El Congreso de los Diputados español aprobó el pasado marzo la ley de eutanasia. España se convierte así en el séptimo país que la permite; el noveno si incluimos a Suiza y Alemania, donde hay suicidio asistido. A pesar de ser un tema de gran calado, apenas se ha debatido en la sociedad, más allá de unos pocos artículos de prensa, algunas convocatorias de protesta o iniciativas meritorias que, en general, no han tenido gran eco.
La falta de debate ha sido deliberadamente buscada por quienes promovían la eutanasia. Al tramitarse como proposición y no como proyecto de ley se ha evitado tener que recabar ciertos informes o convocar a expertos y asociaciones para que dieran su opinión. Ha sido llamativo que no se haya pedido el parecer de la Organización Médica Colegial ni tenido en cuenta el detallado y riguroso informe del Comité de Bioética de España, dependiente del Ministerio de Sanidad.
Este modo de conducir el proceso no ha contribuido a fortalecer las instituciones democráticas, porque ellas nos deben representar a todos. Y, en este caso, quienes tenían motivos para oponerse a la eutanasia han sido deliberadamente ignorados. La nueva ley ha cumplido todos los procedimientos formales, pero no ha estado a la altura de lo que se esperaría de una democracia madura, que no tiene miedo a la confrontación de posturas y ve el pluralismo social como una riqueza.
Cambio de época
Tras la aprobación, tampoco han aparecido nuevas voces de rechazo. Todo indica que la mayoría social ha aceptado esta ley. La pregunta que cabe hacerse es: ¿Por qué ha sido así? La razón que lo explicaría es que se ha perdido el sentido genuino de conceptos básicos como dignidad, cuidado o autonomía. Vivimos en un cambio de época, donde una concepción del mundo está siendo sustituida por otra. Así lo comprobamos cuando se aprueban leyes que transforman la sociedad de un modo tan radical como esta. Podría discutirse si el cambio lo provocan las nuevas leyes o si estas son meramente expresión de la transformación social. Parece que se trata de una conjunción de ambos factores.
En este contexto, el debate sobre la eutanasia no puede limitarse a la valoración ética del acto concreto, ni siquiera a sus repercusiones sobre los derechos de unos y otros (muy especialmente del personal sanitario), sino que debería poner en primer plano el sentido que hoy en día damos a los conceptos básicos mencionados. Puesto que esa es la raíz del problema, ahí es donde habrá que buscar la solución. Esta es una tarea propia de la educación, con la que se forman las nuevas generaciones, pero también conviene que siga presente en el debate público.
Debatir: un servicio a la democracia
Con la aprobación de la ley han aparecido al menos dos posturas. Por un lado, la de quienes consideran que el tiempo del debate ya terminó y ahora corresponde aplicar la nueva legislación. Y, por otro lado, la de quienes, oponiéndose a la eutanasia, piensan que no vale la pena debatir. Les parece que, puesto que los defensores de la legalización tienen una concepción del mundo tan distinta, no resulta posible siquiera entenderse.
Una democracia crece en madurez cuando promueve la continua deliberación pública sobre qué es lo más justo
Respecto a la primera postura, y desde el respeto a las leyes válidamente aprobadas, cabe decir que, en cuestiones tan decisivas para la sociedad como las que afectan a la protección de la vida humana, es no solo legítimo sino un deber cívico seguir explicando por qué la eutanasia perjudica gravemente al bien común. Además de no colaborar con la ley, haciendo uso del derecho a la objeción de conciencia, es preciso continuar trabajando para que el Parlamento cambie la legislación.
Una democracia crece en madurez cuando no se rige únicamente por la opinión numéricamente mayoritaria, sino que promueve la continua deliberación pública sobre qué es lo más justo. En una sociedad democrática todos aceptamos la regla de la mayoría, pero también sabemos que ella no asegura la solución más acertada. Resulta decisivo considerar las distintas razones que se proponen, buscar el consenso y ofrecer soluciones que contribuyan al bien común.
