La ciencia como religión

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La unidad del conocimiento, según Edward O. Wilson
La fragmentación del saber es uno de los problemas de nuestra época. Sabemos muchas cosas, pero muy distintas, y no siempre es fácil encontrar pautas que ayuden a orientar la conducta. Edward O. Wilson, profesor de Harvard y autor de varios best-sellers, propone en su último libro poner en el centro de todo la biología evolutiva para integrar nuestros conocimientos. Pero ese camino quizás nos acerque más a las hormigas que a nosotros mismos.

Ya nos estamos acostumbrando a ver títulos de películas en inglés, pero ahora empezamos con los libros. Hace un año se anunciaba en los Estados Unidos como best seller, antes de salir, un nuevo libro de Edward Osborne Wilson titulado Consilience. La versión castellana conserva el título original, que no es una palabra ordinaria ni siquiera en inglés. Eso sí, el título va acompañado de la traducción al castellano del subtítulo original: La unidad del conocimiento (1).

Edward O. Wilson nació en los Estados Unidos en 1929. Se doctoró en biología por la Universidad de Harvard en 1955, y desde entonces siempre ha enseñado en esa Universidad. Ha ganado dos veces el premio Pulitzer, con sus libros Sobre la naturaleza humana (1978) y Las hormigas (1990). Su libro Sociobiología (1975) fue un hito importante en el desarrollo de esa disciplina científica que estudia la relación entre los genes y la conducta. Ha publicado otros seis libros. Ha recibido diversos títulos honoríficos y es considerado como una autoridad en el estudio de los insectos sociales (especialmente las hormigas), la sociobiología y el medio ambiente (biodiversidad).

Wilson toma el título de su libro, Consilience, de William Whewell, quien lo utilizó en su obra Filosofía de las ciencias inductivas, publicada en 1840, para indicar que la «coincidencia» o «confluencia» de resultados obtenidos en diferentes ámbitos sirve para probar la verdad de una teoría.

Ante la fragmentación del saber

En esta nueva obra, Wilson se propone construir un puente entre la ciencia y las humanidades (pp. 164 y 266), resolviendo de este modo el dilema espiritual de la humanidad (pp. 48, 61, 224-225, 262 y 264). La obra se plantea una meta muy ambiciosa, porque, en efecto, uno de los problemas más importantes de nuestro tiempo es la fragmentación del saber. Pero la solución de Wilson es, en el fondo, un materialismo de tipo biológico.

La unidad del conocimiento, base para la solución de los grandes problemas humanos, se alcanzaría, según Wilson, poniendo a la biología evolutiva en el centro de todo: su mensaje es que si llegamos a saber quiénes somos, mediante un mejor conocimiento de la evolución y de sus resultados, sabremos hacia dónde hemos de ir. Se trata de la tesis central de la sociobiología, y Wilson la está repitiendo desde 1975, pero ahora la presenta actualizada y con nuevo ropaje. A su juicio, las ciencias naturales son la clave para unificar todo lo demás: las ciencias sociales, las artes, la ética y la religión deberían interpretarse en clave biológica.

El hechizo jónico

El libro está bien escrito. El autor utiliza sus conocimientos biológicos para conseguir un texto lleno de ejemplos. Es también directo y elegante.

En el primer capítulo, titulado «El hechizo jónico», Wilson realiza una apología de la unidad del conocimiento tal como, según él, la realizaron los jonios en la antigüedad griega y tal como él la experimentó al estudiar en la Universidad. Wilson explica que fue educado en la religión fundamentalista de los baptistas del sur de los Estados Unidos, pero descubrió las contradicciones de esa religión y, sobre todo, descubrió la evolución, de la cual nada decían los autores bíblicos.

Dice que no se hizo agnóstico ni ateo, sino que simplemente dejó su iglesia; y añade: «Tal es, así lo creo, el origen del hechizo jónico: preferir la búsqueda de la realidad objetiva a la revelación es otra manera de satisfacer el anhelo religioso. Es una empresa casi tan antigua como la civilización y está entretejida con la religión tradicional, pero sigue un rumbo muy distinto… Su lema fundamental, como Einstein sabía, es la unificación del conocimiento. Cuando hayamos unificado lo suficiente determinado conocimiento, comprenderemos quiénes somos y por qué estamos aquí» (p. 14).

