En este sentido, el Papa escribe que «merece una especial atención el cuidado de las dimensiones afectivas y sexuales de la persona discapacitada. (…) También ella tiene necesidad de amar y de ser amada, de ternura, de cercanía y de intimidad. Por desgracia, la persona discapacitada debe vivir estas exigencias legítimas y naturales en una situación de desventaja, que se hace cada vez más patente con el paso de la edad infantil a la adulta».

Juan Pablo II mencionó a este respecto cómo «las experiencias realizadas en algunas comunidades cristianas han demostrado que una vida comunitaria intensa y estimulante, un apoyo educativo continuo y discreto, la promoción de contactos amistosos con personas adecuadamente preparadas, el hábito de encauzar los impulsos y de desarrollar un sano sentido del pudor como respeto a la propia intimidad personal, logran a menudo reequilibrar afectivamente a la persona con discapacidad mental y llevarla a vivir relaciones interpersonales ricas, fecundas y satisfactorias».

«Sin duda -añade el Papa-, las personas discapacitadas, desvelando la gran fragilidad de la condición humana, son una expresión del drama del dolor, y en este mundo nuestro, sediento de hedonismo y hechizado por la belleza efímera y falaz, sus dificultades son percibidas con frecuencia como un escándalo y una provocación; y sus problemas, como un peso que hay que remover o resolver cuanto antes». Sin embargo, estas personas «pueden enseñar a todos cómo es el amor que salva, y ser propagadores de un mundo nuevo, nunca más dominado por la fuerza, la violencia y la agresividad, sino por el amor, la solidaridad, la acogida».

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