En su día, Gregorio Peces-Barba llegó a decir que explicar en un colegio los problemas éticos del aborto era incompatible con la sentencia del Tribunal Constitucional que había ratificado su legalidad. Resultaría, entonces, que quienes mantuvieran una opinión distinta a la mayoritaria en cuestiones tan sensibles y disputadas se situarían fuera de la comunidad política o, incluso, serían un peligro para ella.
Puede parecer que estas situaciones se dan solo con el aborto o la eutanasia, y en relación con personas religiosas o de valores morales conservadores. En realidad, hay otros casos. Por ejemplo, cuando en 2015 se aprobó la prisión permanente revisable, Tomás Vives, de ideas progresistas y que había sido magistrado del Tribunal Constitucional, afirmó que “la democracia no se reduce a la voluntad de la mayoría”, sino que es un sistema político que pretende tomar “decisiones racionalmente fundadas y respetuosas con la dignidad de todos”. Manifestó su oposición a la nueva ley precisamente por considerarla contraria a la dignidad humana. Nadie le acusó de estar, por ello, dañando a la comunidad política. Ni tampoco cuando, en términos similares, el penalista Enrique Gimbernat formuló su crítica.
Por tanto, en buena lógica, cabe afirmar que mantener abierta la conversación en el caso de la eutanasia es un servicio a la democracia. En este sentido, quizá no sea casualidad que en países con una sociedad civil más fuerte, como Francia o Reino Unido, hasta ahora hayan rechazado la legalización.
Un choque de concepciones del mundo
La segunda postura mencionada parece renunciar a que las razones de quienes critican la eutanasia puedan llegar a ser comprendidas e, incluso, compartidas por una mayoría. Si realmente fuera imposible, estaríamos ante el fin de la democracia liberal, como algunos autores vienen sugiriendo en los últimos años. Cada grupo social tendría una concepción del mundo incompatible con la de los demás y no sería posible la convivencia. Se disolvería el “nosotros” social.
El de la eutanasia no es solo, ni principalmente, un debate médico o jurídico, es decir, para especialistas, sino ideológico o de concepciones del mundo y, por eso, nos afecta a todos. Quizá la lógica parlamentaria de partidos con disciplina de voto contribuya a crear la falsa impresión de que la sociedad se divide en dos bloques monolíticos, a favor y en contra. Sin embargo, la realidad es que hay numerosas personas, también intelectuales y políticos, que dudan ante cuestiones tan complejas. Muchos se dejan llevar por la idea de que la creación de un derecho no obliga a nadie a usarlo, sino que simplemente amplía las libertades de todos. Esto, que puede ser cierto en otros casos, no lo es en el de la eutanasia, según veremos más adelante.
Lo que separa las concepciones del mundo es la definición de conceptos fundamentales como la dignidad, el valor social del cuidado o la autonomía. El primer paso que habría que dar es hacer explícitas las diferencias, indagar el sentido original de los conceptos y explicar cómo han cambiado. De este modo, unos y otros entenderán sus respectivas razones y podrán dialogar.
Una idea de origen judeocristiano
La ética ofrece suficientes argumentos racionales, accesibles a todos, para oponerse a la eutanasia. Sin embargo, también es cierto que conceptos fundamentales como el de dignidad no los ha generado la “razón pura”, sino que tienen una historia concreta que se puede trazar. Es lo que ha hecho el sociólogo Hans Joas en La sacralidad de la persona. Una nueva genealogía de los derechos humanos.
Según Joas, la dignidad sería un ejemplo de “universalización” de un valor que tiene origen religioso. Se fundaría en la capacidad de distinguir entre lo sagrado y lo profano. La referencia que se hace a la dignidad en las declaraciones de derechos humanos se basaría en la idea de que la persona es sagrada. Aunque el concepto tenga una génesis histórica concreta, se puede explicar el proceso por el que ha alcanzado su validez normativa.
En los cambios de época es habitual que algunos conceptos básicos, aun manteniendo el nombre, cambien de significado. Así ha sucedido en este caso. La dignidad ha pasado de ser el reconocimiento del valor incondicional de cada persona a concebirse como el derecho a la autodeterminación del individuo. Por eso, en la tarea de recuperar el significado originario, es necesario atender al contexto religioso del que surgió.
