El mapa del genoma humano, recién delineado, ha deparado la sorpresa de que solo tenemos unos 30.000 genes: número insuficiente para dar cuenta de nuestra complejidad biológica (ver servicio 25/01). Stephen Jay Gould (cfr. servicio 91/00), profesor de zoología en Harvard, concluye de ahí que es preciso abandonar el reduccionismo según el cual «todo» está en los genes (The New York Times, 19 febrero 2001).
La «antigua teoría de la vida», dice Gould, se basaba en lo que los genetistas llamaban su «dogma central»: el ADN hace ARN, y el ARN hace proteínas. O sea, se daba por supuesto que había una causalidad de sentido único, del código genético al mensaje, y del mensaje a la síntesis de sustancias. Así, se creía que una unidad de información genética -un gen- produce una unidad de sustancia -una proteína-, y la combinación de proteínas hace un organismo. Pero semejante teoría no puede explicar la complejidad humana a partir de 30.000 genes.
Hay que admitir, entonces, que un mismo gen da lugar a diversos mensajes, lo cual tiene varias implicaciones, señala Gould. «Las consecuencias comerciales son obvias, dado que gran parte de la biotecnología, incluida la carrera por patentar genes, se ha basado en la vieja teoría de que ‘reparar’ un gen aberrante serviría para curar una determinada enfermedad humana». Desde el punto de vista social, el reciente descubrimiento «puede al fin liberarnos de la idea simplista y perjudicial, así como falsa por muchas otras razones, de que cada aspecto -físico o moral- de nuestro ser se corresponde con un gen particular que origina el rasgo en cuestión».
Hay, además, consecuencias de índole científica y filosófica. «Desde sus inicios, a finales del siglo XVII, la ciencia moderna ha dado clara primacía a una forma reduccionista de pensar, que desmenuza lo complejo en sus partes integrantes, para a continuación intentar explicar el todo por las propiedades de las partes y por sus interacciones elementales predecibles a partir de aquellas». Esta concepción, analítica, es válida para sistemas sencillos: por ejemplo, sirve para predecir el movimiento de los planetas. Pero no sirve para la biología. Y la refutación del simplismo «un gen, una proteína», añade Gould, da al traste con el reduccionismo genético.
Por tanto, «la clave de la complejidad no está en un elevado número de genes, sino en el elevado número de combinaciones e interacciones entre relativamente pocas unidades de información genética. Además, muchas de esas interacciones -como las ‘propiedades emergentes’, por usar la jerga técnica- han de ser explicadas en el nivel de su aparición, pues no se puede predecirlas a partir de las solas partes interactuantes consideradas por separado. Así pues, hay que explicar los organismos como organismos, no como sumas de genes».