En los debates y encuestas sobre la eutanasia se hace a menudo referencia a que las personas puedan “morir con dignidad” en cualquier circunstancia. Pero hay dos usos muy diferentes de este término. El dictamen sobre el fin de la vida que acaba de publicar en Francia el Comité Consultivo Nacional de Ética, tiene la ventaja de explicar claramente las diferencias con estas palabras:
— Los partidarios de escoger la muerte se refieren a una concepción subjetiva o personal de la dignidad: la dignidad es aquí entendida como una mirada del individuo sobre sí mismo en función de sus valores, de sus deseos, de las relaciones que mantiene con los cercanos, mirada que puede variar por completo de una persona a otra, y sufrir una alteración cuando la vejez o la enfermedad se hacen más presentes, según la imagen que los otros le devuelven. La dignidad remite aquí a una dimensión normativa (a una manera de ser, a la buena imagen de sí que uno se presenta ante sí mismo o ante el otro, o al hecho de estar presentable según normas muy variables en el tiempo y en el espacio, a la decencia). La dignidad es también esta virtud estoica según la cual cada uno debe ser capaz de dominarse, de no infligir a otro el espectáculo de su desamparo.
Lo que debe movilizar a la sociedad y a los poderes públicos es la lucha contra las situaciones objetivas de indignidad
En esta acepción, el derecho a morir con dignidad corresponde a la prerrogativa que tendría cada uno de determinar hasta dónde considera aceptable que queden mermadas su autonomía y su calidad de vida. Esta demanda debe ante todo ser puesta en relación con las situaciones objetivas de indignidad que, como hemos mencionado antes, sufren numerosas personas discapacitadas o dependientes. Para otros, la solicitud de un “derecho a morir con dignidad” corresponde sobre todo a la afirmación de la autonomía de la persona; es de hecho una expresión de su libertad individual y de la posibilidad de oponer esta frente a terceros.
— En la otra concepción, que es la que la tradición moderna coloca como fundamento de los derechos humanos, la dignidad reviste un sentido ontológico, es una cualidad intrínseca de la persona humana: la humanidad es digna en sí misma, de modo que la dignidad no dependería de la condición física o psicológica de una persona. La dignidad se entiende aquí como lo que expresa la pertenencia de cada persona a la humanidad, como la señal profunda de la igualdad de los individuos, una realidad moral que cualifica al ser humano en su existencia e implica deberes hacia él.
Frente a la dignidad entendida como autonomía, la otra concepción la ve como una cualidad intrínseca de la persona, que no depende de su condición
Ante el momento de la muerte
La cuestión no es tomar partido entre esos dos usos de la noción de dignidad, sino de comprender lo que significa su manejo en el debate sobre la voluntad de escoger el momento de la muerte. A este respecto, las diferencias son grandes.
La dignidad entendida como absoluto es inalienable –el que está mental y físicamente disminuido no la pierde– y no es cuantificable. A este respecto, todos los hombres nacen y permanecen “iguales en derechos y en dignidad”, y decir que el suicidio asistido o la eutanasia permiten, en ciertas situaciones, una muerte “más” digna no tiene sentido.
En cambio, cada uno puede ligar el sentimiento que él tiene de su dignidad a las aptitudes de comprender, de reflexionar, de tomar decisiones o a una calidad de vida. Cuando una persona estima que su vida no es ya digna de ser vivida –sentimiento a la vez natural, fácilmente comprensible en ciertas situaciones, pero también trágico pues la representación que nos hacemos de nuestra dignidad está ligada a cómo nos miran los otros–, ¿habría que darle la oportunidad de una muerte prematura?
El Comité subraya que las dos concepciones de la dignidad expresan significados muy diferentes de la palabra y que no se excluyen a priori. Subraya también que lo que debe movilizar a la sociedad y a los poderes públicos es la lucha contra las situaciones objetivas de indignidad: la falta de acceso a los cuidados paliativos para todos, el aislamiento de ciertas personas al final de sus días, las malas condiciones de vida y la carencia de acompañamiento de los enfermos y de los discapacitados que hacen imposible para ellos morir en casa. La situación más indigna consistiría en considerar al otro como indigno por razón de ser enfermo, diferente, solo, no activo, costoso…
Pero, por otra parte, el paso de la dignidad-decencia a la dignidad-libertad que hacen algunos no deja intacta la dignidad entendida como garantía de igual valor de todos los seres humanos, cualquiera que sea su condición. Considerar el suicidio asistido o la inyección letal hecha por un médico como una posible respuesta al sentimiento íntimo de indignidad o al temor de perder la dignidad entendida como plenitud de facultades, o bien como capacidad de ser suficientemente feliz y autónomo, puede tener la consecuencia de que personas vulnerables se sientan “indignas”. Y este temor puede también manifestarse en cuanto a la posibilidad que ha sido dada a las personas enfermas de rechazar todo tratamiento vital, y por lo tanto de elegir no prolongar su vida.
El valor del hombre
Existe, pues, una tensión clara entre la necesidad de tener en cuenta el sentimiento personal de dignidad y el riesgo de que esta dignidad se confunda con la dignidad inalterable que los parientes y el personal cuidador deben respetar en las personas muy vulnerables, prodigándoles su apoyo, consuelo y afecto. Desde el punto de vista social, hay que prevenir la marginación de todos los que son vulnerables, ya sea en razón de su salud, ya sea por su dificultad o su ineptitud para encontrar su puesto en el seno de la sociedad o de su entorno próximo.
Como la cultura ambiente tiende a decir que el valor del hombre depende de su capacidad de actuar, de producir y de ser rentable, así como de su facultad de desarrollarse, es esencial no perder de vista que la dignidad es también este valor inalterable que, sin abolirla, puede chocar con la libertad individual.