Por este motivo, actualmente, el cristianismo es como un faro que recuerda la sacralidad de la vida humana. Su carácter sagrado va unido a la concepción de la vida como un don recibido. Así lo ha venido enseñando la Iglesia católica, al menos, desde Evangelium Vitae de Juan Pablo II y su concepto de “cultura de la vida”. Por su parte, el Papa Francisco ha hecho célebre la expresión “cultura del descarte” como signo de lo que va mal en nuestro mundo, incluyendo fenómenos como el de la eutanasia.
El cristianismo pone a disposición de todos la sabiduría del Evangelio, que recuerda que los parámetros utilitarios o individualistas distorsionan la comprensión de la vida humana. Vivir es algo bueno en sí mismo, un regalo que hemos recibido, porque nos permite amar y ser amados. En situaciones de sufrimiento o dependencia esa capacidad no desaparece, sino que quizá se hace aún más visible y palpable a través del cuidado.
Qué se entiende por dignidad
La cuestión de fondo en el debate acerca de la eutanasia es qué se entiende por dignidad. Hay dos sentidos fundamentales: como autonomía y como valor incondicional de la persona. La nueva ley se propone como objetivo “respetar la autonomía” de quien se encuentre en “condiciones que considere incompatibles con su dignidad personal”. La dignidad se concibe ahí como autodeterminación y se afirma que algunas situaciones de enfermedad harán la vida indigna. En esos casos, aceptar la voluntad del paciente acerca de si seguir, o no, viviendo sería lo que exige la dignidad humana, porque solo así se respeta su capacidad de autodeterminación.
Lo que separa las concepciones del mundo es la definición de conceptos como la dignidad, el cuidado o la autonomía
El otro modo de concebir la dignidad es como el valor incondicional de la persona, es decir, con independencia de su situación y capacidades. Se trata de una condición objetiva, un valor intrínseco, que no cambia ni se pierde. El informe del Comité de Bioética de España señala la contradicción de que la nueva ley defina la dignidad en términos de autonomía, pero otorgue el derecho a la eutanasia (o al suicidio asistido) solo a quienes están gravemente enfermos. Si la dignidad obliga a respetar la autodeterminación de cada persona, este derecho deberían tenerlo tanto los enfermos como los sanos.
Precisamente esta misma cuestión llegó al Tribunal Constitucional de Alemania, que terminó por reconocer el derecho al suicidio asistido a todos los ciudadanos. La lógica que ha puesto en marcha la nueva ley dirige inevitablemente en esa dirección. De hecho, ya se ha empezado a hablar en Holanda de la eutanasia por cansancio vital.
Reducir la dignidad a la autonomía lleva a admitir que puede haber vidas indignas como hace, por ejemplo, el utilitarista Peter Singer. En cambio, la dignidad entendida como valor incondicional es la que ha forjado nuestros ordenamientos jurídicos y sirve para proteger a todos, de modo particular a los más débiles.
Desde un punto de vista ético, el contraste entre ambas concepciones de la dignidad es claro. En el modelo de la autonomía, la persona es, ante todo, un sujeto independiente y aislado. Lo que reclama es que se respete su autodeterminación. En cambio, en el otro modelo se concibe a la persona como un ser relacional, que se sabe dependiente de los demás y, sobre todo, es consciente de que recibirá siempre el apoyo incondicional de la sociedad.
Quizá una de las consecuencias más preocupantes de la legalización sea el cambio que se producirá en la “autoconcepción” que las personas tienen de su dignidad. Ponerlo de manifiesto puede ayudar a evitar que esta noción quede reducida a la autonomía, olvidando su otro sentido. Una adecuada comprensión de la dignidad humana conjuga la justa exigencia de respetar la libertad del individuo con el reconocimiento del carácter dependiente de nuestra existencia.
Proteger al débil
Es preciso preguntarse qué tipo de sociedad se está construyendo con la legalización de la eutanasia. Ciertamente, la autonomía del individuo saldrá reforzada, incluso se convertirá en el valor supremo. Sin embargo, no se conseguirá que todos se sepan igualmente valiosos y que, en ningún caso, consideren que son una carga. Como sociedad, debemos aunar el respeto a la libertad y la voluntad de los individuos con el bien común. Esto requiere ponderar adecuadamente cómo afectan los derechos de unos a los de los demás.
