Los partidarios de legalizar la eutanasia insisten en que no pretenden levantar la veda de enfermos terminales. Unas estrictas condiciones estipuladas en la ley asegurarían que la eutanasia se practicase con las debidas garantías, respetando siempre la voluntad del interesado. A esto replican otros que legalizar la eutanasia la haría, en la práctica, incontrolable. Toda ley tiene agujeros, que se aprovechan para aplicarla a casos no previstos, como bien sabe el Fisco. Y en el caso de la eutanasia, el requisito de la libre decisión del paciente –susceptible, por su mismo estado, al desánimo y a insinuaciones ajenas– es mucho más difícil de comprobar que la renta real de un contribuyente. Sobre todo, añaden, se extendería la mentalidad de que la eutanasia es admisible, y –abatida la barrera de la prohibición absoluta– muchos ya no lo pensarían dos veces antes de aplicarla, y no serían rigurosos en el cumplimiento de las condiciones.
Unos y otros argumentos llevan verbos en modo potencial. ¿No se puede verificarlos de alguna manera? Como en cualquier otro campo, el mejor método de predicción es tener en cuenta lo que ya ha pasado.
En Río de Janeiro, un enfermero ha sido acusado de causar la muerte a 131 pacientes de un hospital. Él ha admitido cinco casos, y ha explicado así su conducta: “Lo hice por caridad”. Sólo pretendía “paliar la angustia de los enfermos y de sus familias, que me producían un inmenso dolor” (El País, 9-V-99). La policía sospecha, además, que cobraba comisiones de empresas funerarias a las que comunicaba, antes que a nadie, los fallecimientos.
Casos semejantes salen a la luz periódicamente. A principios de este año, varios médicos británicos fueron denunciados por cincuenta muertes –cuarenta de ellas en un mismo hospital– de pacientes con demencia senil (cfr. El Mundo, 7-I-99). Una enfermera francesa ha sido condenada por aplicar la eutanasia, por su cuenta y riesgo, a treinta pacientes (cfr. Le Monde, 24-IX-98). En 1997 se supo que una enfermera y un médico daneses habían hecho lo mismo con 22 ancianos de una residencia geriátrica (cfr. International Herald Tribune, 22-X-97). Todos ellos, como el acusado de Río, obraron sin preguntar.
Si es real que hay gente como ellos, legalizar la eutanasia supone eliminar una barrera disuasoria. No es fácil creer que se dieran menos casos si la eutanasia no fuera ilícita por principio y, por tanto, hubiera más posibilidades de escapar a la justicia. Así lo muestra la experiencia de Holanda, donde sí está despenalizada la eutanasia, formalmente desde 1993 y de hecho desde varios años antes. Allí un enfermo puede lograr que los médicos le den muerte si manifiesta expresamente su deseo, como reclaman los partidarios de la legalización. Pero tales casos son unos 3.000 al año, según los datos oficiales, muchos menos que los 14.700 de eutanasia sin consentimiento del paciente registrados en el último recuento (ver servicio 171/94).
Los partidarios de la eutanasia suelen argumentar con casos de tetrapléjicos y otros enfermos que insisten en su deseo de morir y protestan porque la ley no se lo permite. Pero hay que traer a la memoria también los otros casos, mucho más numerosos. Entonces se ve que los riesgos de legalizar la eutanasia no son hipotéticos.