En 1997 se produjo un escándalo cuando el New England Journal of Medicine denunció algunos experimentos financiados y dirigidos por países occidentales en el Tercer Mundo. Se trataba de ensayar un tratamiento con AZT, un fármaco contra el SIDA. La administración de AZT durante el embarazo reduce en un 66% la transmisión del virus al hijo y es una práctica común en los países desarrollados. Sin embargo, resulta demasiado caro para las naciones del Tercer Mundo. Para ver si se podían lograr los mismos efectos con un costo más bajo, se experimentó con dosis menores de AZT en más de 12.000 embarazadas de países pobres. La mitad de ellas recibieron un placebo, a fin de medir la eficacia estadística del nuevo tratamiento. La mayoría de los ensayos fueron promovidos por Estados Unidos y realizados en África.
El New England Journal of Medicine señalaba que, en el caso de una enfermedad mortal como el SIDA, el uso de placebos solo está justificado en ensayos con fármacos experimentales, no con los que son de eficacia comprobada. Por el mismo motivo, añadía que es inmoral probar el AZT a dosis de dudosa validez terapéutica. En suma, los ensayos utilizaban personas como cobayas, al consentir que quedaran expuestas a un peligro evitable. Los defensores de los experimentos alegaron que al menos se había administrado AZT a unas mujeres que, en otro caso, no lo habrían recibido. Pero este argumento convenció a pocos.
A raíz de la polémica, el gobierno de Estados Unidos pidió un dictamen a la Comisión Consultiva Nacional de Bioética (CCNB) sobre los ensayos clínicos en el Tercer Mundo. Tras un largo estudio, el mes pasado la CCNB ha dado a conocer sus conclusiones, que se resumen en cinco puntos.
Primero, los ensayos deben responder a las necesidades sanitarias de los países donde se realizan. Hay que tener en cuenta las posibilidades del país para afrontar el coste y la administración correcta del fármaco: no sería ético experimentarlo en personas que no pudieran luego beneficiarse de él.
Segundo, hay que asegurarse de que los voluntarios comprenden bien los riesgos a los que se exponen. En los países pobres, donde el nivel educativo es bajo, no basta con la formalidad de hacerles firmar un papel. A menudo habrá que emplear otros medios para que el consentimiento sea verdaderamente informado.
Tercero, los tratamientos que se experimenten deben ser comparados con otros ya comprobados, aunque estos no estén disponibles en el país donde se realiza el ensayo. Solo se pueden emplear placebos cuando no existe ningún tratamiento eficaz.
Cuarto, se debe garantizar a los voluntarios que, si se comprueba que el fármaco es eficaz, tendrán acceso a él cuando termine el experimento.
Por último, los científicos e instituciones occidentales que promuevan ensayos clínicos en países pobres han de ayudar a estos a desarrollar su propia investigación biomédica.