Desde luego, si Wilson prefiere encontrar el sentido de su vida en la evolución más que en la religión, es su problema; pero no se contenta con esto: opone «la búsqueda de la realidad objetiva» y «la revelación», dando a entender que la búsqueda de la realidad objetiva es la ciencia, la realidad objetiva es la evolución, y la revelación es un cuento chino. Eso sí, lo dice con elegancia.

Pero, ¿quién garantiza que eso es verdad? La ciencia, no: ninguna ciencia dice que sólo vale el conocimiento científico, entre otras cosas porque eso sería como la pescadilla que se muerde la cola. Decir que la ciencia llega hasta aquí o hasta allá supone que reflexionamos sobre la ciencia, y eso ya es una actividad filosófica que va más allá de la ciencia. Por tanto, al emitir una valoración acerca de la ciencia ya estamos admitiendo que hay conocimientos válidos fuera de la ciencia: como mínimo, la reflexión filosófica que es necesaria para juzgar el valor de la ciencia.

Más preguntas

Hablar del «hechizo jónico» es una manera elegante de hablar del materialismo. Sin duda, los jonios tuvieron el gran mérito de buscar los componentes comunes a todos los cuerpos, y esta idea sigue presente como guía de la ciencia moderna. Se trata de lo que tradicionalmente se ha denominado «causa material», que responde a la pregunta «¿de qué está hecho esto?». Es una pregunta importante, si queremos conocer la naturaleza con detalle. Pero no es, ni mucho menos, la única pregunta que puede hacerse. También es importante saber cómo se organizan los componentes (causa formal), cómo actúan (causa eficiente), qué función desempeñan (causa final). Y podemos hacernos más preguntas que se salen de la órbita puramente materialista y nos llevan hasta las dimensiones espirituales.

El materialismo es tan antiguo como la civilización occidental. Según los materialistas, si somos capaces de decir de qué está hecho algo y cómo funciona, ya sabemos todo lo que se puede saber. Sócrates, y tras él Platón y Aristóteles, dijo que la realidad es mucho más rica, y que no se puede agotar explicándola en clave materialista. La tradición socrática ha prevalecido en la historia de Occidente. Pero el enorme progreso alcanzado por las ciencias naturales lleva a algunos autores, como Wilson, a defender un materialismo sofisticado que se presenta apoyado en el progreso de la ciencia actual.

La conclusión, expuesta en el último capítulo, es clara: «He argumentado que intrínsecamente existe sólo una clase de explicación… La idea central de la concepción consiliente del mundo es que todos los fenómenos tangibles, desde el nacimiento de las estrellas hasta el funcionamiento de las instituciones sociales, se basan en procesos materiales que en último término son reducibles, por largas y tortuosas que sean las secuencias, a las leyes de la física…» (pp. 389-390).

El eje del humanismo actual

El libro resulta atractivo porque está bien escrito y presenta abundantes datos y razones de tipo científico. Wilson lleva toda una vida como profesor en Harvard, y sería injusto no reconocerle competencia científica y elegancia de estilo. Ciertamente, el lector culto no va a encontrar nada que de un modo u otro no sepa ya. No se trata de un libro donde Wilson presente de modo asequible al gran público sus conocimientos especializados científicos. Se trata, más bien, de un ensayo de tipo filosófico, en el que Wilson reflexiona sobre todos los ámbitos de la vida humana, en su intento de mostrar que la ciencia natural debería constituir el eje del humanismo actual.

Tomando pie en lo que el mismo Wilson explica en su libro y, además, en su trato personal con él, Michael Ruse afirma que Wilson es una persona profundamente religiosa, sólo que ha sustituido su protestantismo fundamentalista inicial por una especie de épica religiosa evolucionista que se plantea el reto de ser fieles a lo que nos viene indicado por la evolución. En esa línea, la defensa de la biodiversidad y, en general, la simpatía por todos los tipos de vida que existen, constituyen una parte fundamental del programa de Wilson.