La nueva legislación prevé garantías para que no haya presiones “sociales, económicas o familiares”. Sin embargo, a partir de ahora, todos tendrán que hacerse inevitablemente la pregunta de si, en su situación, no sería más razonable pedir la muerte porque resultan una carga. Y lo harán con frecuencia en situaciones de debilidad, para las que la ley no puede ofrecer protección efectiva.
La sociedad debe proteger al débil. Ciertamente, es débil la persona que sufre de un modo tan terrible que pide morir. Los casos que han saltado a los medios en los últimos años son realmente dramáticos. Desde un punto de vista ético, deberían despertar empatía y el deseo de hacer lo posible por remediar esa situación. Pero también es débil quien, estando en una situación de fragilidad, puede sentirse inducido a solicitar la eutanasia porque culturalmente parece lo más conveniente.
Y las leyes crean cultura. Se debe legislar para el bien común y no solo para casos excepcionales que, además, parece que se podían resolver de otro modo con el ordenamiento jurídico vigente. La cultura que deberían crear las leyes es la de una sociedad donde el cuidado y el apoyo incondicional a las personas (asistencial, económico y sanitario) fuera el valor dominante. Evitar que las personas piensen que sobran o que son una carga para la sociedad es una razón suficiente para no convertir la eutanasia en un derecho.
En el cuidado resplandece la humanidad
Haber aprobado la ley de eutanasia antes de tener una de cuidados paliativos es una autocontradicción performativa: la declarada intención de poner solución al sufrimiento queda desmentida por los hechos. Son muchos más quienes prefieren recibir cuidados paliativos (pero no pueden porque no son accesibles) que quienes solicitan la eutanasia.
Como sociedad, debemos aunar el respeto a la libertad y la voluntad de los individuos con el bien común
De todos modos, como explica Carlos Centeno, “los cuidados paliativos no son la alternativa a la eutanasia. Los cuidados paliativos (…) son para toda la ciudadanía”. Es decir, que los problemas éticos no desaparecerían si hubiera un buen sistema de cuidados paliativos. De hecho, Holanda destaca en este aspecto. La explicación es que, como señala el médico Bert Keizer, el principal motivo para pedir la eutanasia “no es el dolor, es la desesperación”. La relevancia ética de los paliativos reside en que la acción de cuidar a otro manifiesta de modo paradigmático nuestra humanidad. En este sentido, el médico Jacinto Bátiz ha recordado que “uno de los síntomas que provocan más sufrimiento es la soledad”.
Jean-Marie Le Méné, presidente de la Fundación Jérôme Lejeune internacional, explicaba a propósito de las personas con Síndrome de Down algo aplicable a la eutanasia. En nuestras sociedades, “hay dos discursos asimétricos: el de la madre, la familia, la medicina y la sociedad que tiene una vocación integradora; y el de la tecnociencia que entiende la humanidad con una regla de cálculo para excluir el error”. En este sentido, el Comité Español de Representantes de Personas con Discapacidad (CERMI) ha pedido al Defensor del Pueblo que recurra la actual ley, porque “hace pensar que la eutanasia es una práctica (…) conectada con determinadas personas con discapacidad”.
Este es probablemente el cambio de concepción del mundo más profundo y nocivo. Es necesario denunciarlo por las contradicciones que presenta. Por un lado, caminamos hacia una sociedad que aspira a la perfección, en la que desaparecerían la enfermedad y la discapacidad. Ciertamente, la ciencia hace bien en trabajar con esa finalidad. Sin embargo, también somos conscientes de que la condición humana siempre será finita e imperfecta. Por ello, una sociedad que no tuviera a quien cuidar –niños, ancianos, personas dependientes o enfermas– sería una sociedad menos humana (o no humana en absoluto). Tener a quien cuidar significa que hay alguien que nos importa, que es valioso para nosotros, no por sus capacidades o circunstancias, sino por ser quien es. Sin alguien así, ¿para qué vivir?
José María Torralba es Profesor Titular de Filosofía Moral y Política en la Universidad de Navarra
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