Con una visión ilustrada, se pensó que bastaría la instrucción racional para desterrar problemas como el fracaso escolar o profesional, la violencia, la inestabilidad familiar… Pero ya se ha comprobado que estas y otras patologías no se curan sólo con esta terapia. El libro de Daniel Goleman Emotional Intelligence (1), aparecido el pasado otoño en Estados Unidos, señala que el analfabetismo emocional está en la raíz de muchos de estos problemas. Y que es necesario prestar atención a la educación sentimental. Pero además, la obra defiende un nuevo concepto de inteligencia: la inteligencia afectiva.
Para comprender el libro de Goleman hay que partir de la importancia que en EE.UU. se ha dado al coeficiente intelectual (IQ), así como a los exámenes de aptitud escolar (SAT) que tienen que hacer los estudiantes al solicitar el ingreso en la universidad. Pero también hay que tener en cuenta un presupuesto tradicional de la cultura norteamericana: el esfuerzo personal (el trabajo duro) es la clave del éxito (=reconocimiento).
En este doble marco, el libro de Goleman forma parte de la reflexión ante crisis comunes a muchas sociedades: fracaso escolar y abandono de los estudios, incremento de la violencia juvenil y adulta, desintegración familiar, aumento de las tasas de divorcio y de nacimientos fuera del matrimonio, etc. También responde a la perplejidad -muy norteamericana- ante el desorden que supone el fracaso (¿personal o del «sistema»?).
En cierto sentido, el libro de Goleman es una respuesta a la cultura de la irresponsabilidad (determinismo biológico o social; infantilización y victimización, etc.) que impide la madurez y el ejercicio de las libertades (2). En concreto, comparte con algunos esa preocupación por la educación sentimental (3). Sin embargo, su análisis es fundamentalmente psicológico. Desde esa atalaya se produce su mejor contribución: superar un concepto anticuado y rígido de inteligencia. Pero también, desde esa posición son evidentes sus debilidades.
Inteligencia, emociones y destino
La inteligencia emocional viene definida por Peter Salovey como «conocer las propias emociones, dirigirlas, motivarse a sí mismo, reconocer las emociones de los demás, saber mantener relaciones sociales». Hasta ahora, muchos identificaban estos aspectos con la educación de la voluntad. Goleman y otros sostienen que esto es también inteligencia: inteligencia emocional.
La primera parte del libro se dedica a explicar la base biológica de las emociones. La segunda describe la naturaleza de la inteligencia emocional, con especial atención a la capacidad para controlar impulsos y aplazar la recompensa, así como para la empatía. La tercera se centra en la inteligencia afectiva aplicada a ámbitos tan decisivos como el matrimonio y la empresa. Los capítulos cuarto y quinto, y los apéndices, se polarizan en lo que parece preocupar más a Goleman: la educación afectiva de los niños y jóvenes, con especial referencia a los diversos programas que al respecto están siendo desarrollados en Norteamérica.
Lo mejor del libro, junto al tono ameno y su gran profusión de datos, es precisamente su intento de superar viejos clichés deterministas, no sólo en el campo de la inteligencia sino de las emociones. A pesar de cierto bagaje emocional con el que nacemos y de la importancia de la primera infancia y de la adolescencia, un adulto «puede» aprender también: el temperamento no es un destino inamovible tras el que escudarse.
Goleman constata lo que muchos educadores y algunos padres con sentido común ya saben: en muchos casos, el fracaso escolar no es achacable a la incompetencia intelectual del alumno ni unívocamente al profesorado o al «sistema». A veces el alumno carece de lo más elemental (4): capacidad de sobreponerse a los cambios de ánimo, de concentrar su esfuerzo en la consecución de un objetivo, etc. El analfabetismo emocional tiene otras consecuencias gravísimas en el proceso de socialización: altas tasas de violencia, depresiones juveniles, promiscuidad sexual…
De igual modo, el apartado dedicado a la dinámica matrimonial señala la doble realidad emocional -la de él y la de ella-, fuente tantas veces de malentendidos y conflictos. Sin caer en tópicos, Daniel Goleman propone un mapa de interpretación que facilite la comunicación.
Más allá de la competencia social
A pesar del éxito del libro, no son pocos los que han señalado sus carencias. La primera, el anclaje de la educación afectiva en criterios puramente psicológicos y de competencia social. Las propuestas de Goleman sirven, efectivamente, para salir del círculo de la queja y devolver cierto sentido a las palabras «responsabilidad» y «esfuerzo». Sin embargo, un sujeto emocionalmente inteligente, tal y como él nos lo propone, puede ser tanto un héroe como un villano. Y, en cierta manera, lo más probable es que no sea ni una cosa ni la otra, sino un ciudadano conformista, un pequeño burgués, incluso un calculador o un manipulador. Sin un criterio ético, las emociones, por muy educadas que estén, son una simple cuestión de momentánea paz social, lo cual es mucho pero no es todo. En defensa de Goleman puede decirse que esta visión quizás exija otro tipo de libro u otro debate.
Sin embargo, su argumentación también contiene otra debilidad: ese intento denodado por establecer una línea de continuidad entre la actuación emocionalmente inteligente y la recompensa por vía del éxito y el reconocimiento social. La simple realidad se encarga de demostrar que hombres y mujeres emocionalmente inteligentes (y con criterios morales) no reciben más satisfacción que la de su conciencia; que todos nos enfrentamos antes o después a fracasos (grandes o pequeños, evidentes u ocultos). Para saber esto sólo hace falta abrir los ojos. Para aceptarlo y seguir en la brecha con alegría hace falta otra cosa: magnanimidad.
Es posible que tengamos que superar la estética del que se lamenta y culpabiliza a los otros. Pero no vayamos a caer en la ingenuidad de pensar que si somos emocionalmente inteligentes, automáticamente tendremos un puesto de trabajo acorde a nuestra valía, dinero, un marido fantástico y el aplauso del personal. La educación sentimental que propone Goleman se queda corta. Quizás no haya que educar afectivamente sólo para el éxito (sea eso lo que sea) sino, también, para hacer cosas grandes con el desorden del dolor, de lo inesperado, de la injusticia o de los límites propios y ajenos. Para ser hombres, no yuppies. Para no ser sólo un sujeto socialmente aceptable, sino una persona generosa y verdaderamente libre.
Por otro lado, Goleman, aun reconociendo que la familia es nuestra primera escuela de aprendizaje emocional, presta quizás una excesiva y confiada atención al desarrollo curricular de esta asignatura pendiente. Sin minimizar su importancia, cabe dudar de que la terapia grupal o los programas concebidos a modo de entrenamiento puedan sustituir a la escuela del ejemplo de padres, profesores y amigos, a la conversación a solas con alguno de éstos o, por otro lado, al influyente papel que la literatura, el cine y los medios de comunicación tienen en nuestra educación sentimental.
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(1) Daniel Goleman, Emotional Intelligence, Bantam Books, Nueva York (1995), 352 págs., 23,95 dólares.
(2) Entre los libros que se han ocupado recientemente de este tema, véase: Pascal Bruckner, La tentación de la inocencia, Anagrama Barcelona (1996), del que aparece una reseña breve en el servicio 138/96.
(3) Junto al libro de José Antonio Marina, El laberinto sentimental, y desde otra visión histórico-filosófica, está el de Julián Marías, La educación sentimental, Alianza, Madrid (1992), reseñado en el servicio 106/92.
(4) Ver al respecto el libro de Santiago Ortigosa, Fuera de programa, EIUNSA, Barcelona (1994).