La religión materialista

Wilson presenta su propuesta como la «búsqueda de la realidad objetiva», como una «manera de satisfacer el anhelo religioso», diferente de la que proporciona la religión tradicional. Pero esto significa que nos encontramos, una vez más, con una especie de cientificismo que pretende juzgar toda la realidad utilizando como metro la ciencia natural.

El materialismo siempre tiene un agarradero. En efecto, no somos espíritus puros. Formamos parte de la naturaleza. Por tanto, es posible relacionar cualquier aspecto de nuestra vida, hasta los más sublimes, con condiciones materiales. Materia y espíritu forman, en el ser humano, un solo ser. El pensamiento, la libertad, la decisión moral, e incluso las experiencias místicas, en nuestro caso se encuentran entretejidos con neuronas, genes y carbohidratos. Pero el materialismo es falso, en la medida en que sostiene que no somos «nada más que» neuronas, genes y carbohidratos.

Los materialistas actuales suelen defenderse diciendo que ellos no sostienen un materialismo «reduccionista». Admiten que existe una pluralidad de niveles en la realidad, de tal modo que lo químico sobrepasa a lo físico, lo biológico sobrepasa a lo físico-químico, y lo cultural sobrepasa a lo biológico. Pero la emergencia de nuevos niveles más bien parece apuntar hacia explicaciones que van más allá del materialismo, sobre todo si tenemos en cuenta que existen niveles de complejidad creciente, enormemente sofisticados, que culminan en el ser humano: el organismo humano proporciona la base biológica para la existencia de seres dotados de autorreflexión, de capacidad de argumentar y de hablar, de libertad y de responsabilidad ética.

El materialismo, en su afán de explicarlo todo mediante los componentes materiales, pretende apoyarse en la ciencia, pero se encuentra con la sorpresa de que, para explicar la existencia y el progreso de la ciencia, es necesario admitir que poseemos cualidades que van más allá de lo material.

«La esencia del dilema espiritual de la humanidad -escribe Wilson- es que evolucionamos genéticamente para aceptar una verdad y descubrimos otra» (p. 385). Esto significa que la evolución, que es la clave de su explicación biologista, nos ha capacitado para manejarnos en la vida práctica, pero a la vez, como un subproducto secundario, nos ha dotado de un cerebro que nos lleva a buscar significados e inventar explicaciones sobre el sentido de nuestra vida. Por tanto, el materialismo se enfrenta con la tarea de explicar esos subproductos que parecen tener una vida propia. Pero la tarea es demasiado difícil. «La ética y la religión -advierte Wilson- son todavía demasiado complejas para que la ciencia de hoy en día las pueda explicar en profundidad… La ciencia se enfrenta en la ética y la religión a su desafío más interesante y posiblemente humillante» (p. 387).

En efecto, si nos preguntamos qué es lo que diferencia al ser humano de los chimpancés, orangutanes y gorilas, podemos constatar, como un hecho fácilmente verificable, que una de las diferencias principales, quizá la principal de todas, es que los humanos nos planteamos problemas éticos y religiosos. El ser humano es capaz de reconocer a Dios como creador e incluso como padre, es capaz de hablar con Él, de pedirle cosas, de darle gracias, de buscar la unión con Dios y de dar sentido a su vida a la luz de la religión.

Al intentar explicar todo esto mediante las ciencias, el materialismo choca con un desafío permanente. Wilson dice que incluso es humillante. No lo sé. Lo será si uno pretende poner a la religión bajo sus pies en nombre de la ciencia, utilizando poderosos razonamientos y experimentos. Pero esa pretensión es absurda. El cientificismo es contradictorio. La ciencia natural estudia pautas espacio-temporales, y obtiene resultados impresionantes mientras trabaja con rigor en su propio ámbito. Pero si la sacamos fuera de su sitio y queremos que desempeñe funciones que no son las suyas, no podemos extrañarnos de llegar a resultados raquíticos o más bien nulos.

El fantasma de Galileo

Hablando de la evolución, Wilson escribe, que «a los autores bíblicos se les había escapado la más importante de todas las revelaciones» (p. 13), porque no hablan de la evolución. Si nos ponemos así, podemos cargar a la religión con todos los defectos que queramos. Pero, siguiendo la misma lógica (bastante raquítica, desde luego), podríamos echar en cara a los científicos que no nos dicen nada acerca de Dios, de la moral y de nuestro destino eterno, y eso que llevan casi cuatro siglos trabajando en equipo y disponiendo de unos medios materiales enormemente poderosos.

Por otra parte, es una lástima que un científico de prestigio, como Wilson lo es, continúe una línea cientificista que merecería ser olvidada de una vez por todas. Wilson se pregunta: «¿Podrían ser las Sagradas Escrituras sólo el primer intento culto de explicar el universo y de hacernos significantes en él? Quizá la ciencia es una continuación, sobre un terreno nuevo y mejor probado, para conseguir el mismo objetivo. Si es así, entonces en este sentido la ciencia es religión liberada y gran escritura» (pp. 13-14). Sin embargo, los objetivos de la ciencia y la religión son diferentes. No tiene sentido presentar a la ciencia como «religión liberada», a no ser que lo que se pretenda no sea hacer ciencia, sino construir una especie de nueva «religión de la ciencia», una religión basada en la ciencia y avalada por su prestigio.

Eso parece ser lo que Wilson hace. Se da cuenta de que necesitamos una religión que dé sentido a nuestra vida, piensa que sólo la ciencia proporciona conocimientos válidos acerca de la realidad, e intenta «continuar» la ciencia con una prolongación de tipo religioso, sólo que se trata de una religión completamente secularizada y abiertamente materialista. En efecto, en esa religión todo debe ser explicado a la luz de la biología. Los genes mandan. La cultura, las humanidades, la religión y la ética son productos de la evolución y están en función de ella.

Fuera del alcance de la ciencia

Esto es cientificismo puro y duro, y Wilson debería saberlo. Basta ir a la página Web de la American Association for the Advancement of Science, que tiene un carácter completamente científico, para encontrar afirmaciones como la siguiente: «La ciencia no puede resolver todas las preguntas. Algunas preguntas se encuentran, sencillamente, más allá de los parámetros de la ciencia. Muchas preguntas que se refieren al significado de la vida, a la ética y a la teología son ejemplos de preguntas que la ciencia no puede resolver».

En los Estados Unidos, como consecuencia de los conflictos judiciales creados por los «creacionistas científicos», se han visto obligados a precisar cuidadosamente qué es ciencia y qué no es ciencia, y cuál es el alcance de la ciencia. A estas alturas no tiene sentido pretender que la ciencia lo explique todo, ni se puede presentar la ciencia y la religión como si fuesen realidades opuestas, ni cabe diluir la religión y la ética en la ciencia.

En el caso Galileo, se pretendía que el heliocentrismo era contrario a una serie de pasajes de la Biblia donde se habla de que el Sol se mueve y la Tierra está quieta. Pero se sabía desde siempre (San Agustín lo explica claramente) que la intención de la Biblia no es enseñar astronomía, y que, cuando hablan de fenómenos astronómicos, los autores sagrados emplean las ideas comunes de su época. La revelación divina no pretende enseñarnos física. En la actualidad, el cientificismo provoca una situación semejante, pero al revés, cuando pretende hacer decir a la ciencia lo que la ciencia nunca pretende ni puede decir.

La unidad del conocimiento es un problema pendiente, y es importante que Wilson lo recuerde. Sin embargo, la primera condición para plantear adecuadamente el problema es evitar cualquier imperialismo reduccionista: de lo contrario, no conseguiríamos la unidad de diferentes conocimientos, sino la aniquilación de unos en beneficio de otros. Ciencia natural, ciencias humanas, humanidades y teología representan perspectivas diferentes y complementarias, y sus relaciones son múltiples y variadas. Ni siquiera existe un modo único de relacionarlas. La riqueza de las dimensiones de la vida humana lo impide.

Mariano Artigas es profesor ordinario de Filosofía de la Naturaleza y de las Ciencias en la Universidad de Navarra.Mariano Artigas_________________________(1) Edward O. Wilson. Consilience. La unidad del conocimiento. Galaxia Gutenberg. Círculo de Lectores. Barcelona (1999) 485 págs. 2.650 ptas. Tít. or.: Consilience:The Unity of Knowledge.

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